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EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO II
La segunda parte de la más extraña trilogía de la literatura fantástica, publicada por entregas.
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23 de Enero, 2013    General

CCIX

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      Así que al día siquiente Anders fue a Kvissensborg, y Balduino disfrutó así de una relativamente silenciosa jornada laboral, durante la cual pudo entregarse a lo que le interesada. Sus reflexiones lo llevaron, en primer lugar, a Tarian. Recientemente, éste había sellado su amistad con Balduino merced al tatuaje en común representando a los delfines; y sin embargo, curiosamente, buscaba más la compañía de Ljottur... Quien, en cambio, le rehuía con idéntico empeño.

      Tras meditarlo, el pelirrojo llegó a la conclusión de que la amistad que Tarian le profesaba a él se fundaba sobre todo en la gratitud por haberlo salvado del horror de las mazmorras de Kvissensborg, pero a la vez se sentía un poco ajeno a él. A sus ojos, Balduino era una persona normal, o tan normal como pudiera serlo cualquiera que viviese en Vindsborg. El, por el contrario, se sentía como un inadaptado, como alguien que no encajaba del todo en tierra firme; y en Ljottur, que era otro bicho raro, debía ver a alguien similar. 

         Por desgracia, el sentimiento no le era correspondido, posiblemente porque Ljottur cargaba con la cruz de una fealdad muy acentuada, y la apostura de Tarian debía lastimarlo, igual que la belleza del sol lastima los ojos si  se lo mira muy directamente; y como se hace con el sol, Ljottur prefería desviar la mirada. Era verdad que en Vindsborg los feos eran mayoría, comenzando por el propio Balduino; pero la mayoría de esos feos tenían en compensación alguna otra cualidad que hacía que no les resultara envidiable la apostura ajena. Los Kveisunger, por ejemplo, se preciaban de ser los más bravos, duros y más temibles machos que pudieran hallarse. Que alguno de ellos lamentara no ser carilindo habría inspirado más burlas que comprensión. Entre ellos, parecía que cuanto más feo se fuese, mejor.

          Pero no ocurría así con Ljottur. Su fealdad resultaba grotesca, pero no aterradora, y era equiparable a la de una rata; no en vano había cargado en otro tiempo con el mote de Rattele, "ratita". Para colmo, a primera vista, Tarian era todo pureza y virtud, cual si de un ángel se tratara, aunque Balduino sabía que sus ocasionales desfachateces nada tenían de angelicales, ni de virtuosas; pero el caso era que esa aparente pureza podía parecer todo un reproche para quien sintiera sucia su propia alma. Y Ljottur sin duda sentía sucia la suya. Por un lado, porque sabía de sobra, incluso antes de verse restringido por Balduino, qué sufrimiento causaba a los pequeños animales que lograba atrapar y ensartar en ramitas puntiagudas. Por otro lado, él mismo padecía las secuelas de la perniciosa influencia de Gudhlek, el posadero al que Ljottur había servido durante cierto tiempo. 

           Determinar los alcances de esa influencia exigió cierto devaneo a Balduino, a quien el mero recuerdo del desagradable posadero despertaba una repugnancia tan visceral, que apenas podía soportarla. Y es que le había tolerado muchas cosas, excepto aquella amenaza dirigida a Ljottur: Los Caballeros vinieron por ti, te encerrarán en un calabozo oscuro y lleno de fantasmas. Aquello le había parecido el colmo del ultraje, dado que él era precisamente un Caballero y se consideraba un protector de desamparados, y no un malvado monstruo con el que se podía amenazar a niños y débiles para obligarlos a acatar cualquier orden y soportar calladamente cualquier suplicio. Ciertamente muchos Caballeros distaban de ser dechados de virtudes, pero Ljottur quizás no lo supiera; simplemente, sus cortos alcances hacían que cualquier cosa le pareciera temible. De hecho, su inteligencia parecía la de un niño pequeño, inferior incluso a la de Hansi, que era de lo más avispado. Y partiendo de la base de que los niños son lo que los adultos hacen de ellos, la conducta de Ljottur resultaba más comprensible teniendo en cuenta que durante cierto tiempo había estado sometido a Gudhlek.

        Este gustaba de sentirse poderoso. Su corpulencia física, sin duda, ayudaba a producirle esa sensación. Quizás algo en la posada de la que era propietario pusiera también su granito de arena para ello. No estaba mal ubicada; quizás fuera barata, aunque Balduino, Anders, Emmanuel y Hansi hubieran trabajado como condenados para pagar sólo una noche de alojamiento y comida. Ese había sido, posiblemente, un caso extraordinario, pero sin duda había contribuido a infundirle cierta sensación de poderío: un par de Caballeros (jamás había llegado a enterarse de que Anders seguía siendo, por el momento, un simple escudero) acudían a él, se rebajaban a trabajar como villanos porque necesitaban hospedaje y alimento. Ambos habían venido a él humildes y honestos, pero él había tomado humildad por humillación, y honestidad por necesidad extrema. Su razonamiento había sido que, si un Caballero no mostraba arrogancia ni hacía valer derechos de sangre entre los villanos, había caído en desgracia frente a otros más poderosos que él. Y estas circunstancias, había creído le permitían a él comportarse como un poderoso más, pese a ser sólo estúpido y mediocre; asumirse él mismo como un pequeño señor feudal, y hacer vulgares siervos suyos a aquellos dos Caballeros.

       Desde luego, como cualquier otra cosa, señores feudales habíalos buenos y malos; y Gudhlek, en ese rol, había resultado de los peores, los que utilizaban a capricho su posición privilegiada; los que arrojaban a sus súbditos hambrientos huesos mal pelados sobrantes de su comida para que se los disputen, y creían merecer gratitud eterna por ello. Y en su feudo asignaba a Ljottur el papel de bufón. Era su propiedad, su objeto de diversión; y por lo tanto, si algo o alguien amenazaba al bufón, lo defendería, igual que cualquier otro propietario podría defender su casa. Pero lo que él mismo hiciera luego con él, era otro cantar. Si se le entojaba, podía incluso matarlo sin pedir permiso ni rendir cuentas a nadie, porque era su propiedad.

          Balduino recordaba que la expresión de Ljottur, al verlo por primera vez, era más bien ladina y vil; le había desagradado instantáneamente. Ahora, en ese sentido, parecía otra persona; nunca más se le había visto aquella mirada horrible. Y el cambio se había operado, no progresiva, sino velozmente, al identificar a Balduino y Anders como Caballeros. El terror lo ganó entonces: allí estaban los malvados monstruos que, según Gudhlek, vendrían a buscarlo si se portaba mal. Ahora bien, ¿qué se entendía exactamente por portarse mal? Ateniéndose a que la mente de Ljottur era simple como la de un niño, y a que un niño es lo que de él hacen los adultos, podía suponerse que Ljottur imitaba a Gudhlek y que, por ende, quizás fuera capaz de muchas ruindades, apañado probablemente por el propio posadero siempre, por supuesto, que la ruindad no redundara contra éste. Quién sabía, incluso, si Gudhlek mismo no le había enseñado aquello de ensartar pequeños animales vivos en ramas puntiagudas.

           Pero, por supuesto, a nada de esto se refería el posadero con aquello de portarse mal. Lo que quería decir era que, en la posada, Ljottur no debía romper nada ni aun por accidente, ni robar comida por más que estuviera muriéndose de hambre, ni obedecer con lentitud si se le daba una orden, por cansado que estuviera. El bufón era un siervo más, y debía agradecer si su señor feudal le hacía el honor de simplemente permitirle estar vivo; y ni hablar si además lo vestía y lo alimentaba, aunque la vestimente fueran harapos y la comida resultara peor que la que preparaba Varg. Si pese a ello Ljottur tenía sus propias nociones sobre el bien y el mal -y si todo lo anterior era correcto, debía tenerlas, pues estando con Balduino su conducta no dejaba demasiado margen para reproches-, posiblemente fuera por instinto o resultado de malas experiencias. Al fin y al cabo, las eventuales víctimas de sus daños o insolencias debían haber montado en cólera contra Ljottur, asustándolo. De esos iracundos quizás lo salvara Gudhlek, pues al fin y al cabo, se trataba de su bufón, de su propiedad, circunstancia que, sin embargo, no lo privaba de apalearlo después, cuando le viniera en gana. Balduino no olvidaba cómo Ljottur había suplicado al posadero que en todo caso le pegara, pero que no permitiera que se lo llevaran los Caballeros; indicio claro de que sufría palizas frecuentes por parte del posadero, y que ya estaba resignado a ellas.

        Ahora, secuestrado por el Monstruo Pelirrojo, Ljottur descubría que éste no era tan malvado, después de todo. Al menos, por ahora la pasaba mejor con él que con Gudhlek, ya que comía siempre y nunca le pegaban; pero era mejor no fiarse, un monstruo era un monstruo, y a éste en particular había cosas que no le gustaban y le hacían enojar, bien se veía. En cuanto al tal Tarian, el hecho de que fuera tan bueno y hermoso le recordaba permanentemente que él era malo y feo. Mejor no tenerlo cerca...
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publicado por ekeledudu a las 13:29 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
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SOBRE MÍ
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Eduardo Esteban Ferreyra

Soy un escritor muy ambicioso en lo creativo, y de esa ambición nació EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO, novela fantástica en tres volúmenes bastante original, aunque no necesariamente bien escrita; eso deben decidirlo los lectores. El presente es el segundo volumen; al primero podrán acceder en el enlace EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO I: INICIO. Quedan invitados a sufrir esta singular ofensa a la literatura

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