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EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO II
La segunda parte de la más extraña trilogía de la literatura fantástica, publicada por entregas.
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Mostrando 1 a 10, de 37 entrada/s en total:
01 de Septiembre, 2011    General

CXXXV

CXXXV

        No podía tacharse a Anders de cobarde por sentir temor de El Toro Bramador de Vultalia, antiguo terror de toda la Orden del Viento Negro; pero a Balduino le habría encantado que por lo menos se mantuviera callado mientras lo ayudaba a ponerse la armadura. Durante ese tiempo, el joven escudero no cesó de evocar la sanguinaria fama -exagerada, según creía Balduino desde su primer encuentro con él- de Miguel de Orimor. Se había llegado a decir de él que hasta cocinaba y devoraba a algunas de sus víctimas. El propio Balduino lo había creído, también; y curiosamente, tal vez por eso no había sentido miedo más que al hallarse frente a frente con él, momento en que la leyenda negra tuvo que ceder paso a una realidad mucho más abrumadora: El Toro Bramador de Vultalia era un cristiano tan convencido de su fe como de la validez de su enconado combate contra los enemigos de la misma, reales o supuestos, y particularmente contra los Caballeros del Viento Negro. Para él, éstos eran unos forajidos que enlodaban el honor de la Caballería protegiendo a herejes y otras amenazas al orden social. Eliminarlos, para él, había sido deber de buen cristiano.

          Sin embargo, Balduino lo había desafiado a combate singular, osadía que ningún otro de los supuestos forajidos se había permitido y de la que aun pocos de los caballeros "auténticos" hubieran sido capaces. Miguel de Orimor, impresionado, lo había invitado a retirarse por donde había venido y emplear su valor en mejores causas. En sus palabras palpitaba la condescendencia y la dura amonestación de un adulto hacia un niño que se estaba portando muy mal pero a quien, aun así, no se deseaba castigar. Esta imagen había intimidado todavía más a Balduino que la del carnicero monstruoso e inmisericorde, tan difundida entre las huestes del Viento Negro; lo había hecho sentirse realmente insignificante, pues la compasión es un lujo que sólo pueden permitirse los fuertes. Y Miguel de Orimor no sólo había dicho no querer lastimarlo, sino que, además, lo había tildado de muchachito irreflexivo que no sabía lo que hacía. Tan severa resultaba aquella mirada penetrante suya, que hacía tambalear cualquier seguridad o convicción; y Balduino tuvo mucha dificultad en recordar que no era él el equivocado.

        Ahora bien, la reciente conversación con Miguel de Orimor lo persuadía de que no había rencores latentes entre ambos... Y sin embargo, alguna duda le quedaba aún, más que nada por aquel siniestro más vale que pelees bien de último momento. No sabía si debía tomar esa frase como amenaza, pero habría podido mantenerse tranquilo de todos modos... ¡De no haber sido por Anders y sus funestos vaticinios!

         Acabó perdiendo la paciencia.

         -Bien, Anders-dijo entonces, sarcástico y enojado-, ya que al parecer el señor de orimor me cortará en rodajas, según dices, ve encendiendo la pira funeraria para ganar tiempo; ¡pero al menos antes de arrojarme a ella déjame salir a pelear primero, para morir honorable y valientemente, hombre!....

          Anders se calló y terminó de ayudar a Balduino a ponerse la armadura; y en medio de ese silencio fueron audibles ciertas voces provenientes del exterior, que hacían pensar que allí no reinaba exactamente la paz. Balduino confirmó esa impresión cuando, ya listo para el combate, descendió las escalinatas de Vindsborg y vio caras torvas y amenazantes por todos lados, lo mismo entre sus hombres que entre los de Miguel de Orimor. Los dos bandos parecían próximos a matarse entre sí en cualquier momento.

         -No sé mediante qué brujería, pero por lo visto te has ganado la lealtad de esta escoria sobre la que mandas-dijo Miguel de Orimor, pensativo; y se volvió hacia Ulvgang con algo que no se sabía si era ironía, admiración o una mezcla de ambas- Hasta la de El Terror de los Estrechos... Increíble.

          Ulvgang le sonrió de una manera espeluznante. En cada uno de sus ojos parecía reflejarse una tumba con una lápida dedicada a la memoria de Miguel de Orimor. A él, ningún Toro lo intimidaba. El rugido de un monstruo marino alcanzaba para acallar el bramido de cualquier toro...

         Miguel de Orimor se bajó la visera del casco. Balduino hizo lo propio. Enseguida desenvainaron sus espadas, se saludaron formalmente como se estilaba al inicio de un duelo y de inmediato comenzó el mismo. Los dos contendientes se movieron con calculada lentitud uno en torno a otro, como peligrosas arañas próximas a devorarse mutuamente, y las espadas en alto como mortales aguijones, hasta que al fin El Toro Bramador de Vultalia lanzó la primera estocada, que apenas si llegó a rozar la hombrera de Balduino. Este se apresuró a devolver el golpe, con más éxito, ya que haciendo uso de todas sus fuerzas logró incluso que alguna anilla saltase por los aires al alcanzar a su contrincante en el brazo izquierdo.

          Durante cierto tiempo, pareció que saldría vencedor, ya que llevaba clara ventaja. Miguel de Orimor pronto se encontró herido en varios puntos del cuerpo; nada grave, pero Balduino tampoco pretendía matarlo ni siquiera malherirlo. El problema era que Miguel de Orimor se tomaba el combate muy en serio. Había prevenido al respecto al pelirrojo, claro, pero algunas de sus estocadas parecían tener intención de acabar con su oponente, algo que Balduino no había imaginado y contra lo que sólo sus reflejos y la fuerza del hábito lo habían protegido, hasta que no le quedó más remedio que admitir que estaba peleando en defensa de su vida. Como él ni siquiera había buscado aquel combate, no quería igualarse en intenciones a su rival, pero algo realmente contundente tenía que hacer si pretendía sobrevivir. Pensó que herir superficialmente a Miguel de Orimor y procurar cansarlo sería buena estrategia hasta que lograse desarmarlo.

          Fácil de decirlo, mas no de hacerlo: como espadachín, Miguel de Orimor resultó un adversario mucho más temible de lo que parecía porque, pese a su colosal tamaño, no se agotaba con facilidad y se movía con notable rapidez; y en segundo lugar porque, aunque no recurriera a fintas, adivinaba con gran facilidad las de Balduino; y cada vez que paraba un golpe, echaba hacia adelante toda la fuerza de su cuerpo. El resultado fue que el esfuerzo para contener aquella mole hizo que el primero en cansarse fuera precisamente Balduino, cuyo brazo derecho empezó a dolerle. Prefirió entonces prescindir del escudo, así dispondría de ambos brazos para esgrimir la espada.

           Entonces Miguel de Orimor empezó de repente a recurrir a la finta, como si recién en ese momento recordara la existencia de tal treta. Dos o tres veces Balduino, desconcertado, se descubrió apresurándose a parar un ataque fingido en uno de sus flancos mientras el verdadero lance se consumaba por el otro. Luego ya no volvió a caer en el engaño con tanta facilidad, pero si hasta entonces se había mantenido incólume, ahora ya no podía decir lo mismo, aunque las heridas fuesen tan superficiales como las de Miguel de Orimor. Pero lo peor es que estaba exhausto. También su contrincante, pero no tanto como él.

          Balduino se retiró un poco para poder concederse un respiro, pero su rival no le dio tiempo de tomárselo. Ya consciente de su inminente derrota, Balduino volvió sin embargo a lanzarse a la lucha para, ocurriera lo que ocurriera, hacer hasta el final al menos el papel más honroso que pudiese. Lo más duro eran las ocasionales embestidas de Miguel de Orimor amparado tras su escudo: El Toro tenía de verdad fuerza taurina.

           Por fin, una de estas embestidas acabó por derribarlo, y la espada cayó de su mano y fue por su lado. Balduino llegó a sentarse e iba a recuperar de nuevo su acero, cuando sintió el de su contrincante introducirse suavemente entre el gorjal y el capuchón de mallas metálicas, adonde permaneció su punta, amenazante.

          Miguel de Orimor levantó la visera de su casco. Balduino se despojó del suyo y echó hacia atrás el capuchón de mallas metálicas, revelando un rostro bañado en sudor.

          -Suplica clemencia. La tendrías-lo animó El Toro Bramador de Vultalia.

           Balduino, sin miedo, meneó la cabeza.

           -Si no os molesta recordarlo, la vez pasada no tuvisteis que solicitarla para que os la concediera-repuso-. No creo que sea vuestro estilo no corresponder al gesto.

         -Piénsalo bien... No fue pequeña la humillación que sufrí por tu causa-respondió El Toro Bramador de Vultalia.

           Pero en sus labios se insinuaba un leve gesto humorístico, que bastó para que Balduino sonriera a su vez.

    -Puede ser-admitió-, pero mientras conversábamos, disteis a entender que existía la posibilidad de que no fuera ésta la última vez que nos veíamos, y además hablasteis largo y tendido, dándome consejos; y no sé para qué todo ello, si vuestra idea, desde un principio, hubiese sido matarme aquí y ahora.

           -Desde un principio no, precisamente. Pero tus mismos hombres, queriendo salvarte, han sellado tu condena a muerte. Varios de ellos, cada uno por cuenta propia, amenazaron hacerme lo mismo que yo hiciera contigo... No me gusta que me desafíen.

           El pelirrojo quedó serio por un instante y luego volvió a sonreír, en paz consigo mismo. La idea de morir en ese momento y lugar le resultaba increíble, pero la aceptaba.

          -Pues es agradable terminar los propios días así, entre tanto afecto y lealtad, cuando se ha vivido durante mucho tiempo sin afecto alguno-respondió-. Si os pidiera misericordia, me rebajaría y ni yo me respetaría a mí mismo, no hablemos ya de mi gente y no merezco eso: me la dais o no me la dais. Si os fui de veras particularmente molesto, lo lamento; eliminadme. Temo que por ese acto el más perjudicado seríais vos.

          -Excelente respuesta... De veras que me encantó-dijo Miguel de orimor, envainando su espada y esbozando una sonrisa, antes de extender una mano hacia Balduino para ayudarlo a levantarse, cosa que éste hizo de inmediato mientras en torno a ambos se distendían tanto la escolta de El Toro Bramador de Vultalia como la dotación de Vindsborg.
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14 de Enero, 2011    General

XXI

XXI

      Con mucha cautela, Balduino y Osmund treparon hasta alcanzar el rellano frente a la madriguera de la hembra cuya búsqueda los había llevado hasta allí. La fiera no advirtió la presencia de los intrusos, indicios, o bien de que se hallaba fuera de su guarida o bien, por el contrario, de que la caverna era amplia y la bestia con su progenie se hallaban lejos de la entrada. machos adultos, por supuesto, no los había. Los grifos tienen un solo enemigo natural, el hombre, con el que al parecer tuvieron poco contacto en tiempos remotos, cuando ambas especies eran nuevas en el mundo; y desde aquellas épocas ancestrales, subsistió la costumbre de que macho y hembra se mantuvieran juntos sólo hasta el alumbramiento, luego del cual la flamante madre espanta a picotazos a su compañero, temiendo por instinto que éste sea una amenaza para las crías.

      -La hembra está adentro-decidió Balduino.

       -¿Cómo podéis estar tan seguro?-objetó Osmund.

       -Lo sé, sencillamente.

       Tal vez sonara como un tonto que trataba de hacerse el misterioso, pero Balduino prefería no recordarle a Osmund que nada obligaría a la hembra a abandonar su madriguera, disponiendo aún de  restos de comida del día anterior.

        -¿Estás seguro de que no prefieres que me ocupe yo solo de esto?-preguntó.

      -Sí, señor Cabellos de Fuego-contestó Osmund.

      -Como quieras-replicó Balduino, desprendiéndose del morral que traía consigo, y buscando entre las jabalinas que traía en él hasta encontrar una antorcha apagada, yesca y dos trozos de pedernal-. Sabes, no es conveniente dejarse cegar por el sentimiento, sea cual sea éste, y menos si se va al encuentro del enemigo. Fuiste muy descuidado, improvisaste demasiado en esto y aquí habrías muerto si no hubiéramos venido en tu ayuda.

       -No preciso regaños-refunfuñó Osmund.

        -Otra respuesta como ésa, y te encajo tal sopapo que tendrás que buscar tu mejilla en el acantilado de enfrente-dijo Balduino, sin alterarse-; porque no eres ni serás la única persona que pasa momentos de dolor, y por lo tanto no te asiste derecho a ser mal educado. Se supone que, ahora que tu padre no está, tu quedarás al cuidado de tu familia; pero qué vas a cuidar, si ni a ti mismo puedes protegerte-Osmund bajó la cabeza y susurró una disculpa-. No es nada, cualquiera se pone tonto a veces. Al admitir que lo has sido vas ya por buen camino... ¿Qué tal si ahora tomas tu jabalina y vigilas la entrada de la cueva mientras enciendo la antorcha? Una lástima no tener piedras piróbolas.

       -¿Qué son piedras piróbolas, señor Cabellos de Fuego?

       -Son dos piedras, una macho y otra hembra, que cuando están separadas parecen bastante vulgares. Las distingues porque el macho es un poco más oscuro que la hembra, pero apenas; de hecho, a veces es muy difícil distinguirlas. Las nombran en algunos bestiarios, de modo que yo creí que eran  de origen natural; pero mi amigo Gabriel de Caudix, el Príncipe Leproso, supone que son invento de una especie de alquimistas atolondrados que él llama puffers.

       -¿Y qué son alquimistas?

       -Algo así como tipos medio chiflados que meten cosas a mezclar. Sustancias que manejadas indebidamente, pueden ser peligrosas.

       -¿Como esa especie de sopa que, según Kurt, hicisteis el otro día?...

       .Sí, ni me la recuerdes... Algo así. Pero bueno, Gabriel piensa que alguno de estos alquimistas descubrió por accidente las piedras piróbolas, tratando de encontrar en realidad otra piedra, la filosofal, que permite la trasmutación de todos los metales en oro. Te decía que a veces es difícil diferenciar al macho de la hembra. Ahora bien, tienes que tener mucho cuidado al tomar entre tus manos piedras piróbolas, porque al juntar un macho con una hembra empiezan a arder con una gran llama, y en menos de un minuto se consumen; y ni te digo cómo podrían quedar las palmas de tus manos.

       -¿Y dónde hay de esas piedras, señor Cabellos de Fuego? Yo nunca vi ninguna.

        -No vas a encontrarlas aquí. Las había en Rabenstadt: los Haraldssen las vendían... ¡Y a qué precio!... No son para pobres ratas como nosotros. Son una comodidad, pero las comodidades pueden ser inconvenientes cuando te habitúas a ellas y luego las pierdes. Cuando me fui de mi hogar, más o menos a tu edad, yo no conocía otra manera de hacer fuego que con piedras piróbolas; así que durante meses tuve que comer cruda la comida que encontraba. En cuanto a comodidades, fue la segunda que eché de menos. La primera fue la silla estercoraria. Dudo que hayas visto alguna: una silla con un agujero en el centro. Te sientas en ella y cagas sentado a tus anchas como un rey en su trono. Imagínate, pasar de eso a cagar en medio de un bosque, como un animal salvaje, a veces usando a veces retazos de tu propia capa para limpiarte el culo... ¡Hay que tener ganas!... Luego uno se acostumbra, como a todo. Pero sigo encontrando injusto que yo tenga que frotar como un estúpido dos trozos de pedernal en tanto que un Jarlwurm produce incendios con apenas un resoplido. Se ve que estar del lado de los malvados concede ventajas así... Aunque, pensándolo bien, también los Drakes pueden arrojar fuego.

        Así hablaban los dos, más Balduino que Osmund, mientras este último vigilaba la entrada de la madriguera y el primero intentaba pacientemente hacer fuego. Finalmente, luego de mucho frotar y soplar, encendió primero la yesca y después la antorcha.

       -Bueno, Osmund, llegó la hora... Estáte alerta-recomendó el pelirrojo, mientras precedía al adolescente en el ingreso a la caverna.
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14 de Enero, 2011    General

XX

XX

      Balduino notó que Osmund se hallaba en una situación delicada y apresuró el ascenso tanto como pudo; pero, sabiendo que para salvar al adolescente tenía primero que mantenerse vivo él, evitó que la prisa lo empujara a las imprudencias.

        Osmund estaba desesperado de veras. Todo su cuerpo contracturado, acalambrado y lleno de raspones pendía ahora sólo de sus dos manos, una de las cuales se hallaba casi convertida en garra para poder arañar la saliente ridículamente pequeña a la que sus dedos se sujetaban como garfios. Sus pies no hallaban dónde apoyarse. Tanteando en busca de suelo firme, piso una piedra afortunadamente menuda que cayó desviándose una y otra vez de su trayectoria a medida que hallaba obstáculos en su descenso. Subestimando la capacidad de las cosas para salir mal, Balduino consideró que la piedra estaba lejos de él, y no se inquietó por ella. En eso, la piedra chocó contra una gran roca y se desvió una vez más, impactando con sublime puntería en la mejilla del pelirrojo, quien soltó un quejido, pese a su intención de no hacer ruidos que pudieran sobresaltar a Osmund. Ahí notó éste que alguien venía tras él, y no supo quién; pero no le costó intuirlo.

        -¡Ayúdame!-suplicó, tuteando a Balduino, a quien en ese momento sentía como un hermano.

      -¡En eso estoy, cálmate!-contestó Balduino, ignorando la sangre que fluía por su mejilla-. ¡Aguanta, que ya llego!

       Trepó todavía más de prisa, ya sin preocuparse demasiado de su propia integridad física. La pedrada, ciertamente, la había demostrado de qué poco valían a veces todos los esfuerzos por resguardarla; pero ante todo le había enseñado la Ley de Murphy alrededor de un milenio antes de que se la formulase oficialmente. Y con ácido y negro sentido del humor, se le ocurrió que, si él seguía demorándose, Osmund terminaría cayendo y matándose, tal vez arrastrando a su frustrado rescatista; de modo que mejor llegar hasta él y sostenerlo, así directamente caían juntos. Hallándose con sueño y frío, obligado a ignorar ambas cosas, malhumorado y herido en la cabeza de una absurda e involuntaria pedrada, que no le pidieran que, encima, entonase un Aleluya.

       -Te tengo-dijo, alcanzando a Osmund y rodeándolo con su brazo. La cintura del adolescente estaba en ese momento a la altura de los hombros del pelirrojo-. Voy a aflojar un poco el abrazo. Ve deslizándote de a poco hacia abajo, buscando afirmarte con manos y pies. Cuando estés seguro, me avisas y te suelto, pero no te apresures. Puedo sostenerte todavía un buen rato, y es mejor tomarse las cosas con calma antes que arruinarlas con una metida de pata que podría ser la última, ¿de acuerdo?

       -Sí, señor Cabellos de Fuego.

      -Otra cosa-continuó Balduino, mientras empezaban a poner en práctica el plan-: si lo deseas, puedes matar al grifo que se llevó a tu padre, no te arrebataré el desquite; pero iré contigo. Piensa bien, además, si deseas hacerlo. El caso es que en la madriguera encontraremos los restos de tu padre... en un estado inenarrable. Puede que ésa sea la parte más terrible; de modo que, si no quieres, no sigas adelante. Yo haré el resto por ti.

        Osmund tragó saliva.

       -¿En un estado inenarrable, señor Cabellos de Fuego?

       -Medio devorado por el grifo... Y por su prole, si es que se trata del ejemplar que creemos: una hembra que quedó preñada fuera de época y que ya debe haber parido. La preñez la había vuelto una cazadora mediocre, subsistiendo a base de carroña y presas fáciles. Ahora, hambrienta y con crías que alimentar, será peligrosísima.

       -Ya está, podéis soltarme-informó Osmund, al sentirse firmemente a la pared rocosa-. No es que yo quiera hacer esto, señor; pero creo que debo hacerlo.

      Entonces iremos juntos-contestó Balduino, soltándolo-. Algo más, Osmund: mata a la madre, pero respeta las vidas de las crías. No son monstruos, sino seres que luchan para subsistir, como tú o como yo. Y las necesito: trataré de domesticarlas.

       -¡Domesticarlas!-exclamó Osmund. Sabía que al señor Cabellos de Fuego le gustaban los animales, pero aquello parecía demasiado-. Como digáis, señor-concluyó humildemente. Aquel hombre tal vez tuviera murciélagos en la azotea, pero acababa de salvarle la vida, a pesar de sus buenas razones para ni siquiera venir.

       -En la lucha por la supervivencia, a veces es bueno convertir a los enemigos en aliados frente a un adversario aun peor. Y de esto se trata, de la lucha por la supervivencia-dijo Balduino; y no estando muy seguro de no haber dicho una gansada descomunal, prefirió no añadir nada más.
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13 de Enero, 2011    General

XIX

XIX

      Al día siguiente, poco antes del alba, Osmund llegaba a las Gröhelnsklamer, seguido de Ljod. Esta había ido con permiso de Thomen, su padre, a tratar de disuadirlo... En teoría, porque por ahora no iba más allá de intentos, y Ljod no quería abandonarlo ni aun cuando ello significara embarcarse con él en una locura.

       La mañana era especialmente fría, y estaba oscuro aún; y Osmund se hallaba más asustado por los espíritus que, según creía, merodeaban por el lugar, que por los mismos grifos. El caprichoso paisaje de las Gröhelnsklamer, abundante en negras y profundas grutas, curiosos terraplenes y rocas de extrañas formas, en todo lo cual no se sabía si ver la mano de Dios, la del hombre o incluso la del Diablo, favorecía los más lúgubres fantaseos. La persistente negrura de la noche en retirada y la niebla que se levantaba entre las dos paredes del cañón como una procesión de espectros, terminaban de dar forma a un panorama más bien desalentador, sugestivo y siniestro.

        -Es una tontería que no hayas aceptado la ayuda del señor Cabellos de Fuego-dijo Ljod.

       Una parte de Osmund creía lo mismo, sobre todo por las presencias sobrenaturales que, tal vez, lo estaban observando, aunque esperaba que, como todo lo maligno, se retiraran con los primeros rayos de sol; pero otra parte de él quería hacer aquello solo, aunque más no fuera por tozudez.

        -Iré contigo-decidió Ljod, en vista de su fracaso en disuadirlo.

       -No, regresa con tus padres.

       -El señor Cabellos de Fuego dijo que somos compañeros de armas y debemos apoyarnos siempre el uno al otro.

         -Sí, pero ni siquiera has traído armas. Tendría que estar cuidándote todo el tiempo.

        -De acuerdo. Acompáñame: buscaré mi jabalina.

       -¿Y qué sentido tiene que vayamos los dos? Ve sola. Te espero aquí.

       -¿A quién quieres engañar?... Si me fuera de aquí, empezarías a subir solo.

       La discusión se prolongó hasta que oyeron los primeros chillidos de los grifos que partían de caza. Para entonces se habían desvanecido las últimas sombras de la noche, aunque el día amenazaba verse gris como el acero y la niebla seguía allí, no tan espesa como antes, pero lo bastante para estorbar y hasta resultar peligrosa. Las siluetas de los grifos apenas si se entreveían a través de aquella sutil cortina vaporosa; cuando se lograra observar a uno en todo detalle sería muy tarde para escapar de él..

       Todavía siguieron cuchicheando un rato más los adolescentes, diciéndose quién sabía qué. En algún momento se abrazaron, y los labios de cada uno de ellos exploraron mutuamente el rostro del otro, hasta coincidir en un beso. Entre tanto, a su alrededor, se oían los chillidos de los grifos resonando en lo alto.

       Cuando un viento proveniente del Este aceleró la dispersión de la niebla, y con muy pocas ganas, Osmund buscó con la mirada una caverna muy en lo alto de la pared Norte de aquel corredor rocoso: la madriguera del grifo que había matado a su padre. Se trataba de una cueva de boca estrecha, demasiado para que la bestia pudiera atravesarla en pleno vuelo y con las alas extendidas. Pero ante la entrada había un reborde de piedra similar a una meseta de rellano amplio, lo bastante para que la fiera pudiera posarse con cierta dificultad exenta de torpeza. En cuestión de reflejos, los grifos nada tienen que envidiar a los gatos.

       Osmund avanzó en silencio, jabalina en mano, hasta quedar al pie del muro de roca; allí inició el ascenso. De inmediato, cuando el arma que empuñaba se reveló un estorbo para trepar, comprendió hasta qué punto era improvisada aquella aventura, pues le dejaba libre sólo una mano. Tuvo entonces la idea de ceñirla al cinto, punta hacia abajo: de esa forma debía cuidar constantemente que no se fuera deslizando entre el cinturón y su cuerpo y cayera al vacío, o que no se hundiera en su propia carne, pero al menos recuperaba la libertad de la otra mano.

       Ljod lo observaba subir, resignada. Hasta qué punto estaría preocupada por él, que ya no miraba en todas direcciones temiendo ser observada, como había hecho varias veces hasta apenas unos pocos instantes atrás. Porque también ella temía aquel lugar, aunque no tanto por los espíritus; si bien, desde luego, ese temor estaba también latente, sobre todo porque el año anterior había matado a un peligrosísimo convicto evadido de las mazmorras de Kvissensborg que había tratado de ocultarse en el hogar de Ljod, amenazándola a ella, a su madre y a su hermanito en ausencia del padre. El alma de aquel mal sujeto ardía ahora en el Infierno... O eso esperaba ella. En realidad no le importaba tanto dónde estuviera aquel mal espíritu, con tal de que no regresara imbuido de sobrenatural poder para vengarse de su asesina.

       Si bien existía, como ya se ha dicho, este temor, lo opacaba otro mucho más concreto y factible. El convicto en cuestión había huido de Kvissensborg junto con un compinche, aunque luego se habían separado. A este último, Ljod jamás lo había visto... excepto en sueños. En lo profundo de la noche y de su mente dormida, a menudo llegaba a su hogar un forastero al que se brindaba sagrada hospitalidad; pero luego, en algún momento, Ljod entraba en la casa y hallaba asesinada a toda su familia, antes de que una garra espantosa le tapara la boca, impidiéndole gritar, mientras otra le colocaba un cuchillo en la garganta y una voz de acento siniestro le explicaba fríamente quién era y a quién venía a vengar.

       -Me despierto temblando y bañada en sudor. Es horrible-había dicho la joven a Fray Bartolomeo, único confidente de tan espeluznantes pesadillas.

        -Hija, hija, nada tienes que temer-había respondido Fray Bartolomeo, sonriendo-. En primer lugar, conocía a esos dos; no olvides que también en Kvissensborg soy confesor. Seguramente se aliaron para evadirse, pero nada más. Ninguno de ellos pensaba en otra cosa que en su pellejo y sus intereses, y te aseguro que al que logró salvarse le da igual que hayas matado al otro, con tal de haberse salvado él. No volverá en busca de venganzas. Mas, si yo estuviera equivocado y volviese... Bueno, recuerda que, oficialmente, el que liquidó a ese Kniffen fue Anders, el escudero del hereje; de modo que él, y no tú, tendría que afrontar la ira de un eventual vengador.

       Este último punto era más que dudoso. En realidad eran tantos los que sabían de verdad cómo habían sucedido los hechos o daban al menos miras de saberlo, que Ljod creía que ya todos los conocían, y quizás también el convicto fugitivo. Sólo cabía rezar para que el cura tuviese razón al menos en su primera sospecha, la de que el otro no regresaría para vengar a su compañero muerto.

       -De todos modos, hija, si un hombre te ataca y no tienes armas, un consejo: métele la mano bajo sus calzones y le aprietas las bolas. ¡Pero no te acostumbres-advirtió severamente el cura-a meter las manos bajo los calzones de los hombres muy a menudo, ni para otra cosa excepto la que te indiqué!...

        Ljod se había grabado la recomendación en su mente. No se sentía del todo segura (¿y quién habría podido sentirse así tras sufrir la irrupción, en su propio hogar, de un reo peligroso, y verse obligado a matarlo?) y miraba siempre en todas direcciones, a menos que la acompañara alguien cuya presencia garantizase protección, como el señor Cabellos de Fuego. Un tiempo había estado enamorada de él. Hasta cierto punto, seguía estándolo... Como también estaba un poco enamorada de Tarian. Eran fantasías, desde luego; de una forma más realista, era Osmund a quien imaginaba unirse en matrimonio algún día. Ciertamente, más allá de Freyrstrand habría otros muchachos, pero ya estaba muy encariñada con éste, y por eso sufría ahora viéndolo escalar la pared rocosa, expuesto a un peligro mortal.

       En determinado momento, osmund perdió pie y se salvó de la muerte sólo gracias a que velozmente se aferró muy precariamente de unos rebordes. Al mismo tiempo, la jabalina, con tanto movimiento, se deslizó hacia abajo a gran velocidad, de tal manera que quedó sujeta entre el cinturón y el cuerpo del muchacho únicamente por un extremo. Osmund no tenía ningún deseo de que el arma cayera, obligándolo a bajar en su búsqueda y empezar de nuevo el ascenso, situación que podría repetirse hasta el Día del Juicio Final; y en consecuencia, sóltó uno de los asideros para asegurar la jabalina. Viendo todo eso, Ljod estaba con el Jesús en la boca. Deseaba gritarle que no hiciera tal cosa; pero al mismo tiempo, temía sobresaltar con su grito a Osmund y que éste cayese al vacío. Todavía indecisa, advirtió con horror que un potente brazo la inmovilizaba, mientras una mano velluda le tapaba la boca. Pero no iba a dejar que la mataran sin luchar. Se retorció con furia, pateando y asestando golpes a ciegas. Su captor, según entrevió, era un hombre horrible, tuerto y con la cara llena de cicatrices. La mano de la joven se introdujo entre los toscos calzones de cuero del individuo; pero entonces otro rostro mucho más agradable a los ojos de cualquier muchachita, el de Anders, apareció ante ella, llevándose un índice a los labios para sugerir silencio. Ljod se calmó.

       -Grumete-refunfuñó Gröhelle en susurros, soltando a Ljod-: cómo se nota que esta chica ha crecido. Por un lado, arremetiendo ferozmente contra cualquier hombre que se le acerque; por otro, desesperada por meter la mano en la entrepierna del macho más próximo, aunque en este caso creo que su elección era sabia.

       -Pero si iba a apretaros las bolas para haceros doler-observó Ljod inocentemente, a título informativo-. Fray Bartolomeo me dijo que así lo hiciera.

       Gröhelle se encogió de hombros y se acomodó mejor el parche en el correspondiente ojo.

      -Si esas son las prédicas de los curas, se entiende que existan en el mundo mujeres como Helga, la difunta esposa de Lambert-gruñó-. Empiezo a pensar que cuanto éste asegura sobre su bruja es la pura verdad.

       -No os reconocí-se defendió Ljod-. ¿Qué estáis haciendo aquí?

      -Es exactamente lo que yo me pregunto-gimió Gröhelle, quien, como Anders, había debido levantarse más temprano que de costumbre para acompañar a Balduino a las Gröhelnsklamer.

      -Todo está bien, Ljod-dijo Anders, seductor por la fuerza de la costumbre, sonriendo y guiñando un ojo-. Mira, ahí está Balduino.

      En efecto, el pelirrojo, emnos abrigado que Gröhelle y Anders para moverse con más desenvoltura, había enfilado directamente hacia la pared Norte y subía tras Osmund, mostrando más agilidad que éste, aunque como trepador no estaba precisamente en su mejor forma. Por otra parte, Osmund había cometido dos errores cruciales (entre muchos otros), uno de los cuales era no haber traído cierto tipo de gorra cuyo uso solía recomendar Balduino. Esta gorra tenía caras humanas dibujadas o pintadas en todos lados, y tal vez no fuera muy elegante, pero era efizaz disuadiendo a los grifos de atacar, ya que las bestias, creyendo tener a la persona de frente, se abstenían de agredirla. No podía decirse que Balduino diera el buen ejemplo generalmente, pues rara vez se ponía su propia gorra; pero en este caso sí lo había hecho, pues había que extremar todas las precauciones.

      El otro error de Osmund había sido no ponerse guantes, pensando, con cierto fundamento, que restarían sensibilidad a sus dedos. Por desgracia, hacía mucho frío y las paredes de las Gröhelnsklamer estaban revestidas de hielo y nieve que no sólo insensibilizaban los dedos, sino que volvían resbaladizos los riscos y asideros, requiriendo, para cualquier ascenso, de guantes y suelas porosos que evitaran deslices mortales..

        Demasiado pendiente de mantenerse vivo para advertir la presencia de aquellos tres extraños ángeles guardianes, Osmund había subido, con más coraje que destreza, hasta la mitad de la pared rocosa, temiendo nunca llegar a la madriguera del grifo que se había llevado a su padre. Entonces a sus espaldas, en el otro muro de piedra, un enorme grifo macho salió de su propio cubil, espléndido y altivo, con el andar señorial y grácil de los felinos. El adolescente no notó su proximidad: se había impuesto a sí mismo, como norma, no mirar hacia abajo ni hacia atrás: hacia abajo, para no marearse ni asustarse; hacia atrás, porque de todos modos no podría defenderse de una fiera que lo atacara por la retaguardia.

       Su entrenada vista permitió al grifo avizorar aquella figura que se movía con lentitud y torpeza en el acantilado de enfrente. Permaneció atento al avance vertical de la posible presa medio envuelta en jirones de niebla. Su poderoso, elástico cuerpo fue agazapándose, la cola leonina moviéndose nerviosamente de un lado a otro, con todos sus ancestrales instintos de cazador en alerta. Las soberbias alas de águila estaban listas para abrirse en cualquier momento.

       Súbitamente, la maravillosa criatura, impulsada por los fuertes músculos de sus extremidades, saltó hacia adelante y hacia arriba, propulsándose al vacío. las amplias alas se desplegaron, exhibiendo un plumaje de un deslucido color pardo, puesto que no era época de celo. Encogió las patas hacia atrás, arqueando al mismo tiempo el lomo; y la larga cola se tensó hacia la izquierda para permitir a la fiera virar en dirección opuesta. Simultáneamente aleteó un poco, como para cerciorarse de que la fuerza de gravedad ya no pudiera contra ella. Un señor del aire reclamaba una vez más su soberanía sobre los espacios aéreos.

       Acuciada por el hambre, la bestia visualizó una vez más al patético ser que ascendía un poco más abajo, en la pared de enfrente. Instintivamente, supo que la criatura estaba en dificultades y era, por lo tanto, presa fácil. Sin pérdida de tiempo, se abalanzó sobre ella a vuelo planeado.

      A poca distancia de su víctima, estiró la cola hacia abajo, arqueando una vez más el cuerpo para colocarlo en posición vertical a fin de aminorar la velocidad y estrellarse contra el muro rocoso. Batió rápidamente las alas para no caer, y adelantó las garras hacia Osmund, quien se encomendó a Dios. Pero había llegado aún la fiera a hendir sus garras en la presa elegida, que algo atravesó su propio cuerpo, provocándole un dolor atroz y arrancándole un chillido agónico. Osmund gritó, aterrado, y se soltó del único asidero firme que lo sostenía en ese momento; el otro, un esmirriado arbusto leñoso crecido entre la roca, soportó entonces  todo el peso del joven. Pero no tardaron las raíces en empezar a ceder, por lo que Osmund intentó aferrarse a una saliente que resultó ser sólo un cúmulo de nieve, hasta que por último, de puro milagro, su mano halló un reborde extremadamente angosto, al que logró sujetarse mientras el cuerpo del grifo se desplomaba con un ruido seco.

         -Buen tiro, Gröhelle-aprobó Anders-. Yo no me animé. Temía darle a Osmund.

        -Yo también, pero decidí que hasta morir atravesado por una jabalina era preferible para él a terminar en las garras de un grifo-replicó Gröhelle, acercándose a la bestia moribunda de cuyo cuerpo extrajo el arma-. Una pena... Magnífico animal... Así son las cosas-y de inmediato liberó al grifo de sus últimos sufrimientos
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17 de Diciembre, 2010    General

IX

IX

      A esa misma hora, en Drakenstadt, un muchacho de veintiún años daba vueltas y más vueltas en su lecho en la cuadra del Rokkersbjorg, donde se acuartelaban la mayoría de los Caballeros acudidos en defensa de la ciudad. No era el único: entre las sombras distinguía a otros revolviéndose en sus propios lechos y cuchicheando entre ellos.

      ¿Habrán terminado ya? ¿Habrá salido todo bien?, se preguntó nervioso. Escuchó su nombre pronunciado en un murmullo varias camas más allá, y sintió su rostro enrojecer. Efectivamente, ése era él. Tenía la desgracia de serlo.

      Y él era Calímaco de Antilonia, Caballero Custodio de la Doble Rosa, de la estirpe de San Marciano, el León de Antilonia, el santo guerrero. Credenciales ciertamente muy impresionantes, pero que de nada valen si detrás no hay algo sólido respaldándolas. Títulos altisonantes que pueden jugar en contra a quien los posee, si no es digno de ellos.

      Y éste era el caso, porque Calímaco era El Cobarde, María Magdalena: el que, apenas llegado al frente de batalla, se había puesto a llorar de terror. Y que luego se había sumado a la lucha, no por dignidad o por sentido del deber, sino porque aquel terror había sido superado por otro.

      Todavía podía ver en su mente el rostro espantoso de Dunnarswrad, el medio ogro, gritándole con ese potente vozarrón suyo, llamándolo cobarde y profiriendo todo tipo de amenazas. Todavía podía ver en su mente, también, aquel gigantesco y poderoso puño cerrado, agitándose muy cerca de su cara: un puño del que, por su apariencia, se habría dicho que era capaz de demoler hasta el muro más recio.

      Apretó los dientes con odio, pensando en aquel sujeto que lo había alzado en vilo, exhibiéndolo ante todo el mundo. Varios le habían pedido que luchara contra aquel feo y corrosivo sentimiento, y eso era lo que Calímaco hacía; pero con poco éxito.

       Anhelaba, en el fondo de su corazón, que Dunnarswrad muriera o desertara, y desapareciera así de su vida. Pensaba con amargura que aquella misma noche habría sido una excelente oportunidad para librarse de él, ya que varios hombres habían sido enviados a una peligrosa misión. ¡Si hubieran incluido en ella a Dunnarswrad!...

        Pero no sólo no lo incluyeron a él, sino que quienes en este momento se están exponiendo al peligro son dos de los mejores amigos que tengo aquí, pensó.

      Hacía casi dos semanas, en la noche del 22 al 23 de diciembre de 958, tres Jarlewurms habían derribado la Muralla Sur de Drakenstadt y entrado en el Zodarsweick, el barrio más meridional de la ciudad. Uno de ellos, Talorcan el Negro, había caído bajo la espada de Maarten Sygfriedson, Maarten el Bravo, como empezaba a conocérselo tras tan portentosa hazaña. Pero los otros dos se habían refugiado en los bosques, renuentes tanto a invadir solos la ciudad como a volver junto a los otros Jarlewurms.

      Además, era un misterio qué había sido del otrora pacifista Bermudo, el gran Jarlwurm con la rara capacidad de mimetizarse con el paisaje circundante, y a quien se había visto por última vez en el islote hasta entonces conocido como Justizesholmele, pero que pronto pasaría a llamarse Bermudosholmele.

      No se sabía que otros Jarlewurms hubieran logrado remontar el río burlando las poderosas defensas de la Muralla Oeste de la mitad oriental de Drakenstadt, pero estos tres, aparte de varios Thröllewurms que también andaban haciendo maldades por ahí, eran motivo de enorme preocupación en la ciudad. Se había invitado a los pobladores a evacuar la zona, a lo que no todos habían accedido. Quienes consintieron fueron escoltados hasta ser puestos a salvo, o al menos tan a salvo como pudieran estarlo en aquellas circunstancias. Pero una parte del ganado quedó atrás por imposición de las autoridades militares que, desde la muerte del Duque Olav y mientras durara el período de luto, tenían en sus manos el destino de Drakenstadt y de todo el Ducado de Norcrest.
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06 de Diciembre, 2010    General

XXXV

XXXV

      Cuando al día siguiente los centinelas avistaron la inconfundible figura de Méntor descendiendo en una dehesa al sur de la ciudad, Benjamin pidió prestado un caballo y salió al encuentro de los dos mejores amigos que aún le quedaban. No hacía tanto se había visto con ellos, de modo que no hubo demasiada efusividad, aunque sí mucho sentimiento silencioso. Conforme a los deseos de Thorstein Eyjolvson, Dagoberto de Mortissend aprovechó ese momento en que estaban reunidos los tres, y leyó el mensaje del difunto amigo. Contrariamente a lo que habían pensado, la carta no contenía ninguna última y especial petición, excepto la de que fueran tan felices como pudieran y lo recordaran de tanto en tanto. Reflexionaba sobre la Orden del Viento Negro, que había sido el sueño de ellos cuatro y de muchos otros que ya no estaban. A menudo ese sueño había estado a punto de convertirse en pesadilla, pero Thorstein no se arrepentía de haber consagrado su vida a hacerlo realidad, aunque los logros no llegaran a estar jamás a la altura del esfuerzo. Recordaba las veces que Dagoberto, Méntor y Benjamin, ofuscados, agobiados y abatidos, habían estado a punto de renunciar al proyecto, y finalmente no lo habían hecho porque él, Thorstein, les había pedido que se quedasen. Su gratitud, decía, seguiría estando mucho después de que su cuerpo se hubiese deshecho en polvo. Pero si bien deseaba que el sueño no muriera con él, entendía que habría sido muy egoísta de su parte impedirles que vivieran sus vidas según lo creyeran adecuado; de modo que los liberaba del compromiso, agradeciéndoles una vez más. Rogad al Señor que perdone mis faltas, y estad seguros de que allí donde esté, os bendeciré, concluía la carta. En Méntor y en Benjamin, el contenido de la misma había dejado un sabor agridulce, pero Dagoberto estaba sumamente amargado.

      -Volved a leer ese mensaje, pensad en la persona maravillosa que lo escribió y el poco tiempo que vivimos realmente junto a Thorstein, y decidme si no habría sido mejor pasar nuestras vidas divirtiéndonos juntos-dijo.

      -Dago-lo reprendió Méntor-, cuando conocimos al Narigón, a Gudjon, a Sturla y al resto de sus amigos, ninguno de ellos valía nada. Eran unos imbéciles de remate. Tal vez tú mismo lo fueras, pero ellos no sólo te superaban con creces, sino que estaban llenos de ínfulas y, más grave aún, tenían poder. Mala memoria tienes; de buena fuente sé que, al verlos por primera vez, te escandalizó aquel comportamiento según tú poco digno de príncipes y no obstante tan habitual en éstos. El horror del Monte Desolación fue para ellos una aventura, y hallaron el mejor tesoro que puede hallarse, un valioso sueño que dio sentido a sus vidas y los hizo mejorar infinitamente en calidad humana. Muy otro habría sido Thorstein Eyjolvson de no haber mediado tal sueño, y puedes estar seguro de que lo último en lo que habría pensado hubiera sido hacernos sus compañeros de juergas, pues nos hubiera visto con desprecio desde lo alto de su estirpe noble.

      Cada vez que nos encontrábamos, era una verdadera fiesta... No, yo no estoy arrepentido de no haber pasado más tiempo con Thorstein-terció Benjamin-. En el alma de cada persona hay oro y oropel en distintas medidas. La rutina de la convivencia frecuente hace que el oropel resalte más y que se tienda a creer que todo el oro es vulgar imitación. No es así. Al principio, no vi en el alma de Thorstein más que barro; el oro estaba debajo. Sin duda había oropel también; pero no sé cuánto, ni creo que mucho. Hasta Gudjon, sin duda el que más lo trató entre todos nosotros, vio sólo el oro; pero incluso él lo trataba poco en los últimos años. Recuerdo aquella vez que me reencontré con Gudjon luego de no verlo por unos años. Sabéis lo dadivoso que solía ser, y habréis oído que su padre siempre se lo reprochaba. Pues bien, me contó Gudjon que, tras ser herido durante el ataque de Sundeneschrackt a Drakenstadt, se llevó el chasco de que muchos de sus amigos,sus amigos, creyendo que le faltaba poco para exhalar su último suspiro, lo urgían a hacer su testamento. Thorstein todavía no había llegado, y Gudjon casi deseó que no viniera, temiendo decepcionarse de él tanto como de los otros. Pero llegó al fin,  y no le insistió en que dictara su testamento, pese a que a priori él habría estado entre los principales beneficiarios, sino que casi le exigió que se pusiera bien... Gudjon me contó todo esto con lágrimas en los ojos. Creo que hasta aquel incidente, había visto en Thorstein sólo a un compañero de parrandas y aventuras, y que ese día captó el sentido más profundo de la amistad. Tal vez Thorstein se embelleció a sus ojos y luego lo frecuentó menos para no destruir tan hermosa imagen.

      -En realidad tengo entendido que los mantenían separados, como siempre, las necesidades de la Orden y el compromiso de ambos hacia ella-dijo Dagoberto-. No importa. Supongo que me da lo mismo. Sabes, no he tenido oportunidad de participar activamente en esta guerra desde que se inició; y con cierta vergüenza, debo admitir que tampoco lo haré en el futuro. Abandono la Orden. Te aseguro que no es por miedo; simplemente, estoy asqueado de ciertas cosas.

      -Te creo y te comprendo, Dagoberto-contestó Benjamin, sonriendo con tristeza-. Sé que últimamente viste cosas como para que la repugnancia sea inevitable... Pero déjame recordarte que, por suerte, la raza de Adán no es sólo la que invade nidos de Drake y extermina las crías en ausencia de los adultos. Thorstein, Gudjon, yo y tú mismo, con todos los defectos que podamos tener, nos esforzamos por ser cada día mejores, por ser buenos. Gracias a Dios, eso también es ser humano. Con esto no intento retenerte, sólo levantarte un poco el ánimo.

      -Acompáñanos, Ben-sugirió Dagoberto-. Olvídate de esta guerra y hasta de la Orden. A Méntor le conviene que ganen los Wurms, porque con ellos su raza la pasará mejor...

      -No digas zonceras-gruñó Méntor, indignado-. No hables en mi nombre. A pesar de todo, mi corazón está con los humanos en esta guerra. Entre vosotros siempre habrá algún Thorstein Eyjolvson, algún Erlendur Ingolvson, algún Benjamin Ben Jakob... Pero el único Wurm de quien tengo buenas referencias es Bermudo.

      -...y tu propia raza, Ben, no necesita preocuparse por la suerte de esta guerra. Gane quien gane, perdéis vosotros. Es más, creo que os convendría que vencieran los Wurms-continuó Dagoberto, ignorando la interrupción-. No sé si los judíos sois el Pueblo Elegido, pero sí sé que no sois menos hijos de Dios que los demás; algo que siempre se pasó por alto en todos aquellos tiempos y lugares en qu se os exterminó tras quitaros los bienes, como se mata a los animales que ya no son útiles. Piensa muy bien si deseas jugarte en esta causa.

      -No tengo opción. Al menos, es lo que creo-contestó Benjamin-. Si los judíos no somos menos hijos de Dios que los demás hombres, tampoco somos más hijos de Dios que ellos. Por la sangre o la espiritualidad, reclamo mi pertenencia al Pueblo de Dios; pero no se atendería a mi reclamo si no asistiera a mis hermanos en esta hora nefasta. Además, como último homenaje al Narigón, quiero estar en la Orden al menos mientras dure esta guerra. Quién sabe, tal vez él y yo volvamos a encontrarnos en otra vida; tal vez, en bandos enemigos. Si así fuera, no recordaremos que alguna vez fuimos Thorstein Eyjolvson y Benjamin Ben Jakob, amigos y Caballeros de la Orden del Viento Negro. Nosotros no, pero Dios sí. Cuanto le pido al Señor es sólo que, si por alguna locura estuviéramos entonces a punto de matarnos uno al otro, la sombra de la vieja amistad se interponga entre nosotros; que nos miremos a los ojos y nos parezca recordar algo, aun sin saber qué, y nos perdonemos mutuamente la vida, intuyendo que en alguna otra nos conocimos y nos quisimos como hermanos.

      El pico córneo de Méntor se estiró en una sonrisa.

      -Lo sabía-dijo-. La invitación era simple formalidad.

    -No para mí. Tenía la esperanza de que aceptases-dijo Dagoberto de Mortissend.

      Recuerdo que tu madre decía que la función de los árboles viejos es proteger con su copa a los más jóvenes-comentó Benjamin-. Opino lo mismo. A nosotros nos protegió gente como el  señor Federico de Knummerkamp o Knippy Haraldssen. Es nuestro turno de pagar la deuda... a otros. Aunque más no sea estando en el lugar correcto.

      -Entonces, ¿crees que soy algo así como un traidor?-preguntó Dagoberto de Mortissend.

      -No. Como dije, entiendo tus motivos. Además, será mejor que te den por muerto. de lo contrario, tarde o temprano tendrías que comparecer ante lajusticia, llamémosla así, por el asesinato de esos nobles nemoreos... Pero quisiera pedirte un favor antes de que te vayas.

      -Seguro, si está a mi alcance.

      -Antes del treinta y uno de este mes, como quizás recuerdes, tengo que estar junto a mi antiguo discípulo y escudero, Balduino, para decidir si concederle o no el permiso de la Orden para liberar aKehlensneiter y el otro convicto. Hasta mi regreso, quisiera que me reemplazaras en Bersiksbjorg.

      -Cuenta con ello. ¿Has decidido algo al respecto? Yo en tu lugar se lo prohibiría, Ben. Te recuerdo que ese Kehlensneiter es el que casi mató a Gudjon durante el ataque de Sundeneschrackt a Drakenstadt, y que en todas partes donde estuvo dejó recuerdos terroríficos.

      -Conforme a la ciencia cabalística, un día habrá redención hasta para Satán, cuya labor después de todo es parte del plan divino. Pero para todo hay un lugar y un momento... No, no he decidido nada aún. En otro tiempo, en este asunto, habría preferido confiar en el juicio de Balduino: su naturaleza fría y calculadora le ahorraba caer en las trampas de lo emocional. Sin embargo, dices que lo encontraste muy cambiado, más sensible. Quién sabe si esos piratas no le han llenado la cabeza con engaños para instarlo a liberar a sus compinches... Podrías llevarme, Méntor-dijo Benjamin, volviéndose hacia el Drake-. No tengo caballo desde  que murió miSansón. Además, sospecho que luego te irás con este sujeto-señaló a Dagoberto- y que, por lo tanto, ya no volveré a verte.

      -Viajemos juntos, Ben-accedió Méntor-, y así en Fristrande podré señalarte a ese individuo que creo recordar del Monte Desolación, el tal Adam no-sé-cuánto. A propósito, ¿alguna vez se te ocurrió por qué semejante nombre para una cumbre de tan exuberante vegetación y tanta diversidad animal?

      -No, pero luego hizo honor a ese nombre...

      -Ya no. Tuvimos que pasar tan cerca, que nos desviamos para verlo bien. Las inmensas áreas devastadas por la erupción son invadidas ahora por el bosque, y las propias laderas del volcán reverdecen de nuevo. Dentro de unos años, a la gente le costará creer que esas  vastas regiones una vez se convirtieron en páramos de la noche a la mañana debido a una explosión aterradora.

       Benjamin no respondió. Cerró los ojos e imaginó aquello: plantas y árboles creciendo vigorosos en un paisaje antes domiando por la ruina y las cenizas. En los días siguientes al brutal estallido, ¿cuántos no habían llorado de tristeza ante aquellas silenciosas escenas de destrucción?

      Y súbitamente Benjamin Ben Jakob, judío creyente pero no siempre practicante, cabalista y Caballero,  admiró aquel atisbo del misterio del ciclo de la vida y la muerte, y se sintió invadido por una paz interior y una felicidad que tal vez pocos habrían sido capaces de comprender. Sus dos amigos allí presentes sonrieron, en parte contagiados de esa dicha... Y quién sabe, tal vez sonrieron también otros amigos invisibles en la escena, siempre presentes en el recuerdo y en el corazón, y partidos hacia rumbos conocidos sólo por el Señor. Porque la Muerte es el mayor y el último de los enigmas, pero no necesariamente la tragedia que supone la Humanidad.
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03 de Diciembre, 2010    General

XXXIV

XXXIV

      Ese mismo día, en Ramtala, el difunto Gran Maestre del Viento Negro, Thorstein Eyjolvson, hallaba su último lugar de reposo en la Catedral de San Miguel. Allí puede verse todavía su sarcófago de mármol negro, con su estatua yacente encima de él, y este epitafio grabado en la parte frontal:

THORSTEIN EYJOLVSON
(921-959)
Príncipe de Ulvergard
Gran Maestre del Viento Negro
Ahora sabéis cómo nos vemos desde arriba.
Mostradle al Señor nuestra pequeñez y rogadle que se apiade de ella

      La noticia de la muerte de Thorstein se dispersaba a gran velocidad, siendo recibida de maneras muy disímiles. Había sido el verdadero y más grande líder de la resistencia contra los Wurms; el que había reaccionado con más prisa y lucidez y, de esa manera, quizás salvado al Reino. Nadie tenía la menor idea de quién podría reemplazarlo. Por eso, en muchos lugares, había, no sólo ojos arrasados en lágrimas, sino también el más negro pesimismo; la certeza de que, sin él, no tardaría en sobrevenir el último acto de la terrorífica guerra que se estaba librando, con mal fin para el género humano. Pero en muchos otros puntos de Andrusia, la mala nueva venía acompañada de otra noticia tardía y más reconfortante, la de que Drakenstadt aún seguía en pie; algo que en parte del septentrión del Reino se ignoraba hasta ese momento. El señor Eyjolvson ha muerto, pero Drakenstadt resiste aún, pensaban. Todavía hay esperanzas... A veces los mensajeros, en voz baja, añadían por su cuenta algunos detalles. hablaban de que el difunto Gran Maestre había sido visitado por el fantasma de su amigo, el también finado Gudjon Olavson, venido expresamente para anunciarle su muerte inminente. No siempre se creía en la veracidad de esta historia, que además iba deformándose y exagerándose a medida que se propagaba. Muchos combatientes querían creerla en cualquiera de sus versiones. Habían visto morir en decenas de formas a muchos compañeros, a cuál de ellas más horrible. En tales circunstancias, a veces, y quizás demasiado a menudo, se preguntaban si de verdad habría un Paraíso o cualquier otra vida después de la muerte, o si el absurdo final del drama humano residía en la oscuridad de un ataúd. La supuesta vuelta de Gudjon en forma espectral, en tales condiciones, era una bienvenida prueba de que algo había tras el último suspiro, aunque no estuvieran seguros de qué.

      La mañana siguiente a aquélla en que Thorstein y Maarten fueron sepultados en Ramtala y Drakenstadt respectivamente, una araña negra y grande tejía su tela en un rincón de la torre de cierto castillo de la ciudad de Bersiksbjorg, en Halmurik, cuando algo la hizo ponerse en guardia: una mano tendida hacia ella.

      -No seas antipática-dijo una voz masculina, grave y serena, muy grata lo mismo al oído que al alma-. Sube un rato a mi mano...

      Tocó con suavidad uno de los hilos de la tela. La araña, indignadísima, adoptó una pose todavía más combativa.

      -Querida, espero de todo corazón, si los Wurms llegaran hasta aquí, que sientan por nosotros la misma aversión que te tengo a ti...-dijo la voz agradable-. Con la diferencia de que no es mi intención hacerte daño-y como en ese momento se oyeron unos golpes en la puerta, exclamó:- ¡Adelante!

      El joven que entró a continuación tendría unos veintidós o veintitrés años, cabello castaño muy espeso aunque no muy largo, ojos marrones y una gran nariz aguileña muy carnosa. Menudo de estatura, tenía en cambio hombros desproporcionadamente anchos para alguien tan bajo.

      -Buenos días-saludo con voz de constipado.

      -Buenos días, Diego-contestó el hombre de la voz agradable.

      -¿Diego?... Ya me rebautizásteis otra vez-dijo el otro, indignado.                                                     
                                                                                     
      -Oh, lo siento-hasta la misma voz parecía sonreír con amabilidad y petición de disculpa-. me distraigo y me olvido. Es que es tan grande el parecido con vuestro difunto tío... Claro que estaréis harto de oírlo.                                             

     -Birad, hay algo de eso. Pero ya be ha pasado que algo be hartaba y luego be arrepentía de haberbe hartado. De niño, be bolestaban esas tías que, al verbe, ponían cara de idiotas y exclababan¡No lo puedo creer, está enorbe!, como si lo natural fuera quedarse enano por toda la eternidad. Cuando dejé de crecer y seguían diciendo lo bisbobe bolestó más aún; pero pasé a directamente odiarlas cuando hasta ellas se dieron cuenta de que parecían tobarbe el pelo y ya no me dijeron nada. Fue buy duro asibilar que bi tabaño no aubentaría bás y que, cuando quisiera cabalgar un rato, debería bontar un pony... ¿Todavía estáis con esa araña? No la culpéis si os buerde.

       -No la culparé. Cualquier cosa que tenga ocho patas siempre me aterrará y fascinará por igual, y la fascinación viene implícita en el mismo terror, que está ahí para ser vencido.

      -¿Tanto os aterran, todavía, unas simples alibañas?

     -Sí, y siempre me aterrarán.

      -¿Qué sentís, exactabente, al verlas?

     -Un pánico que nunca podríais imaginar, ni yo expresar con palabras. De repente, lo único que parece existir es esa araña que tengo ante mis ojos. Es horrible... Algo que ni a mi peor enemigo desearía.

      -¿Y cóbo hacéis para controlar sebejante horror?

      -Depende del momento. A veces tengo que imaginar que esa araña no existe, o que estoy lejos de ella; pero funciona con los ojos cerrados, rara vez si los abro. Como sabéis, tengo cierta deuda hacia ellas, puesto que gracias en parte a que en una oportunidad me vi de cerca frente a muchas arañas llegué adonde estoy ahora. Otras veces pienso que también ellas son criaturas de Dios. Intento admirar sus habilidades como tejedoras o cazadoras... Un hereje me dijo una vez que mi ángel de la guarda era una araña. De alguna manera, esto resultó cierto. Trato de pensar en ello cuando veo una araña particularmente grande...Claro, es un tanto escalofriante pensarse entre las patas de una gigantesca araña; pero cierro los ojos, imagino y me digo que entre aquellas patas estoy muy seguro. Cuando abro de nuevo los ojos, la araña ya no me parece enorme, sino pequeña. Ya no me causa tanto miedo.

     -¿Y puede saberse qué extraños herejes creen que los ángeles de la guarda son anibales?

     -Los angelitas. Ahora casi desaparecieron del todo, pero hasta unos años después de lo del Monte Desolación, estaban muy extendidos en el centro del Reino. Tengo entendido que empezaron adorando animales como dioses. Creían en el tótem: el espíritu animal protector de cada uno de ellos. La Iglesia trató de desviar esa devoción hacia el Angel de la Guarda, y por eso hay en el centro de Nerdelkrag tantas iglesias consagradas al Santo Angel de la Guarda. El resultado fue que mucha gente siguió venerando al tótem, pero llamándolo Angel de la Guarda. Parece que era una creencia muy difícil de desterrar. Pero ahora, los angelitas fueron reemplazados casi totalmente por otros herejes, en especial por los anselmistas.

       -Raro que vos creyerais en esas cosas...

     -No es que creyera. Deseaba poder ver en la imagen de la araña a una criatura protectora, y no a un ser malvado y de apariencia horrible. Un día, sin proponérmelo, acudió a mi mente la imagen de una gigantesca araña cerniéndose sobre mí, amparándome con su poderoso cuerpo. Fue mientras me estaban torturando. Esa imagen me ayudó a resistir... Ya sabéis qué ocurrió a continuación.

      -Lo creo sólo porque be lo contó bi tío.

      -No os culpo. ¿No mejora ese constipado?

      El joven de la nariz carnosa se preguntó si el otro le tomaba el pelo.

      -Oh, sí . Bucho-contestó-. De hecho, be siento baravillosamente bien. Bejor que nunca en bi vida, salvo el detalle de que por donde paso sepulto a todos en bocos.

      Respuestas como aquélla eran tan habituales en Maximiliano de Cernes Mortes, Mariscal de Halmurik, que más valía a quienes convivieran con él acostumbrarse a ellas, si no querían terminar estrangulándolo. El hombre de la voz agradable no contestó. La araña parecía haberle concedido una tregua, y acababa de subirse a su mano.

      Maximiliano se acercó a la ventana y miró hacia el mar, un tanto de mal humor. Su tío Diego le había enseñado a no hacer diferencias entre nobles y villanos, pero él en particular pensaba que los primeros habrían tenido derecho a ciertos privilegios exclusivos. Por ejemplo, el Altísimo podría dignarse a promulgar una Ley concediendo a los nobles el derecho a no contraer constipados. Asimismo, debía prohibirse a los mosquitos ensañarse con gente de la nobleza. Además, alguien de ancestral linaje podía gozar del privilegio de no padecer demasiado frío ni demasiado calor, ¿no?, y ya que estábamos, del derecho a crecer cuanto se le antojase y de portar una nariz de un tamaño normal...

      -Pues no-deploró con un resignado encogimiento de sus anchos hombros-.Hebe aquí, sufriendo al papá y la babá de todos los resfríos, de tal bodo que el Palacio del Boco (pues esto que tengo ahora supera hasta la ya respetable categoría de naso) ahora es el Palacio del Boco Chorreante... ¿Estatura? Bal, gracias. Ni subir de uno en uno los peldaños de una escalera puedo; be veo obligado a treparlos. Cuando le disputé el Baestrazgo a Tancredo de Cernes Bortes, hubo balvados que be desearon suerte, así por una vez en la vida sabría qué era llegar buy alto... ¿Que si tengo frío? Qué va, apenas si be estoy congelando... Siendo invierno, uno pensaría que al benos los bosquitos de la región habrían pasado a bejor vida. Pero ellos, ni enterados. Para colbo, por el tabaño se parecen a Béntor, están fabélicos be han incluido en su dieta cobo plato principal.

      -Bueno... La Naturaleza puede no haberos favorecido en cuanto a estatura y tamaño de vuestra nariz, pero ya quisieran muchos tener hombros tan anchos como los vuestros.

      -Quisiera poder usarlos para llorar sobre ellos a causa de bi ridícula estatura y descobunal nariz.

      -Tenéis también un magnífico sentido del humor...

      -Es lo único que be queda. Decidbe: ¿por ventura conocéis algún rebedio verdaderabente eficaz contra el constipado? Be recobendaron varios, pero ninguno ha surtido efecto, hasta ahora.

      -Ninguno, que recuerde.

       -¿Contra la jaqueca, tampoco?

       La araña acababa de morder al hombre de la voz agradable. Este no podía culparla por haber perdido la paciencia. Rápidamente la dejó de nuevo en su tela, ocultando de la vista de Maximiliano de Cernes Mortes la mano dolorida y próxima a hincharse, no fuera a ser que el joven se saliera con un nuevo sarcasmo.

      -¿Contra la jaqueca?... Sí, conozco uno-murmuró-. Tengo entendido que da bastante resultado tocar la trompa de un elefante, en especial si éste estornuda.

      Maximiliano de Cernes Mortes se volvió hacia su interlocutor, con la seguridad de estar sobre la pista de la causa por la que los judíos eran tan unánimemente rechazados. A éste en particular él tenía no menos ganas de morderlo que la araña.

      -Qué baravilla... Llabaré a un criado, entonces, para que vaya al bercado y be consiga una docena de elefantes.

      -Oh-dijo el otro, súbitamente consciente de la tontería que había sido su consejo-. No sabía que el de la jaqueca erais vos.

      -Pero si os pregunto por un rebedio para la jaqueca, es evidente, be parece, que lo necesito para , no para Aníbal el Cartaginés-gruñó el Mariscal de Halmurik-. ¡Elefantes!... Quisiera saber de donde sacasteis tan accesible y práctico consejo bédico.

      El hombre de la voz agradable se volvió, olvidando la araña y su tela, y caminó unos pasos hacia Maximiliano y saliendo así de la penumbra. Tenía un rostro feo conforme a los cánones estéticos de la Europa medieval, pero armonioso a su manera, y lo más importante: inspiraba confianza. Su cabellera negra y prematuramente entrecana, revuelta y como hecha de alambres ; su tez aceitunada; su barba ensortijada cubriéndole el mentón, y su típica nariz afilada delataban en el al semita.

      Miró a Maximiliano a los  ojos, sonriendo.

     -Mi antiguo escudero lo leyó de la Historia Natural de Plinio el Viejo-contestó.

      Maximiliano de Cernes Mortes, La Pulga para sus múltiples enemigos y para algunos de sus admiradores, vaciló ante aquella mirada, la mirada de El Justo. Incluso él, el maestro del sarcasmo y los comentarios incómodos y punzantes, hallaba difícil no intimidarse un poco ante aquellas pupilas azabachadas, aunque en éstas no se advirtiese siquiera la sombra de una amenaza o una chispa de maldad.

      -Ajá. Pero a no be sirve-dijo, no sabiendo qué otra cosa decir. Conocía a Benjamin Ben Jakob desde hacía años; pero hasta donde sabía, sólo desde hacía uno o dos había adquirido esa mirada ultraterrena que tan nervioso lo ponía a veces-. Y ahora, ¿qué tal si hacebos algo útil?

      Benjamin asintió, pero la verdad era que su mente estaba en otra parte, en un punto de su vida situado cuatro años atrás, cuando, en concordancia con sus necesidades de proscritos, él y el grupo  de Caballeros bajo su mando habían trasladado su refugio a otra parte, en unas cuevas en las montañas. Se estaban instalando a la luz de unas antorchas, cuando Benjamin, sorpresivamente, se topó con una telaraña y casi cara a cara con su gorda y activa tejedora. Su horror fue tal que pareció salir propulsado de un disparo de catapulta hacia atrás, con el semblante pálido y la mirada desencajada.

      Balduino de Rabenland, quien más tarde sería su escudero, era por entonces sólo un joven bachiller de dieciséis o diecisiete años, y un rostro ya muy expresivo; y en ese rostro confluían en aquel momento muchas emociones mientras su mirada pasaba alternativamente  de la araña a Benjamin. Era obvio  que el hecho no terminaba de cerrarle;  que le parecía el colmo de la cobardía dejarse amedrentar por un animal tan pequeño, pero a la vez no estaba seguro de que todo aquello no fuera una broma. Encogido sobre sí mismo, Benjamin sudaba frío sin parar de estremecerse. A los trece años, lo único que en Balduino podía provocar semejante reacción eran los aullidos de los lobos desgarrando la quietud de la noche, cuando él vagaba solitario tras abandonar el palacio Ducal de Rabenstadt.

      Tal vez ante cualquier otro se hubiera impuesto el desdén, pero aquel era el hombre a quien debía precisamente el fin de aquellos días de angustia y el rumbo que ahora había tomado su vida. Y milagrosamente, reaccionó con una caridad impropia de él. Rodeó con su brazo los hombros de Benjamin, pasando a ser de protegido a protector.

       -Venid. No hay nada que temer-le aseguró.

      Benjamin sabía que no era sensato fiarse de promesas como aquélla, hechas por personas necias y maliciosas que acto seguido terminaban arrojándole la araña a la cara. Así le había sucedido muchas veces. Pero con muy poca frecuencia aparecía en el semblante de Balduino un atisbo de amor al prójimo; y no obstante, cuando tal sentimiento aparecía era sincero, sin dssagradables trampas ocultas. Esta era una de esas ocasiones; de modo que confió en él.

      -Es una pena que no hayáis leído  la Historia Natural  de Plinio el Viejo-dijo el muchacho pelirrojo, llevando a Benjamin hacia la araña sin despegarse de él-. Plinio sentía admiración por las arañas. Por la Naturaleza en general, en realidad. Cuando uno lee la Historia Natural se siente invitado a la aventura; siente que el mundo es un lugar fascinante y lleno de maravillas.

     Un poco más tranquilo, Benjamin alzó los ojos hacia el rostro pecoso de su aprendiz. Era evidente que éste ya se había sumido en su mundo interior, el mundo de Plinio. Como alguna vez debía haberlo hecho el propio erudito, contemplaba embelesado a la araña en su tela, con tanta atención que parecía hechizado. En una de sus brillantes pupilas, Benjamin vio el reflejo de la araña pero, esta vez, no se sobresaltó. Al contrario: se sintió en presencia de Dios, como si el Señor se estuviera valiendo de Balduino para mostrarle que aquello que tanto horror le inspiraba era más bien digno de admiración.  Luego, al mirar a la araña directamente, mantuvo esa tranquilidad.

      Todavía hoy, el recuerdo de aquel reflejo en la pupila del joven pelirrojo le ayudaba a veces a mantener la calma cuando volvía a jaquearlo su eterno terror. Pero eso no quería decírselo a La Pulga. Eso era entre Dios y él. Tal vez Balduino tuviera derecho a saberlo algún día, pero de momento nadie más.

      Lástima que enseguida, después de aquello, maltrató de palabra a Anders y me enojé con él, recordó, torciendo el gesto, mientras él y Maximiliano bajaban las escalinatas de la torre para inspeccionar las defensas y pasar revista a las tropas. hacían buen equipo los dos. A su llegada a Bersiksbjorg habían sido unánimemente rechazados, Benjamin por ser judío y Maximiliano porque Halmurik tenía ya un Mariscal y no necesitaba otro. Pero habían logrado revertir la situación complementándose de maravillas: La Pulga demolía verbalmente la autoridad de los renuentes, y Benjamin construía una nueva en torno a ambos.

      Descendieron la escalinata de la torre y ganaron el patio del castillo, pero una vez allí quedaron atónitos al ver que unos cuantos guardias rodeaban a un mensajero que, evidentemente, acababa de llegar. Unos y otros miraban a Benjamin de una forma que resultaba inquietante. Sin duda el mensajero traía malas noticias, y éstas concernían de manera especial al judío. Este se abrió paso hacia él, seguido de La Pulga; y el joven correo, tras hincar rodilla en tierra, entregó el mensaje. Durante la lectura, Benjamin permaneció impertérrito; pero Maximiliano de Cernes Mortes, cuya estatura diminuta le impedía leer por encima del hombro de su camarada y apenas pudo captar algunas palabras, comprendió sin embargo de qué se trataba.

      Al terminar de leer, Benjamin enrolló de nuevo el mensaje y se lo pasó a La Pulga, y en ese momento lo sacudió un sollozo. Maximiliano, comprensivo, le puso una mano en el hombro.

      -Tomaos el tiempo que necesitéis para reponeros de esto. Hasta entonces me las arreglaré solo-dijo.

      Benjamin asintió, alzó  hacia el cielo su rostro semita y sonrió, y su sonrisa era como el arco iris tras la tormenta. Maximiliano de Cernes Mortes se preguntó qué habría detrás de esa sonrisa en un momento tan triste. Tal vez el hallazgo de que la vida seguía siendo hermosa aun con su cuota de dolor y miseria, o un recuerdo feliz o, quizás, la visión en el Cielo de su amigo muerto... O la dicha de haber sido honrado con la gracia de haber conocido a una persona maravillosa, aunque ésta se hubiera ido para siempre.

      Lo vio regresar sobre sus pasos hacia la torre. Se preguntó si los judíos rezarían Khadish también por los cristianos que les eran queridos y que fallecían.

      Tuvo la certeza de que Benjamin no necesitaría demasiado tiempo para superar aquel golpe. Por suerte: su ayuda le resultaba valiosa de veras.
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23 de Noviembre, 2010    General

XXXIII

XXXIII

      Al término de la misa, unos cuantos Caballeros volvieron al Rökkersbjorg para desayunar; pero Edgardo, cansado y sin ánimo, vagó sin rumbo por la ciudad durante un buen rato. No estaba de humor para hacer sociales ese día.

      -¡Qué éxito!-lo había felicitado Joseph de Urasoil, luego de la arenga en la Catedral-. Creo que hasta Dios te aclama en este momento.

      -Pues a El no lo oigo-fue la respuesta de Edgardo; pero era dudoso que Joseph lo hubiese escuchado por encima del estruendo desatado por el discurso.

      Era como si las energías puestas en la arenga hubieran dejado débil al pelirrojo.

      Volvió al Rökkersbjorg sólo cuando calculó que los demás ya se habrían ido, cada cual a lo suyo: a tomar una guardia, a dormir si volvían de ella, o adonde fuera. Para su sorpresa, Maese Ulrikson lo estaba esperando. El viejecillo estaba cada día más lacónico y más esmirriado; la edad lo consumía. Su entendimiento a veces parecía igualmente consumido pero, por extraño que sonara, en momentos críticos demostraba extraordinaria lucidez: el día anterior había hecho las veces de paño de lágrimas para muchos Caballeros desconsolados por las muertes de Maarten Sygfriedson y Thorstein Eyjolvson.

      -¡Hum!-gruñó al ver a Edgardo, para llamar la atención de éste; y en cuanto la obtuvo, le hizo señas de que lo siguiera.

      Al ritmo en extremo lento que la edad imponía al paso de Maese Ulrikson, llegaron juntos al comedor. El anciano le hizo gestos de que se sentara. Edgardo comprendió que quería servirle un desayuno; de modo que, para complacerlo, tomó asiento a la mesa, aunque no tenía hambre. Quedó maravillado y aturdido cuando el viejecillo regresó trayendo en una bandeja un tazón lleno de leche fresca rebosante de crema y unas cuantas tostadas untadas con miel. A Edgardo le encantaba la leche con mucha crema, tanto como la miel; pero rara vez se servían en el desayuno debido a la escasez y el encarecimiento provocados por la guerra.

      Edgardo estaba confuso. Nunca había hablado con Maese Ulrikson acerca de las preferencias de su estómago, y no entendía como podía haberse enterado de las mismas, sino siendo lo que Ignacio muchas veces decía creer que era el anciano, una especie de misterioso ángel de la guarda enviado por los Cielos para proteger y consolar a los Caballeros.

      -Yo... Maese Ulrikson...-balbuceó tontamente Edgardo, mirándolo.

       El anciano le guiñó un ojo, y Edgardo se sintió emocionado; porque sintió como si, a través de Maese Ulrikson, Dios mismo le hiciera un guiño cómplice y silencioso, diciéndole sin palabras que no había motivo para perder las esperanzas, pero que eso debía quedar, por el momento, como un secreto entre ellos dos. Luego, el viejo se inclinó sobre el pelirrojo, le besó la frente con ternura, como a un nieto muy amado, y se marchó, siempre en el más absoluto silencio.

      Todavía no se había recobrado Edgardo de aquel instante de afecto que valía para él más que todo el oro del mundo, y se disponía por fin a saborear sus tostadas con miel y su tazón de leche con crema, cuando escuchó una voz a sus espaldas:

      -¡Ah, ahora te encuentro por fin! Vine antes, pero no estabas.

      Edgardo volvió la cabeza y lo asaltó una oleada de irrefrenable disgusto al ver a Felipe de Flumbria. Este era la antítesis de Maese Ulrikson: joven y apuesto, pero también frío y repulsivo 

      El pelirrojo se sintió tan chocado por el cambio como si del Cielo lo hubieran arrojado al Infierno.

       -Te has equivocado de dirección-ironizó-. El Palacio Ducal está hacia allá-señaló hacia el Norte-. Aquí sólo se reúne la plebe.

      -No seas sarcástico. He venido a hablar contigo por más de un asunto-repuso Felipe.

      -Bueno, aquí me tienes. Habla-contestó Edgardo, malhumorado y con la boca llena. Pero ni sueñes, siquiera por un instante, con que te convidaré de  MI leche con crema y MIS tostadas con miel, pensó.

      Sin que se lo invitara a ello, Felipe se sentó a la mesa y apoyó los brazos sobre ella. Su imagen era la de una fiera lista para lanzarse al ataque.

      -Robin Haraldssen está en la ciudad-declaró.

      -¿Y quién rayos es Robin Haraldssen? ¿Algo que ver con los banqueros?-preguntó Edgardo.

     -Exacto. Es sobrino de Tuerto Haraldssen, para más datos. A ti tal vez ese nombre no te diga nada, pero Tuerto es un personaje muy conocido en Cernes Mortes. Su padre fue en su momento la oveja negra de la familia; y el hijo siguió por ese camino, pero todavía peor que el padre. Tuerto se sumó durante un tiempo a las Milicias de San leonardo cuando su amigo Federico de Knummerkamp era Gran maestre. Federico tal vez haya sido hijo del Rey Federico III, pero como la Reina le puso los cuernos a éste, sobre el señor de Knummerkamp recayeron sospechas de bastardía... Bueno, todo eso no viene al caso...

      -Demuestras un impresionante talento para el chisme, Felipe, te felicito.

      -Sigues con los sarcasmos. No importa. Sé de buena fuente que Robin, el sobrino de Tuerto, está en la ciudad. Estoy casi seguro de que no es tan oveja negra como su tío. Ha venido a Drakenstadt para hacer fortuna.

      -¿Por qué crees eso, y en qué nos concierne a nosotros?

      -Porque se rumorea de un forastero que ofreció dinero a unos villanos para que le consiguiesen el cuero de esos Jarlewurms muertos anteanoche... El cuero y algo más, una cosa que habría estado oculta bajo el cráneo de cada uno de esos monstruos-Felipe bajó la voz y sonrió con desagradable avidez-: draconita. Una gema de valor incalculable que los dragones tienen incrustada en sus cerebros.

      Edgardo lo miró perplejo.

      -En mi vida oí hablar de ello-dijo-. Pero, ¿y?...

      -Tengo mis razones para sospechar que Bermudo todavía anda por los alrededores-contestó Felipe-. ¿Por qué habría de retroceder, después de todo? El hecho de haber remontado el río le da una ventaja sobre los otros Jarlewurms. Nada ni nadie me convencerá de que ese reptil desperdiciaría una ocasión de conseguir poder sobre sus congéneres. Estoy seguro de que anda por allí, esperando su momento de caer por sorpresa sobre Drakenstadt. Te seré sincero: la gloria que a Maarten Sygfriedson le deparó su combate contra Talorcan me da envidia. Me propongo superarlo, o al menos igualarlo venciendo a Bermudo. Iba a hacerlo solo; pero la ayuda de un valiente como tú sería bienvenida. Si aceptas, reclamaremos como nuestro el cuerpo de Bermudo y, por supuesto, la draconita incrustada en sus sesos. La venderemos y dividiremos ganancias por partes iguales... ¿Qué respondes?

      -Para empezar, que no confío en ti. No es nada personal, al menos en este asunto. Sencillamente, las sociedades creadas para ir en pos de riquezas valiosas no me inspiran confianza. Considero que la codicia hace que una de las partes involucradas acabe traicionando a la otra.

      -Ahora estás siendo insultante. Veremos si sigues siéndolo por mucho tiempo más. Si no quieres ayudarme en esto, lo haré solo o con la ayuda de otro, y asunto terminado. Pero otro tema me trae aquí. Sé que el señor Tancredo de Cernes Mortes y tú estáis enemistados, distanciados o como quieras llamarlo. Ignoro qué sucedió ahí exactamente, pero se rumorea, y corrígeme si me equivoco, que fue a causa de Calímaco de Antilonia. De ser así...

       -Lo de Calímaco fue la gota que rebasó el vaso-interrumpió Edgardo-. Tancredo me cae mal a todo nivel, comenzando por esa separación ostensible que hace entre las dos Ordenes de Caballería.

      -Corrección: entre Caballeros verdaderos y falsos-dijo Felipe-. Calímaco es de nuestra Orden, pero a él el señor Tancredo no lo apañó cuando demostró tanta cobardía durante el último ataque de los Wurms.

      -Si la cobardía es lo que separa a un Caballero auténtico de uno falso, ¿debo entender que Maarten Sygfriedson era uno de los verdaderos?

      -Tampoco. El auténtico valiente desconoce lo que es el miedo. El propio Maarten reconoció que, mientras luchaba contra Talorcan, se aterró como nunca en su vida. Pero no nos vayamos por las ramas. El señor Tancredo de Cernes Mortes ha dicho que te concedería el perdón si se lo solicitabas. Aclaro que él no me ha enviado aquí, sino que yo mismo, por mi cuenta, he venido a hacerte entrar en razones. Anteriormente, cuando te ofrecí matar juntos a Bermudo compartiendo beneficios, insinuaste temer que yo te traicionara. Cree lo que quieras, y yo mismo no estoy seguro, a priori, de ser totalmente impermeable a la traición; pero jamás le jugaría sucio o abandonaría a uno de mis pares. Y tú eres uno de ellos. Enorgulleces a nuestra Orden. Esta mañana, tu discurso reafirmó una vez más tus dotes de liderazgo. Y no olvido cómo desafiabas a la muerte, encaramado en lo alto de las murallas de Drakenstadt, expuesto a los fuegos de los Jarlewurms. Tu intrepidez despertó mucha admiración. Tienes cualidades valiosas, y estoy aquí para persuadirte de que no las desperdicies. Temo que no eliges a tus amigos con buen tino.

      -¿Y cuál sería la elección acertada? ¿Tú? Imagino que habrás bailado en una pata cuando murió Maarten... No necesito amigos así.

      -Si vuelves a ofenderme una vez más, me obligarás a desafiarte a duelo, cosa que no quiero hacer-advirtió severamente Felipe de Flumbria-. No, claro que no me alegró la muerte de tu amigo Maarten. Tampoco me entristeció en particular, eso debo admitirlo. Me resultaba demasiado insignificante para tenerle odio pero, pese a esa insignificancia, lo habría salvado de haber estado junto a él. ¿Puedes decir lo mismo de Ignacio de Aralusia? ¿Nada menos que de Ignacio de Aralusia, el gran amigo de Maarten, a quien sin embargo abandonó cobardemente a la hora del peligro? ¡Sí, sí, no pongas esa cara: uno se entera de las cosas, por mucho que se empeñe el gran Dunnarswrad en ocultarlas como mugra debajo de la alfombra! Ya ves la ayuda que puedes esperar de Ignacio, de Calímaco o de cualquier otro de tus actuales amigos, si tú mismo te vieras en una situación de riesgo... Te repito, creo que con la muerte de Maarten no se perdió gran cosa; y no obstante, yo lo habría salvado. ¿Qué no haría entonces por ti, a quien considero mi igual? Sé que tienes, digamos, cierta inclinación por la así llamada Orden del Viento Negro, sin duda porque es entre sus filas que milita tu hermano...

      -Ni hablar-cortó Edgardo-. Tengo amistad con algunos de ellos, pero no con todos. Cipriano de Hestondrig, por ejemplo, me cae mal. Pero no hago diferencias entre los Caballeros de una u otra Orden por el sólo hecho de pertenecer a una de ellas. Y Balduino nada tiene que ver en esto. Pero entre los Caballeros del Viento Negro que están luchando aquí y los tantos de nuestra Orden que quedaron atrás y nos dejaron solos, mi elección es obvia. De que Balduino estaba en Andrusia y en qué Orden militaba, me enteré más tarde.

      -Eres demasiado rápido para juzgar a los ausentes, sin detenerte primero a indagar los motivos de su ausencia; pero no discutiré eso. Lo que me interesa ahora es que entiendas que en la Orden del Viento Negro los únicos que valen algo, o lo valieron, son nobles: el príncipe Gudjon de Drakenstadt, Thorstein Eyjolvson, quizás Abelardo de Hallustig, muy posiblemente tu hermano. El resto son villanos fingiendo que no lo son. Míralos: ¿qué tienes en común con David Ben Najmani, ese judío? Cuando termine la guerra, ¿irás con él a la sinagoga? ¿O prefieres hacerte hereje, como ese imbécil de Roland de La Mö?... ¿O...?

      -Ya sé que con muchos de ellos no tengo gran afinidad-interrumpió ásperamente Edgardo, que empezaba a hartarse de aquel diálogo inconducente y superfluo-. Cuando la guerra haya concluido, cada cual volverá a sus asuntos, eso es todo. Pero si sobrevivo, jamás los olvidaré, y me dará inmensa alegría cruzármelos de tanto en tanto y saber que sus asuntos marchan bien o, si van mal, tratar de ayudarlos.

      -Pues empieza; porque marcharán mal-replicó Felipe, con voz dura y siniestra-. A menos, claro, que el judío abrace la fe cristiana y el hereje abjure de sus creencias erróneas. Y quienes sean sus aliados caerán con ellos. Deseo que no sea ése tu destino. Por tu hermano no te preocupes. La Caballería se lleva en la sangre; es imposible que estando emparentado con un valiente como tú no sea un Caballero de los de verdad.

      Edgardo estaba a punto de perder los estribos; lamentaba que aquel sujeto viniera a arruinarle el desayuno.

      -Pues por muchas razones prefiero quedarme donde y como estoy ahora-dijo.

      -Enuméralas.

      -En primer lugar, yo no soy valiente, al menos según tu criterio, y no quiero serlo, aunque sí me gustaría superar mi miedo. Dices que me viste encaramado en lo alto de los muros de Drakenstadt. Es cierto. Pero te falta saber que para entonces yo ya me había dado cuenta de que el peligro había pasado, y los Wurms se retiraban. Tal vez hubiera algo de riesgo, pero mínimo, ya que me asomaba para ver por qué todo estaba tan calmo a sabiendas de que algunos indicios parecían demostrar que los Jarlewurms desaparecían en el horizonte, como efectivamente sucedía. Mi mérito era la astucia, no el coraje. No obstante, por tal pasaba; y yo no desengañaba a nadie, porque en ese tiempo anhelaba fama de valiente. Es lo que todos queremos al principio. Pero en mi caso, no si el valor es desconocer el miedo, como tú dices. Hace unos años, sí que me habría gustado, tal vez incluso hace menos de un año. Pero no ahora. Te creo si dices que no sabes lo que es el miedo, aunque nunca lo demostraste en la práctica: sólo así se explica que pienses como lo haces. Pero a mí el miedo me ha hecho valorar más a mis compañeros. Siento por ellos un afecto que no cambiaría ni por todo el coraje del mundo. De modo que no soy valiente y, por lo tanto, no soy digno de ingresar en tu selecto grupo; tan selecto, de hecho, que sois tres o cuatro gatos locos y nada más.

      -Es la calidad y no la cantidad lo que importa-respondió Felipe de Flumbria con abierto desdén.

       -No veo calidad en ti ni en tus amigos, si así podemos llamarlos. Os creeis una élite, pero sois sólo una camarilla de baja estofa. Dices que habrías salvado a Maarten. Puede ser, pero por suerte fue Ignacio quien estuvo ahí, y no tú. Ignacio perdió el valor, y ahora llora y se odia a sí mismo por no haber hallado coraje para rescatar a su amigo o morir con él; en tanto que tú hubieras salvado a Maarten como quien corre a salvar un fardo de grano durante un incendio, o peor. Ese es el valor que le das a la vida humana. Maarten luchó contra Talorcan y lo venció para salvar a la mujer que amaba, su hijo por nacer, sus amigos; Drakenstadt, en suma. Tú ahora buscas matar a Bermudo sólo para superar la hazaña y enriquecerte con tu dichosa draconita... Sí, Felipe, si Ignacio, Calímaco y Maarten son o fueron cobardes, yo también lo soy y quiero seguir siéndolo, además. Mi lugar está junto a ellos, no con tu élite. Y ahora, esfúmate. Me repugnas.

      Felipe se puso de pie, sonriendo burlonamente.

      -Oh, ahora que te conozco un poco mejor, el sentimiento es mutuo. No era posible que disintiéramos en todo, ¿no?-dijo-. Pero yo en tu lugar reflexionaría. Puede que yo sea sólo un espejo bruñido, y que lo que dices que te repugna de mí sea algo que en realidad no sea mío, sino el reflejo de lo que odias en ti.

      -Eso es válido para ambos, Felipe, pero no te preocupes. No importa que seas o no un espejo. Con que nos mantengamos lejos uno del otro, no tendré que ver eso que tanto me asquea.

      -He oído que tu hermano tiene más dignidad que tú. Tal vez él sí sepa apreciar el honor que ahora tú rechazas-dijo Felipe, como con indiferencia.

      Pero distaba de ser un comentario hecho al paso. Quienes se creen el centro del Universo soportan mal a quienes no giran alrededor de ellos. Edgardo venía pregonando mucho sus anhelos de reencontrarse con Balduino, y a Felipe le parecía buen desquite hacerle ver que, tal vez, cuando ambos se reencontraran al fin,  en el fondo siguieran tan separados como hasta entonces.

      Edgardo sonrió con tristeza.

      -Sí, yo también he oído algo de eso-admitió, demasiado dolido para refutar nada-. Será lo que tenga que ser. Lo importante es que cada uno encuentre su lugar en la vida. Yo sé dónde está el mío. Será bueno saber dónde está el de Balduino, aunque no sea el que yo desee.

      Voz y gestos denotaban que el pelirrojo había sido herido, pero no enteramente vencido. Sin embargo, Felipe de Flumbria ya no tenía más argumentos: de modo que se retiró deseándole a Edgardo, en voz alta, que disfrutara de su desayuno. Más bien hubiese querido que se indigestara con él, pero la cortesía obliga a veces a estos arrebatos de insinceridad.


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11 de Noviembre, 2010    General

XXXII

XXXII

      Con las primeras horas de aquel día naciente, en medio de escenas de dolor a menudo terribles y rayanas en el derrumbe anímico, los habitantes de Drakenstadt acompañaron el cortejo fúnebre de Maarten Sygfriedson hasta el sitio donde, al menos provisoriamente, descansarían sus restos: la Catedral de Nuestra Señora, que ya albergaba los cuerpos de varios de los caídos en la guerra contra los Wurms. Maarten el Bravo, el León de Drakenstadt, en otro tiempo había sido muy vapuleado por la misma ciudad que ahora lo lloraba desconsoladamente, aquélla por la que en todo momento había luchado con un valor a toda prueba, que alcanzó su cénit en su increíble victoria sobre Talorcan el Negro el Día de la Gehenna. Por ende era inevitable que muchos creyeran que merecían verse privados de aquel decidido defensor, aunque el precio fuera quedar a merced de los Wurms.

      -Tienes que hablarle a la gente en la Catedral, cuando todos te escuchen; porque se están dando por vencidos-dijo Dunnarswrad a Edgardo de Rabenland.

      ¿Por qué tengo que ser yo quien les hable, y qué sentido tiene?, pensó Edgardo, pesimista. En algún momento caerán las murallas, lo que queda de nuestro coraje y nuestras últimas esperanzas. Es ridículo pensar que podemos ganar.

      -Tu voz es más potente-contestó.

      -Pero tú tienes más labia-replicó Dunnarswrad.

      -No para arengar.

      -Hoy sí.

      Había tenido lugar este diálogo antes de que los restos iniciaran su marcha hacia la Catedral. Edgardo prefirió no responder, en parte porque no quería seguir discutiendo y en parte porque ya era hora de partir. El era uno de los seis portaféretros junto a Dunnarswrad, Ignacio de Aralusia, Calímaco de Antilonia, Joseph de Urasoil y Roland de La Mö. Tomaron cada uno una argolla del ataúd, mucho más pesado que su contenido, y lo subieron a la carroza fúnebre que esperaba en el patio del Rökkersbjorg.

      También Gerthrud Svendsdutter, la novia del difunto Maarten, aguardaba allí. Aquella joven habíase vuelto en pocas horas, de algún modo, la Dama de todos los Caballeros: un símbolo de lo que había que proteger. A la vista del ataúd, bajó la mirada y empezó a llorar silenciosa y convulsivamente, y llevó su diestra al vientre en el que aún no se distinguía su embarazo de dos meses. Aquel llanto, por alguna razón, a Edgardo le produjo el duro efecto de un cachetazo.

      Varios Caballeros rodearon a la joven, solidarios pero sin saber cómo reconfortarla.

       -Gerthrud, querida, mi última promesa a Maarten fue que te entregaría sana y salva en sus brazos, y es lo que pretendo hacer, en esta vida o en la otra. Si te mueres de pena, habré faltado a esa promesa. Por favor, ayúdame-suplicó Dunnarswrad, impotente, en un hilillo de voz inhabitual en tal coloso.

      Edgardo sintió como si le hubieran dado otra bofetada. Una vez más, no supo por qué.

      Ayudaron a Gerthrud a subir a una yegua blanca que abriría la marecha escoltada por Edgardo de Rabenland y Dunnarswrad.

      -Si algún cura se atreve a hablar de uniones pecaminosas, lo mato-murmuró Roland de La Mö, viendo a Gerthrud llevarse una más la mano al vientre.

      -No te preocupes. Ya somos dos-coincidió Joseph de Urasoil.

       -No serán tan faltos de tacto...-opinó Calímaco de Antilonia.

      El cortejo se puso en marcha. Apenas traspasadas las puertas del Rökkersbjorg, un océano humano pareció salir al encuentro del séquito. Caras torvas, rostros arrasados en lágrimas, el día mismo, gris y oscuro, parecía llevar luto. Entre el gentío, Edgardo vio el rostro de Hodbrod Christianson y le sostuvo la mirada a éste, pese a que, para variar, tenía la sensación incomprensible de haber sido abofeteado por una mano invisible.

      Sabía que Hod y sus secuaces habían solicitado permiso para asistir a los funerales de Maarten. Ellos habían presenciado el sorprendente duelo entre Maarten y Talorcan el Negro y su inesperado, emocionante desenlace. Tal vez aquel combate no incidiera, después de todo, en la suerte final de Drakenstadt; pero lo que de verdad había salvado eran las almas de aquellos jóvenes delincuentes. El sacrificio de Maarten les había sido abrumador, y los había empujado, por una vez en su vida, en la dirección correcta. A su manera, Hod era tan responsable de la muerte de Talorcan como el propio Maarten; y tanto él como sus cómplices habían rescatado a mucha gente atrapada entre las ruinas provocadas por el avance Wurm en la ciudad.

      Y allí estaba ahora Hod junto a Andy Anderson, para rendir homenaje a uno de los pocos hombres que habían creído en él y sus amigos; uno de los pocos que habían visto, más que ellos mismos, que no estaban tan podridos como parecía superficialmente.

      El cortejo fúnebre llegó al fin a la Catedral. Los portaféretros desmontaron y ayudaron a Gerthrud a hacer otro tanto.

      -Fuimos unos tontos en no darnos cuenta antes-susurró Joseph de Urasoil a Roland de La Mö-. Ese tal Hrodward de Gälster no llegó ahora por casualidad. Estoy seguro de que el señor Thorstein Eyjolvson lo convocó a Drakenstadt antes de morir.

      -¿Y para qué?-preguntó Roland, escéptico.

      -Te olvidas de que ahí adentro está ese imbécil obispo que se ha hecho forjar una armadura, persuadido de que se le confiará el mando de las tropas, argumentando que los Wurms son criaturas de Satán... Si el regente es tan santurrón como se dice, estará de acuerdo; pero es mejor que entre un obispo sin experiencia militar y un monje guerrero prefiera a este último.

      -Esperemos...-murmuró Roland, antes de que él y Joseph se apresuraran a tomar el lugar que les correspondía como portaféretros.

      Las puertas de la Catedral se abrieron de par en par, y los seis portaféretros y su triste carga avanzaron por la nave principal en un ambiente que olía a mirra, incienso y otras fragancias similares, bajo la luz de cientos de cirios. Ignacio de Aralusia se echó a llorar y elevó durante unos segundos la mirada hacia el techo abovedado, sin dejar de avanzar con los otros hacia el altar mayor, tras el cual ya estaban dispuestos los chantres. La marea humana inundó el templo con rapidez asombrosa; los pasos y gemidos, los carraspeos y las tosesillas, resonaban en la magnífica construcción, concluida apenas cinco años atrás.

      El ataúd fue depositado sobre un catafalco dispuesto ad hoc. Dunnarswrad murmuró unas palabras al oído de Ignacio de Aralusia, y éste, secándose las lágrimas, asintió, y ayudó a Gerthrud a subir al atrio. Acto seguido, el medio ogro se volvió hacia Edgardo y lo miró sin decir nada, pero esa mirada pareció al pelirrojo un cachetazo más contundente que todos los anteriores juntos.

      Entonces Edgardo miró el ataúd, y luego a Gerthrud, intentando adivinar el embarazo tras los flotantes ropajes, y le saltaron lágrimas de negra e impotente rabia. En ese estado de ánimo, se acercó al púlpito. Abajo, la multitud se agolpaba tan apretujada en el enorme templo, que era dudoso que cupiera siquiera un alfiler.

      -Ciudadanos de Drakenstadt-comenzó mesuradamente, con su voz propagándose amplificada y multiplicada en infinitos ecos por las bóvedas, naves y cruceros de la catedral-: estamos aquí para rendir nuestro último homenaje a un grande, uno de los hombres más espléndidos que hayan nacido en esta ciudad; un guerrero cuyo valor hizo estremecer a los mismísimos Jarlewurms, que no habrían podido con él de no haber mediado una estúpida trampa para osos, invisible en medio de la oscuridad. Todos sabemos de su coraje, pero pocos tuvimos el privilegio y el honor de conocer el profundo sentido que él daba a la amistad. Drakenstadt ha perdido a uno de sus más grandes héroes; otros, yo entre ellos, perdimos a un amigo al que nadie podrá reemplazar.

      'No me alcanza la memoria para recordar en este momento a todos los que han muerto en lo que va de esta guerra. Todos ellos fueron hombres buenos, hombres y valientes, asesinados por unos monstruos incapaces de comprender y valorar la justicia y la misericordia. Vuestro príncipe, Gudjon Olavson; el señor Diego de Cernes Mortes, que cayó junto a él luchando frente a la Konniggeidur; Federico de Astrea, Leandro de Agnesia, Andrés de Morcosia, Gregorio de Enduria, Oskar de Pfaffensbjorg... Y recién empiezo. La Casa Ducal de Norcrest ha sido diezmada, de modo que hasta el Duque Olav está muerto; toda su esperanza de continuidad reside ahora en el joven Dagmar. ¿Y qué hay de quienes ni con cristiana sepultura contaron?  ¿De los que fueron devorados vivos por los Wurms? A veces los alaridos de la Matanza del Mar en Sangre desvelan mi sueño. Si hay algo peor que morir de forma tan horrible, es ver a otros morir así y no poder ayudarlos. Hace pocas semanas, el valiente Radurwulf Christianson sucumbió en las alcantarillas, sacrificándose para salvar a sus compañeros. Y luego los muertos el Día de la Gehenna: Guido de Flaurania... Vuestro Duque, el señor Olav, a quien ya he nombrado-su voz se quebró levemente-. Dios los tenga a todos en su santa Gloria.

      La multitud escuchaba atentamente y en silencio la atroz enumeración de cadáveres. Ante alguna alusión que les llegaba de manera personal, aquí y allá se veían reacciones de dolor; pero ninguno provocó tantas a la vez como el recuerdo de la Matanza del Mar en Sangre. Los que estaban al lado de alguien que estallaba en lágrimas buscaban sus manos y se las apretaban, o les daban palmaditas en la espalda.

      La mención de Oskar de Pfaffensborg hizo que Andy pensara en el hermano del difunto, Bruno, quien tenía por delante un buen tiempo en el hospital todavía. Agregó mentalmente a Wilfred a la lista de los caídos.

      Hod Christianson se santiguó al oir el nombre de Radurwulf, el que habiendo sido enviado junto a él a las alcantarillas para perderlo, sin darse cuenta había ayudado a salvarlo en más de un sentido.

      -Tras cada héroe muerto queda mucha gente llorándolo-prosiguió Edgardo-. Por desgracia, no hay mucho tiempo para el llanto, hay que ocuparse de los vivos. Maarten tenía una compañera y un hijo por nacer. Mis compañeros y yo haremos que la señora Gerthrud Svendsdutter, por todos conocida y aquí presente, no quede desamparada; haremos que se le conceda un palacio, un pequeño feudo y una renta. Nada demasiado ostentoso, quizás. Tampoco hay ánimos para ostentar demasiado. Pero alcanzará para que el hijo o la hija de Maarten pueda decirse noble de sangre. Es su derecho, pues su padre lo fue por el corazón. Esa es la primera promesa que arrancaremos al regente.

      'La espada de Maarten, Grönsunna, iba a ser colocada encima de su tumba. Hemos decidido que sea otro su destino. La conservará el señor Hjalmarson, que ha asumido el rol de protector de la señora Gerthrud. Si el hijo de Maarten fuera varón, la espada pasará a sus manos tan pronto adquiera la capacidad de comprender que su padre fue un héroe y que con ella mató a un monstruo temible. Se le enseñará que un arma así no debe empuñarse a la ligera. Una espada puede hacer a un hombre valiente como el león, reza la inscripción grabada en ella. Se enseñará al niño que su padre, Maarten el Bravo, sólo fue el León de Drakenstadt para con los malvados. Se lo instruirá para que sienta orgullo de su padre y para que su padre, desde el Cielo, se enorgullezca de él. Y si fuera niña, se procurará para ella un matrimonio con el mejor hombre que se le pueda encontrar; y entre la dote que recibirá su marido, estará Grönsunna.

       'Tal lo que hemos decidido respecto a Maarten; pero él no es el único que ha muerto en esta guerra. Cada hombre que haya ofrendado su vida en defensa de Drakenstadt es tan héroe como Maarten. Cada viuda, o sus huérfanos o, en fin, sus más cercanos parientes, recibirán una pensión que garantice su sustento. Los alcances de estas pensiones se determinarán cuando las mismas sean asignadas, una vez que termine la guerra. Será tarea de los deudos, un deber, diría yo, impedir que las hazañas de sus queridos muertos caigan en el olvido... Pero para que todo esto se haga realidad, primero es necesario subsanar un inconveniente: los Wurms. Debemos acabar con ellos. debemos destruir a esos monstruos que tanto dolor y muerte han traido a Andrusia Occidental.

      Progresivamente y sin darse cuenta, Edgardo abandonaba el tono comedido con que había iniciado su discurso. La muchedumbre lo escuchaba reprimiendo el aliento. Se notaba en él algo del mismo vigor oratorio de la vélebre arenga de Erlendur Ingolvson al inicio de la guerra; y también estaba presente el de aquella otra que, en Freyrstrande, pronunciaría su hermano Balduino Cabellos de Fuego ante sus Lemmings.

      -Pensamos, claro, que nos estamos haciendo estúpidas ilusiones; que no podemos hacer otra cosa que aplazar un poco más nuestro inexorable fin. Pero yo os digo que pensar de esa manera es un ultraje a la memoria de quienes cayeron luchando contra los Wurms; es escupir y mear sobre sus tumbas. Y no obstante, lo lógico sería pensar que sucumbiremos; pero los valientes lo son porque siguen luchando aun cuando todo está perdido, ¿y acaso era lógico que Maarten venciera a Talorcan? Sintió tal terror, que luego de ese combate estuvo tumbado en el lecho durante todo un día, aquejado de fiebre; a menos, por supuesto, que ésta fuera producto del venenoso ofistón del Wurm. De cualquier manera, lo enfrentó persuadido de que no saldría vivo de ese encuentro. Y venció. Fue el Jarlwurm quien sucumbió en la contienda, aunque hoy estemos llorando a quien esa vez fue vencedor.

      Hizo una pausa, preguntándose si, tal vez, debía concluir su discurso allí mismo. Después de todo, estaba en una iglesia, no en un cuartel. Pero por un lado, un vistazo a la audiencia lo convenció de que ésta se hallaba a gusto con lo que oía, y quería más. Y por otro lado, a él mismo lo embargaba el sentimiento; de modo que ya no intentó dominarse.

      -¡Ciudadanos de Drakenstadt!...-gritó, posesionado, anegado en lágrimas y aporreando el púlpito-. ¡Esta no es sólo la guerra de los Caballeros de la Doble Rosa o del Viento Negro!... ¡No es sólo la guerra de Dunnarswrad y sus soldados!... ¡Esta guerra es tan vuestra como nuestra!... ¡De los carpinteros que construyen y reparan las catapultas, de los que pican y acarrean las piedras que usamos como proyectiles y hasta de los niños que sólo pueden vitorear cada una de nuestras pequeñas victorias!-señaló el féretro-. ¡Nuestros héroes caídos exigen que no nos rindamos ni aun sintiéndonos hendidos en dos de dolor!-volvió a aporrear el púlpito-. ¡DRAKENSTADT SERÁ DEL WURM SÓLO CUANDO LOS PERROS MAÚLLEN, LOS GATOS TENGAN DIEZ PATAS Y LLUEVA DE ABAJO HACIA ARRIBA!-vociferó finalmente, enardecido.

       Ya no pudo continuar. Un rugido ensordecedor estremeció el templo hasta sus cimientos, el bramido jubiloso, vengativo y simultáneo de  cientos, quizás miles de gargantas tan emocionadas como él, que vivaban a Edgardo, a Dunnarswrad, a Ignacio y a todos y cada uno de los que se jugaban la vida en el frente durante cada ataque de los Wurms; gritaban muerte a los monstruos invasores.

      Alguien demasiado entusiasta se apoderó de un candelabro, blandiéndolo como si los Wurms hubieran invadido la Catedral y se dispusiera a combatirlos con la improvisada arma. Las campanas de la Catedral repicaban enloquecidas en impetuoso aleluya, destacando entre ellas el sonido de la mayor, La Gorda Adelia, eterna trasmisora de noticias funestas, ya que por lo general se la hacía repicar para anunciar la muerte en combate de alguien. Ahora parecía vaticinar desgracia a los mismísimos monstruos culpables de tanta tragedia.

      -¿Quién es este muchacho pelirrojo? Me parece vagamente conocido-preguntó Hrodward de Gälster a Landelino de Urifernia, que estaba a su lado. Y tras repetir la pregunta para hacerse escuchar por encima de los vítores, se esforzó a su vez por oír la respuesta:

       -El señor Edgardo de Rabenland, Caballero de la Doble Rosa... Magnífico guerrero y excelente persona, por cierto. ¿Por qué?

        -Ah, Rabenland... Con razón, ahora caigo-gruñó Hrodward-. Viniendo de Christendom hacia aquí, tuve un asuntillo con otro pelirrojo. Algunos gestos de vuestro amigo me lo recordaban. Era un tal Balduino de Rabenland; sin duda, un pariente suyo.

        -¡Balduino!-exclamó Landelino, riendo sarcásticamente-. Lo conozco... Un bastardo repugnante como no es posible hallar otro. Edgardo y él son hermanos, pero en carácter no se parecen en nada, son el día y la noche. ¿Y decís que tuvisteis un asuntillo con él? ¿Qué ha hecho ahora ese majadero, si puede saberse?

      -A mí, nada, en realidad-contestó Hrodward-, pero tuvimos un entredicho... por decirlo suavemente... del que acabamos, creo, en buenos términos. En realidad, tiene una mirada agradable...

      Landelino se quedó de una pieza. Balduino... ¿Nada menos que Balduino tenía mirada agradable? ¿Estaban hablando de la misma persona, o Hrodward habría conocido a Balduino hallándose totalmente embriagado?

      -...pero, por su bien, más vale que no lo pesque de nuevo maltratando a un animal. Tener mascotas no da derecho a descargar sobre ellas la propia frustración-concluyó Hrodward de Gälster, terminando de anonadar a su interlocutor.

      Este necesitó de unos segundos para reponerse antes de recuperar el habla.

      -Pero, un momento-dijo al fin, confuso-. Balduino no es así. Ni tiene mirada agradable, ni sería capaz de maltratar a un animal. De hecho, creo que su único punto a favor es, precisamente, su amor hacia los animales...

      -¿Sí?-preguntó Hrodward, con el aire distraído de quien sólo oye tonterías y trata de pensar en otra cosa para no discutir.

      Landelino estudió el semblante de Hrodward, hasta que éste se volvió para mirarlo, molesto por tal escrutinio. Hrodward parecía cuerdo y no entregado a la bebida; sin embargo, el retrato que hacía de Balduino de Rabenland no tenía pies ni cabeza, ni era explicable más que por la locura o la ebriedad... Súbitamente se estremeció: había una tercera posibilidad, y no le gustaba nada.

      -No mencionéis nada de esto a Edgardo, os lo ruego-dijo a Hrodward-. Empiezo a preguntarme si Balduino no habrá sido asesinado y suplantado por un impostor. Que hallase mal fin,  nada tendría de sorprendente: allá en Fristrande lo rodeaba una chusma peligrosa, ni más ni menos que el tal Sundeneschrackt y su banda entre otros, y él no era persona querible ni mucho menos. Lo que no entiendo es para qué alguien querría hacerse pasar por él, como por fuerza tendría que haber sucedido si tratasteis con alguien que dijo ser él y que tan poco se le parece. Por repugnante y soberbio que fuera Balduino, Edgardo lo recuerda con afecto; así que ahorrémosle tan dolorosas sospechas, al menos hasta saber exactamente qué pasó.

      -Como gustéis-concedió Hrodward, y no volvieron a cruzar palabra durante el resto de la ceremonia..

      Los seis portaféretros se disponían a bajar del atrio, junto con Gerthrud Svendsdutter. El clamor enardecido de los asistentes aún estaba lejos de extinguirse.

      -Vuestra enemistad con este joven pelirrojo es un error, Tancredo-señaló Evelio de Agnesia, Segundo Maestre de la Orden de la Doble Rosa desde la muerte de Guido de Flaurania el Día de la Gehenna.

      -Si lo es, lo ha cometido él, de todos modos-contestó Tancredo de Cernes Mortes, en apariencia sin alterarse.

      -No sé qué pasó entre vosotros dos, pero mirad qué carisma tiene, y el poder de sus palabras sobre las multitudes. Os digo que necesitamos a este muchacho entre nosotros.

      -No tanto como para que yo me rebaje a suplicarle, Evelio.

      -¿Ni tanto como para perdonarlo, si él os lo pidiera?

      -¡Ah, eso sí!... ¡Sin reparos!

       Extraña es a veces la gente. Edgardo le había faltado el respeto a Tancredo, y éste lo detestaba por ello; pero como el descomedimiento había tenido lugar en privado, nadie conocía el exacto alcance de la humillación, y en momentos como éste, el Gran Maestre podía engañarse a sí mismo y mostrar cierta condescendencia que lo hacía quedar como un gran señor afligido por la irreverencia de un subordinado, firme en su decisión de no ceder prontamente a la misericordia, pero en el fondo dispuesto a otorgarla. Era un papel agradable de representar.

       Evelio de Agnesia se volvió hacia el joven Caballero que tenía a su diestra.

      -Felipe, encargaos de que Edgardo de Rabenland se acerque a nosotros. Es demasiado valioso para dejarlo desperdiciarse-ordenó.

      Felipe de Flumbria, joven con el coraje de un águila y el hambre de carroña de un buitre, alzó su rostro de facciones privilegiadas, pero afeado por la soberbia, la ambición y la intriga que afloraban desde lo profundo de su alma.

      -Dadlo por hecho, señor-repuso.

      Y paseó la mirada por su entorno, lo que en su caso podía ser indicio tanto de profesionalismo en la carrera de las armas como de sigilo conspirador, cualidades ambas muy típicas del estrato más juvenil de la camarilla arribista que rodeaba a Tancredo de Cernes Mortes. Fue así que vio, cerca de las puertas de la Catedral, una mano que se alzaba una y otra vez por encima del gentío. Oteó un poco más, y distinguió un semblante conocido.

       -Dsipensadme-rogó a sus compañeros, retrocediendo hacia la entrada en la medida en que el gentío se lo permitía.

      El griterío se había acallado por fin, y en medio de una solemne atmósfera se iba a dar inicio a la misa de réquiem.

       -¿Quién es ése?...-preguntó en susurros a Andy un gentilhombre que le era desconocido, muy probablemente uno de los Caballeros venidos el pasado 22 de diciembre junto con el Senescal Mayor, Justiniano de Charmalles.

       Andy miró en la dirección indicada. Dio la impresión de que el ondular de una víbora venenosa le hubiera resultado más edificante.

      -Uf...-gruñó-. Es el señor Felipe "No-me-junto-con-el-populacho" de Flumbria. Para Su Distinguida Majestad, alojarse en el Rökkersbjorg como un Caballero común es ofensivo: se hospeda en el Palacio Ducal.

      -¿No deberías ser más respetuoso al referirte a un Caballero?-lo amonestó con suavidad el gentilhombre.

      -El señor Hjalmarson me enseñó que el respeto debe merecerse. Felipe de Flumbria hace exactamente lo contrario.

       Hodbrod Christianson se volvió hacia ambos, molesto por tanto diálogo en medio de una ceremonia fúnebre.

      -¿No podríais dejar cualquier discusión para después de la misa?-intervino; y Andy y el gentilhombre se callaron.

      Las bellas voces de los chantres colmaban la Catedral cuando Felipe de Flumbria alcanzó por fin la entrada, reuniéndose con su escudero, al que, estando todavía junto a Tancredo de Cernes Mortes y Evelio de Agnesia, había visto entrar al templo.

      -¿Qué novedades me traes?-preguntó, ansioso.

      -No las que esperáis, señor, pero creo que son importantes.

      -Habla.

       -Un forastero anduvo por el bosque ayer por la mañana, ofreciendo monedas de cobre a cuantos villanos encontraba, para que descendieran al abismo en el que se precipitaron los dos Wurms compañeros de Talorcan. Pretendía que los desollaran y le trajeran, no sólo la piel de los monstruos, sino también algo, no se qué, que encontrarían bajo sus cráneos. A los aldeanos les pareció demasiado trabajo, y el forastero tuvo que triplicar la paga para que aceptasen. Señor, no sé si habrá conexión entre una cosa y otra, pero el otro día, en la posada, vi una cara que me pareció conocida, aunque en ese momento no supe identificarla. Y ahora caigo en la cuenta de quién es: Robin, el sobrino de Tuerto Haraldssen, el panadero; pariente por lo tanto de los Haraldssen, los banqueros.

      -¡Ah... ése!-respondió Felipe de Flumbria, fingiendo indiferencia, aunque el corazón le había dado un vuelco ante el dato-. Bueno, tanto Robin como su tío pertenecen a una rama de ovejas negras de los Haraldssen, poco amantes de las riquezas. Tuerto fue muy aventurero en su juventud, según he oído decir. Se ve que el sobrino ha decidido ir tras los pasos del tío. En mi opinión, no es un dato relevante, Celso, pero te agradezco tu celo. Sigue alerta y firme en la misión que te encomendé.

      Celso hizo una inclinación de cabeza y dio media vuelta. Los ojos de Felipe de Flumbria centelleaban de codicia.
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11 de Noviembre, 2010    General

XXXI

XXXI

      A la mañana siguiente, muy temprano, Andy Anderson visitó la Lumpenshaas provisto de una misiva que entregó al alcaide de la fortaleza. Ni éste ni Andy sabían leer, de la misma manera que Dunnarswrad, quien había dictado el texto del mansaje, no sabía escribir. No obstante, el alcaide reconoció el sello, el garabato colocado por el medio ogro a modo de firma y la contraseña convenida con éste, que solicitó y obtuvo de Andy.

      -Acompañad al muchacho-ordenó a uno de sus guardias, tras breve diálogo con Andy.

      Minutos después, con un chirrido desagradable, se abría la puerta la puerta de una oscura y húmeda celda donde había varios muchachos encerrados, y un carcelero retiraba el grillete que aprisionaba a un adolescente cuyo tabique nasal mostraba indicios de haber sido partido alguna vez durante algún intercambio de puñetazos. También tenía una cicatriz horrenda bajándole por la mejilla izquierda, desde la comisura del labio inferior hacia el mentón, para luego, caprichosamente, volver a subir contorneando el rostro hasta casi alcanzar la oreja.

      -Christianson, se te concede tu petición-dijo el guardia que acompañaba a Andy.

     -¿Sólo a mí? ¿Y los demás?-preguntó el muchacho liberado del grillete.

      -Todos, por turnos, tendréis permiso para ir a la Catedral luego de la ceremonia. De uno en uno-contestó Andy-. Si alguno huyese, los demás pagaríaiss por él.

      -¡Si no estamos en condiciones de huir a ninguna parte!-protestó Hodbrod Christianson.

      -Drakenstadt no se fía de vosotros, y el señor Hjalmarson menos que nadie. Admite que hay motivos-respondió fríamente Andy.

      -¡Para torturarnos durante los entrenamientos no tiene problemas en sacarnos a todos juntos!-replicó Christianson, embargado de ira.

      -Eso es distinto. Mientras entrenáis, todo el tiempo tenéis custodia permanente. Hoy, por desgracia, las condiciones son otras, muy propicias para una eventual fuga; y no hay quien os custodie, salvo yo, y sólo porque me ofrecí voluntariamente a ello. De modo que os vendré a buscar por turnos, y os quiero en todo momento junto a mí en tanto estéis fuera de esa celda.

      No intimidaba a Andy que Christianson fuera algo mayor que él, ni tampoco su fama de líder de delincuentes juveniles. Demostraba gran autoridad al hablarle, porque le bastaba imaginar la reacción de Dunnarswrad si aunque más no fuera uno de aquellos malhechores se fugara. Tal idea desvanecía cualquier timidez o apocamiento.

      -Entonces me quedo-gruñó hostil y tercamente Hod-. O todos, o nadie.

      Los otros muchachos cautivos y engrillados hicieron gestos de protesta:

      -No, Hod, ve. Luego iremos los demás.

      -Sí, Hod, tienes que ir, tú mismo lo dijiste. Le debemos ese gesto al señor Sygfriedson, a quien Dios guarde.

       Hodbrod Christianson lo pensó un momento hasta que por fin, de muy mala gana, accedió. Se incorporó con cierta torpeza, ya que tenía sus miembros dormidos, y avanzó hacia la puerta, con paso lento y rígido, gimiendo de dolor. Andy reprimió la risa: aquello le era familiar, muy, muy familiar...

      -¿Cuánto hace que el señor Hjalmarson os tiene entrenando?-le preguntó, mientras la puerta de rejas volvía a cerrarse tras ellos.

      -Dos semanas. Maldito hijo de puta-contestó Hod, de muy mal talante.

       -No lo quieres mucho, ¿eh?-preguntó Andy, con gesto fingidamente inocente; y la respuesta no se hizo esperar, furibunda y enérgica:

       -¿Que si no lo quiero?... ¡Ojalá se lo coma un Wurm!-gritó Hod, y Andy lanzó una carcajada-. ¡Morboso de mierda, cómo goza con nuestra desgracia!

      -Todavía estás a tiempo de cambiar el entrenamiento por el patíbulo-señaló Andy, sonriendo. Había pasado por los mismos sentimientos que ahora sacudían a Hod, y sabía que no serían eternos.

      -Eso querría él, ¡pero no le daré ese gusto!

       Andy le palmeó la espalda, sonriendo con nostalgia, pensando en su propio entrenamiento durante sus inicios en el Leitz Korp.

      -Lo vas a querer mucho-le aseguró-. Quién sabe, quizás incluso más que yo.
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Eduardo Esteban Ferreyra

Soy un escritor muy ambicioso en lo creativo, y de esa ambición nació EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO, novela fantástica en tres volúmenes bastante original, aunque no necesariamente bien escrita; eso deben decidirlo los lectores. El presente es el segundo volumen; al primero podrán acceder en el enlace EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO I: INICIO. Quedan invitados a sufrir esta singular ofensa a la literatura

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