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EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO II
La segunda parte de la más extraña trilogía de la literatura fantástica, publicada por entregas.
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13 de Enero, 2011    General

XIX

XIX

      Al día siguiente, poco antes del alba, Osmund llegaba a las Gröhelnsklamer, seguido de Ljod. Esta había ido con permiso de Thomen, su padre, a tratar de disuadirlo... En teoría, porque por ahora no iba más allá de intentos, y Ljod no quería abandonarlo ni aun cuando ello significara embarcarse con él en una locura.

       La mañana era especialmente fría, y estaba oscuro aún; y Osmund se hallaba más asustado por los espíritus que, según creía, merodeaban por el lugar, que por los mismos grifos. El caprichoso paisaje de las Gröhelnsklamer, abundante en negras y profundas grutas, curiosos terraplenes y rocas de extrañas formas, en todo lo cual no se sabía si ver la mano de Dios, la del hombre o incluso la del Diablo, favorecía los más lúgubres fantaseos. La persistente negrura de la noche en retirada y la niebla que se levantaba entre las dos paredes del cañón como una procesión de espectros, terminaban de dar forma a un panorama más bien desalentador, sugestivo y siniestro.

        -Es una tontería que no hayas aceptado la ayuda del señor Cabellos de Fuego-dijo Ljod.

       Una parte de Osmund creía lo mismo, sobre todo por las presencias sobrenaturales que, tal vez, lo estaban observando, aunque esperaba que, como todo lo maligno, se retiraran con los primeros rayos de sol; pero otra parte de él quería hacer aquello solo, aunque más no fuera por tozudez.

        -Iré contigo-decidió Ljod, en vista de su fracaso en disuadirlo.

       -No, regresa con tus padres.

       -El señor Cabellos de Fuego dijo que somos compañeros de armas y debemos apoyarnos siempre el uno al otro.

         -Sí, pero ni siquiera has traído armas. Tendría que estar cuidándote todo el tiempo.

        -De acuerdo. Acompáñame: buscaré mi jabalina.

       -¿Y qué sentido tiene que vayamos los dos? Ve sola. Te espero aquí.

       -¿A quién quieres engañar?... Si me fuera de aquí, empezarías a subir solo.

       La discusión se prolongó hasta que oyeron los primeros chillidos de los grifos que partían de caza. Para entonces se habían desvanecido las últimas sombras de la noche, aunque el día amenazaba verse gris como el acero y la niebla seguía allí, no tan espesa como antes, pero lo bastante para estorbar y hasta resultar peligrosa. Las siluetas de los grifos apenas si se entreveían a través de aquella sutil cortina vaporosa; cuando se lograra observar a uno en todo detalle sería muy tarde para escapar de él..

       Todavía siguieron cuchicheando un rato más los adolescentes, diciéndose quién sabía qué. En algún momento se abrazaron, y los labios de cada uno de ellos exploraron mutuamente el rostro del otro, hasta coincidir en un beso. Entre tanto, a su alrededor, se oían los chillidos de los grifos resonando en lo alto.

       Cuando un viento proveniente del Este aceleró la dispersión de la niebla, y con muy pocas ganas, Osmund buscó con la mirada una caverna muy en lo alto de la pared Norte de aquel corredor rocoso: la madriguera del grifo que había matado a su padre. Se trataba de una cueva de boca estrecha, demasiado para que la bestia pudiera atravesarla en pleno vuelo y con las alas extendidas. Pero ante la entrada había un reborde de piedra similar a una meseta de rellano amplio, lo bastante para que la fiera pudiera posarse con cierta dificultad exenta de torpeza. En cuestión de reflejos, los grifos nada tienen que envidiar a los gatos.

       Osmund avanzó en silencio, jabalina en mano, hasta quedar al pie del muro de roca; allí inició el ascenso. De inmediato, cuando el arma que empuñaba se reveló un estorbo para trepar, comprendió hasta qué punto era improvisada aquella aventura, pues le dejaba libre sólo una mano. Tuvo entonces la idea de ceñirla al cinto, punta hacia abajo: de esa forma debía cuidar constantemente que no se fuera deslizando entre el cinturón y su cuerpo y cayera al vacío, o que no se hundiera en su propia carne, pero al menos recuperaba la libertad de la otra mano.

       Ljod lo observaba subir, resignada. Hasta qué punto estaría preocupada por él, que ya no miraba en todas direcciones temiendo ser observada, como había hecho varias veces hasta apenas unos pocos instantes atrás. Porque también ella temía aquel lugar, aunque no tanto por los espíritus; si bien, desde luego, ese temor estaba también latente, sobre todo porque el año anterior había matado a un peligrosísimo convicto evadido de las mazmorras de Kvissensborg que había tratado de ocultarse en el hogar de Ljod, amenazándola a ella, a su madre y a su hermanito en ausencia del padre. El alma de aquel mal sujeto ardía ahora en el Infierno... O eso esperaba ella. En realidad no le importaba tanto dónde estuviera aquel mal espíritu, con tal de que no regresara imbuido de sobrenatural poder para vengarse de su asesina.

       Si bien existía, como ya se ha dicho, este temor, lo opacaba otro mucho más concreto y factible. El convicto en cuestión había huido de Kvissensborg junto con un compinche, aunque luego se habían separado. A este último, Ljod jamás lo había visto... excepto en sueños. En lo profundo de la noche y de su mente dormida, a menudo llegaba a su hogar un forastero al que se brindaba sagrada hospitalidad; pero luego, en algún momento, Ljod entraba en la casa y hallaba asesinada a toda su familia, antes de que una garra espantosa le tapara la boca, impidiéndole gritar, mientras otra le colocaba un cuchillo en la garganta y una voz de acento siniestro le explicaba fríamente quién era y a quién venía a vengar.

       -Me despierto temblando y bañada en sudor. Es horrible-había dicho la joven a Fray Bartolomeo, único confidente de tan espeluznantes pesadillas.

        -Hija, hija, nada tienes que temer-había respondido Fray Bartolomeo, sonriendo-. En primer lugar, conocía a esos dos; no olvides que también en Kvissensborg soy confesor. Seguramente se aliaron para evadirse, pero nada más. Ninguno de ellos pensaba en otra cosa que en su pellejo y sus intereses, y te aseguro que al que logró salvarse le da igual que hayas matado al otro, con tal de haberse salvado él. No volverá en busca de venganzas. Mas, si yo estuviera equivocado y volviese... Bueno, recuerda que, oficialmente, el que liquidó a ese Kniffen fue Anders, el escudero del hereje; de modo que él, y no tú, tendría que afrontar la ira de un eventual vengador.

       Este último punto era más que dudoso. En realidad eran tantos los que sabían de verdad cómo habían sucedido los hechos o daban al menos miras de saberlo, que Ljod creía que ya todos los conocían, y quizás también el convicto fugitivo. Sólo cabía rezar para que el cura tuviese razón al menos en su primera sospecha, la de que el otro no regresaría para vengar a su compañero muerto.

       -De todos modos, hija, si un hombre te ataca y no tienes armas, un consejo: métele la mano bajo sus calzones y le aprietas las bolas. ¡Pero no te acostumbres-advirtió severamente el cura-a meter las manos bajo los calzones de los hombres muy a menudo, ni para otra cosa excepto la que te indiqué!...

        Ljod se había grabado la recomendación en su mente. No se sentía del todo segura (¿y quién habría podido sentirse así tras sufrir la irrupción, en su propio hogar, de un reo peligroso, y verse obligado a matarlo?) y miraba siempre en todas direcciones, a menos que la acompañara alguien cuya presencia garantizase protección, como el señor Cabellos de Fuego. Un tiempo había estado enamorada de él. Hasta cierto punto, seguía estándolo... Como también estaba un poco enamorada de Tarian. Eran fantasías, desde luego; de una forma más realista, era Osmund a quien imaginaba unirse en matrimonio algún día. Ciertamente, más allá de Freyrstrand habría otros muchachos, pero ya estaba muy encariñada con éste, y por eso sufría ahora viéndolo escalar la pared rocosa, expuesto a un peligro mortal.

       En determinado momento, osmund perdió pie y se salvó de la muerte sólo gracias a que velozmente se aferró muy precariamente de unos rebordes. Al mismo tiempo, la jabalina, con tanto movimiento, se deslizó hacia abajo a gran velocidad, de tal manera que quedó sujeta entre el cinturón y el cuerpo del muchacho únicamente por un extremo. Osmund no tenía ningún deseo de que el arma cayera, obligándolo a bajar en su búsqueda y empezar de nuevo el ascenso, situación que podría repetirse hasta el Día del Juicio Final; y en consecuencia, sóltó uno de los asideros para asegurar la jabalina. Viendo todo eso, Ljod estaba con el Jesús en la boca. Deseaba gritarle que no hiciera tal cosa; pero al mismo tiempo, temía sobresaltar con su grito a Osmund y que éste cayese al vacío. Todavía indecisa, advirtió con horror que un potente brazo la inmovilizaba, mientras una mano velluda le tapaba la boca. Pero no iba a dejar que la mataran sin luchar. Se retorció con furia, pateando y asestando golpes a ciegas. Su captor, según entrevió, era un hombre horrible, tuerto y con la cara llena de cicatrices. La mano de la joven se introdujo entre los toscos calzones de cuero del individuo; pero entonces otro rostro mucho más agradable a los ojos de cualquier muchachita, el de Anders, apareció ante ella, llevándose un índice a los labios para sugerir silencio. Ljod se calmó.

       -Grumete-refunfuñó Gröhelle en susurros, soltando a Ljod-: cómo se nota que esta chica ha crecido. Por un lado, arremetiendo ferozmente contra cualquier hombre que se le acerque; por otro, desesperada por meter la mano en la entrepierna del macho más próximo, aunque en este caso creo que su elección era sabia.

       -Pero si iba a apretaros las bolas para haceros doler-observó Ljod inocentemente, a título informativo-. Fray Bartolomeo me dijo que así lo hiciera.

       Gröhelle se encogió de hombros y se acomodó mejor el parche en el correspondiente ojo.

      -Si esas son las prédicas de los curas, se entiende que existan en el mundo mujeres como Helga, la difunta esposa de Lambert-gruñó-. Empiezo a pensar que cuanto éste asegura sobre su bruja es la pura verdad.

       -No os reconocí-se defendió Ljod-. ¿Qué estáis haciendo aquí?

      -Es exactamente lo que yo me pregunto-gimió Gröhelle, quien, como Anders, había debido levantarse más temprano que de costumbre para acompañar a Balduino a las Gröhelnsklamer.

      -Todo está bien, Ljod-dijo Anders, seductor por la fuerza de la costumbre, sonriendo y guiñando un ojo-. Mira, ahí está Balduino.

      En efecto, el pelirrojo, emnos abrigado que Gröhelle y Anders para moverse con más desenvoltura, había enfilado directamente hacia la pared Norte y subía tras Osmund, mostrando más agilidad que éste, aunque como trepador no estaba precisamente en su mejor forma. Por otra parte, Osmund había cometido dos errores cruciales (entre muchos otros), uno de los cuales era no haber traído cierto tipo de gorra cuyo uso solía recomendar Balduino. Esta gorra tenía caras humanas dibujadas o pintadas en todos lados, y tal vez no fuera muy elegante, pero era efizaz disuadiendo a los grifos de atacar, ya que las bestias, creyendo tener a la persona de frente, se abstenían de agredirla. No podía decirse que Balduino diera el buen ejemplo generalmente, pues rara vez se ponía su propia gorra; pero en este caso sí lo había hecho, pues había que extremar todas las precauciones.

      El otro error de Osmund había sido no ponerse guantes, pensando, con cierto fundamento, que restarían sensibilidad a sus dedos. Por desgracia, hacía mucho frío y las paredes de las Gröhelnsklamer estaban revestidas de hielo y nieve que no sólo insensibilizaban los dedos, sino que volvían resbaladizos los riscos y asideros, requiriendo, para cualquier ascenso, de guantes y suelas porosos que evitaran deslices mortales..

        Demasiado pendiente de mantenerse vivo para advertir la presencia de aquellos tres extraños ángeles guardianes, Osmund había subido, con más coraje que destreza, hasta la mitad de la pared rocosa, temiendo nunca llegar a la madriguera del grifo que se había llevado a su padre. Entonces a sus espaldas, en el otro muro de piedra, un enorme grifo macho salió de su propio cubil, espléndido y altivo, con el andar señorial y grácil de los felinos. El adolescente no notó su proximidad: se había impuesto a sí mismo, como norma, no mirar hacia abajo ni hacia atrás: hacia abajo, para no marearse ni asustarse; hacia atrás, porque de todos modos no podría defenderse de una fiera que lo atacara por la retaguardia.

       Su entrenada vista permitió al grifo avizorar aquella figura que se movía con lentitud y torpeza en el acantilado de enfrente. Permaneció atento al avance vertical de la posible presa medio envuelta en jirones de niebla. Su poderoso, elástico cuerpo fue agazapándose, la cola leonina moviéndose nerviosamente de un lado a otro, con todos sus ancestrales instintos de cazador en alerta. Las soberbias alas de águila estaban listas para abrirse en cualquier momento.

       Súbitamente, la maravillosa criatura, impulsada por los fuertes músculos de sus extremidades, saltó hacia adelante y hacia arriba, propulsándose al vacío. las amplias alas se desplegaron, exhibiendo un plumaje de un deslucido color pardo, puesto que no era época de celo. Encogió las patas hacia atrás, arqueando al mismo tiempo el lomo; y la larga cola se tensó hacia la izquierda para permitir a la fiera virar en dirección opuesta. Simultáneamente aleteó un poco, como para cerciorarse de que la fuerza de gravedad ya no pudiera contra ella. Un señor del aire reclamaba una vez más su soberanía sobre los espacios aéreos.

       Acuciada por el hambre, la bestia visualizó una vez más al patético ser que ascendía un poco más abajo, en la pared de enfrente. Instintivamente, supo que la criatura estaba en dificultades y era, por lo tanto, presa fácil. Sin pérdida de tiempo, se abalanzó sobre ella a vuelo planeado.

      A poca distancia de su víctima, estiró la cola hacia abajo, arqueando una vez más el cuerpo para colocarlo en posición vertical a fin de aminorar la velocidad y estrellarse contra el muro rocoso. Batió rápidamente las alas para no caer, y adelantó las garras hacia Osmund, quien se encomendó a Dios. Pero había llegado aún la fiera a hendir sus garras en la presa elegida, que algo atravesó su propio cuerpo, provocándole un dolor atroz y arrancándole un chillido agónico. Osmund gritó, aterrado, y se soltó del único asidero firme que lo sostenía en ese momento; el otro, un esmirriado arbusto leñoso crecido entre la roca, soportó entonces  todo el peso del joven. Pero no tardaron las raíces en empezar a ceder, por lo que Osmund intentó aferrarse a una saliente que resultó ser sólo un cúmulo de nieve, hasta que por último, de puro milagro, su mano halló un reborde extremadamente angosto, al que logró sujetarse mientras el cuerpo del grifo se desplomaba con un ruido seco.

         -Buen tiro, Gröhelle-aprobó Anders-. Yo no me animé. Temía darle a Osmund.

        -Yo también, pero decidí que hasta morir atravesado por una jabalina era preferible para él a terminar en las garras de un grifo-replicó Gröhelle, acercándose a la bestia moribunda de cuyo cuerpo extrajo el arma-. Una pena... Magnífico animal... Así son las cosas-y de inmediato liberó al grifo de sus últimos sufrimientos
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publicado por ekeledudu a las 14:33 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
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SOBRE MÍ
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Eduardo Esteban Ferreyra

Soy un escritor muy ambicioso en lo creativo, y de esa ambición nació EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO, novela fantástica en tres volúmenes bastante original, aunque no necesariamente bien escrita; eso deben decidirlo los lectores. El presente es el segundo volumen; al primero podrán acceder en el enlace EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO I: INICIO. Quedan invitados a sufrir esta singular ofensa a la literatura

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