Blog gratis
Reportar
Editar
¡Crea tu blog!
Compartir
¡Sorpréndeme!
¿Buscas páginas de iii?
EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO II
La segunda parte de la más extraña trilogía de la literatura fantástica, publicada por entregas.
« Blog
Entradas por tag: iii
Mostrando 11 a 20, de 37 entrada/s en total:
11 de Noviembre, 2010    General

XXX

XXX

      Dio qué pensar en Drakenstadt la llegada de Hrodward de Gälster. Era un tanto extraño aquello de que el gran Maestre de las Milicias de San Leonardo enviara nada menos que a su lugarteniente a combatir en Drakenstadt, y sin ponerlo al frente de bienvenidos refuerzos; lo que habría parecido más lógico. Cuando se le preguntó, Hrodward dijo al respecto que Christendom, donde se hallaban acantonadas las Milicias, era demasiado extensa y se hallaba excesivamente desprotegida; de modo que el señor Fabián de Trívonis no podía prescindir de más de un hombre. Esto era tanto más creíble cuanto que las Milicias de San Leonardo nunca habían constituido una hueste numerosa debido a las rígidas exigencias requeridas para ingresar en sus filas.

       También llamaba la atención en Hrodward de Gälster que no parecía tratarse de un hombre particularmente inclinado a la santidad o al estudio de las Santas Escrituras, aunque al menos tampoco tenía aspecto de fascineroso. Se consideró la posibilidad de que fuese un impostor, pero se la descartó enseguida: aparte de que los documentos que validaban sus palabras tenían aspecto de auténticos, el latín de aquel hombre era impecable, parecía excepcionalmente diestro en las armas, sus modales eran refinados, y su mirada sincera. Todavía más, parecía un poco agrandado, según advirtieron sutilmente los pocos que tuvieron ocasión de hablar con él. La soberbia era, precisamente, un pecado que se veía con mucha frecuencia en los Caballeros de San Leonardo; algo ciertamente notorio en una Orden que predicaba para sí misma la humildad.

      Aun así, las Milicias de San Leonardo habían sido respetadas y honradas por mucha gente y temidas por muchas personas a lo largo de su no muy extensa historia. Más que sus habilidades guerreras, era su condición de monjes lo que intimidaba. En una época en que la religión tenía mucho peso en la vida de los seres humanos, era inevitable sentir que tener en contra a las Milicias de San Leonardo era tener en contra al mismo Dios. Así que la mayoría en Drakenstadt se abstuvo de hacer o decir algo que pudiera ofender al recién llegado; lo que no quiere decir que su presencia fuera grata para todos, o que algunos no desconfiasen. El Gran Maestre de la Doble Rosa, por ejemplo, dijo a sus íntimos:

       -En lo que a nosotros respecta, este Hrodward de Gälster es un don nadie. Si ha venido a apoyarnos contra los Wurms, que lo haga y que se contente con eso. Desde el momento en que las Milicias quebrantaron la ley para hacerse cómplices de una Orden clandestina y protectora nada menos que de herejes, han perdido toda credibilidad.

      -Es un pedante, un vanidoso-desaprobó Felipe de Flumbria, aunque aquello de ver la viga en el propio ojo por lo visto no era su fuerte-. Está convencido de que bastarán unos pocos días para que el regente ponga las tropas bajo su mando.

      Enemigo acérrimo de todo entendimiento innecesario con la Orden del Viento Negro, Felipe de Flumbria tenía hambre de gloria. A raíz del valor exhibido el Día de la Gehenna había obtenido, por fin, un anhelado puesto en el Consejo de Guerra y estaba firmemente decidido a conservarlo y a seguir ascendiendo posiciones y conquistando fama. Para su desgracia, hasta ahora sus hazañas se habían visto opacadas por las de otros, sobre todo por las de Maarten Sygfriedson, militante para colmo del bando rival.

      -¡Humpf!...-gruñó Tancredo de Cernes Mortes-. Y lo peor es que posiblemente resulte cierto. Radurwulf Leifson es un beato. Todos hemos oído ese rumor según el cual pensaba poner al obispo de Drakenstadt, Monseñor Larson, al frente de las tropas, por encima incluso de ese palurdo de Hreithmar Hjalmarson. Es más, de buena fuente sé que el obispo estaba haciéndose forjar una armadura.  Teniendo que optar entre un hombre de fe y otro de fe y armas, lo lógico sería que Leifson escogiera al segundo.

      -¿Y a quién apoyaremos nosotros llegado el caso? No nos conviene ninguno de los dos-dijo Felipe de Flumbria.

      -Al obispo; será más fácil coaccionarlo y hacerlo marchar en el sentido que mejor nos convenga. Este Hrodward de Gälster ni de lejos me cae bien.

      Tancredo de Cernes Mortes y su camarilla no eran los únicos que recelaban de Hrodward de Gälster. Que no le pidieran a Roland de La Mö respeto hacia el clero, ni aunque éste vistiera de armadura. En los bosques de La Mö, según la tradición, la Madre de Dios se había aparecido a un par de niños en un sitio donde de inmediato brotó un manantial. El descarado comercio que ahora hacían allí los clérigos, vendiendo sobre todo agua bendita a los peregrinos, hacía añorar a Jesús expulsando a los mercaderes del Templo; y si el descreído Roland de La Mö profesaba la herejía anselmista, ello era más que nada una forma de rebelión contra aquella simonía monda y lironda.

      A Roland no se le había escapado el hecho de que Hrodward llegaba a Drakenstadt con esas pretensiones jerárquicas en un momento en que, tal vez, la suerte lo favoreciera para alcanzarlas, y creía que difícilmente se tratara de una coincidencia. Alguien debía haberlo puesto al corriente de sus buenas posibilidades al respecto.

      -Parecéis hombre de muchos secretos, señor-dijo a Hrodward, como quien no quiere la cosa.

      -Los Caballeros de San Leonardo siempre fuimos gente de secretos muy bien guardados, como bien lo sabe vuestra Orden-replicó Hrodward-. Estipulad vos mismo si ello fue para bien o para mal.

       No quedó más remedio a Roland que callarse. Porque, efectivamente, la complicidad y el silencio de las Milicias de San Leonardo habían garantizado la supervivencia de la Orden del Viento Negro; de modo que ningún miembro de ésta tenía derecho a hacer críticas si sus protectores también mantenían sus bocas cerradas acerca de otros temas. Por ende, aunque a regañadientes, no quedaba a Roland más remedio que aceptar el laconismo y la reserva de Hrodward de Gälster.
Palabras claves , , , ,
publicado por ekeledudu a las 11:36 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
06 de Noviembre, 2010    General

XXIX

XXIX

      El camino de Drakenstadt a Ramtala avanzaba por territorio casi llano en su totalidad. A Ignacio de Aralusia le pareció una planicie helada y, salvando los cuervos que graznaban entre las ramas calvas de los árboles, muerta. Aquí y allá había casuchas e incluso grupos de casuchas de cuyas chimeneas salían serpenteantes estelas de humo, y en cuyos alrededores se veía gente trabajando, niños jugando en la nieve y perros brincando en torno a ellos. Había vida, en suma; pero el ánimo es muy selectivo, según su estado, con lo que advierte en su entorno; y a Ignacio el mundo parecíale haberse vuelto un cementerio sin fronteras. El día, frío, oscuro y ventoso, hacía pocos méritos para que fuese de otro modo; pero cuando más tarde hubo algo de sol, imprimiendo al firmamento la impresión de un épico campo de batalla donde contendieran luz y oscuridad, los sentimientos de Ignacio no variaron.

      Cabalgó al frente de sus hombres escoltando la carroza que portaba los restos de Thorstein Eyjolvson, hasta que vio una comitiva similar avanzando hacia ellos, pero que no llevaba féretro alguno. Ambos grupos se detuvieron a cierta distancia uno del otro, pero Ignacio adelantó su caballo y el líder de la partida de Ramtala hizo otro tanto.

      -Ignacio de Aralusia-se presentó éste, inclinando la cabeza.

      -Erlendur Ingolvson-respondió el otro, imitándolo.

       Ignacio lo miró. El de Erlendur era un rostro agraciado, pero tan lleno de contrastes como el día mismo, de tal modo que parecía un retazo de cielo hecho carne: su lacia melena castaña y la adustez de su expresión le conferían los matices sombríos de los más tétricos nubarrones, pero la mirada limpia y noble de sus ojos azules y la palidez de su semblante hacían pensar en atmósferas despejadas con sólo algunas nubes albas iluminadas por el sol. Daba la impresión de ser solitario como el águila que vuela demasiado alto.

      Recordó que éste era quien, al frente de una flota de guerra, había fustigado a los piratas de las Kveisungersholmene hasta su sorpresivo encuentro con los Wurms, siendo el primero en reportar la presencia de éstos frente a las costas del continente.

      -Es un honor conocerte. Lamento que tenga que ser en estas circunstancias-dijo.

      -El honor es mío-contestó Erlendur.

      Se miraron a los ojos un momento, cada uno de ellos deseando estar en el lugar del otro.

      -Fue culpa mía que el señor Eyjolvson muriera. Lo lamento-dijo Ignacio.

      -Estoy seguro de que no fue culpa de nadie-discutió Erlendur-. Estas cosas pasan, eso es todo.

      -Gracias por tus palabras, pero el hecho es que los abandoné como un cobarde, a él y a Maarten Sygfriedson.

      -No sé qué hubiera hecho yo en tu lugar.  Criticar es fácil. No seas tan duro contigo mismo. He oído hablar de ti: comandaste el rescate de las dotaciones de Vestwardsbjorg y Östwardsbjorg, de modo que nadie puede negar tu coraje y voluntad. En todo caso, si tienes culpas, puedes expiarlas salvando a otros. No eres el primero ni serás el último al que le flaquee el valor en el peor momento. Yo, en vez de temer cada vez menos a los Wurms, cada día les temo más. Paga a otros cualquier duda que tengas con Maarten y el señor Eyjolvson; es lo que ellos hubieran querido.

      Ignacio no respondió; algo en el cielo, a espaldas de Erlendur, atraía su atención.

      -¿Ese no es Méntor?-preguntó al cabo de un rato.

      Erlendur se volvió. Algo volaba en el horizonte, pero no resultaba sencillo discernir si se trataba de algo grande que se hallaba a mucha distancia o de algo pequeño y cercano.

       -Qué raro... Parecería que sí-murmuró.

      Aquello le daba mala espina. Dagoberto de Mortissend se hallaba en Ramtala al enterarse de la noticia de la muerte de su amigo Thorstein Eyjolvson. Erlendur había quedado con él en escoltar los restos hasta las afueras de Ramtala, adonde Méntor daría su último adiós a Thorstein. Aquel cambio de planes significaba que algo iba mal. ¿Estarían los Wurms atacando Ramtala?

      -Traigo un mensaje para entregar al señor Ben Jakob-dijo Ignacio-. El señor Eyjolvson quería que lo llevara el señor Dagoberto de Mortissend.

      -Bueno, si ése es Méntor, el señor de Mortissend vendrá jineteándolo; de modo que tú mismo podrás dárselo-contestó Erlendur.

       Ignacio ordenó adelantar que transportaba los restos del difunto Gran Maestre del Viento Negro. Erlendur. Erlendur hizo entonces ademán de levantar la tapa del ataúd.

      -No lo hagas. No mires-aconsejó sabiamente Ignacio.

       Pero la necesidad de saber, o simplemente la mera curiosidad, pudieron más en Erlendur. Entreabrió el féretro, miró el interior y rápidamente volvió a cerrarlo con un golpe seco. Apoyó sus brazos en el ataúd y hundió el rostro entre ellos, horripilado. Ignacio no tuvo suficiente presencia de ánimo para recalcarle que se lo había advertido.

      -¿Murió enseguida?-preguntó.

      Ignacio no supo qué contestar, tanto por no saber qué era enseguida como por debatirse entre la disyuntiva de ser desoladoramente franco o mentir de manera piadosa.

      -Ninguno de los dos llegó vivo a Drakenstadt-respondió al fin.

      -Pero no murieron instantáneamente, ¿no?

      Traicionado por sus vacilaciones, Ignacio optó por la sinceridad, pero endulzándola de la única manera que se le ocurrió:

      -No, Erlendur. Murieron mientras intentábamos llevarlos a la ciudad para que recibieran mejor atención médica, aunque creo que nada habría podido hacerse. Murieron como vivieron: valientemente, exhortándonos a no rendirnos y dándose mutuos ánimos.

       Tal vez fuera cierto, tal vez el señor Eyjolvson y su antiguo escudero hubieran muerto como lo que habían sido en vida, como héroes... Pero, ¡qué difícil era ver un héroe en aquella cosa que había en el féretro! Erlendur se preguntó si todos y cada uno de los que aún resistían en el frente de batalla encontrarían el mismo final horrible.

      En ese momento una gran sombra se proyectó sobre ellos, deformada, desde lo alto. Méntor había llegado, siempre con Dagoberto de Mortissend jineteándolo. Era la primera vez que éste no vestía de negro, o la primera, al menos, que Erlendur e Ignacio lo veían usando ropas de otro color. De alguna manera, esto pareció una nueva anomalía. No era el ataque Wurm temido por Erlendur pero, de todos modos, algo terrible estaba ocurriendo o iba a ocurrir.

       El gran reptil volador descendió con la misma ingrávida majestuosidad de siempre y plegó sus alas. Dagoberto de Mortissend, más ágil y desembarazado sin la armadura, bajó deslizándose en tobogán por el anca de la criatura. Tanto él como Méntor se veían sombríos.

      Ante ambos, los hombres presentaron armas. Erlendur intentó hablar con Dagoberto, pero éste lo detuvo con un gesto de la mano.

      Méntor avanzó hacia el ataúd, con su característico andar señorial, seguido por su jinete. Contra lo esperado, ninguno de los dos lloró a la vista del féretro, ni se detuvieron ante él más de un minuto. Asintieron con la cabeza. como si recién ahora tomaran nota de la pérdida; y luego de apartaron rápidamente.

      -¡Hombres de Nerdelkrag!...-exclamó Dagoberto, alzando la voz para que todos los presentes lo oyeran, y pasando la mirada entre los guerreros-. Pretender que un perro defienda la casa si se ha vivido moliéndolo a palos es demasiado. Tenedlo en cuenta, ya sea que os toque hacer de perro o de amo-y aunque nada más dijo, fue palpable la rabia envenenando tan breve discurso.

      Méntor tomó la palabra. El no necesitó gritar. Su hermosa voz, grave y potente como el trueno y a la vez diáfana y agradable como el murmullo del arroyo, era audible para todos:

      -Haced de cuenta que ese féretro está vacío-dijo-. Había prometido a Thorstein... al señor Eyjolvson... que un día lo llevaría sobre mi lomo para que supiera cómo se ven las cosas desde allá arriba. Ya no debo cumplir mi promesa. El ascendió a los cielos por su cuenta; hacia allí arriba, y hacia ninguna otra parte, deberéis mirar cuando su ausencia os sea penosa. Ahí lo encontraréis, protegiéndoos y amandoos más que cuando lo teníais ante vosotros, prisionero de la carne; pues desde lo alto, las maldades y pecados se empequeñecen demasiado para no sentir compasión por los seres humanos, cualesquiera sean éstos; y hasta el más encendido encono se trueca en amor cuando se está allí.

       El discurso había emocionado a los hombres, que permanecieron unos segundos en silencio antes de estallar, espontáneamente, en una larga y estruendosa ovación, dedicada lo mismo a Méntor que a Thorstein Eyjolvson. Erlendur e Ignacio no se unieron a ella: no pudieron. Algo en las palabras de Dagoberto y Méntor tenía sabor a última despedida. Los dos jóvenes oficiales lo captaron a la vez, y se miraron entre el terror y el desconsuelo: pero fue Erlendur quien miró a Méntor y formuló la pregunta en voz alta:

       -Vais a dejarnos, ¿verdad?

       -Sí, lo lamento-murmuró Méntor; y los últimos vítores ahogaron su respuesta, pero tampoco era preciso oírla.

       -Pero, ¿por qué?-preguntó Ignacio, casi al borde de la desesperación-. ¿En qué os hemos ofendido?

       Dagoberto y Méntor podían ser muy buenos líderes. Ignacio lo sabía, y no podía entender que abandonaran la lucha en un momento tan delicado.

       -En nada-replicó Méntor-, pero temo que ya hice por la Humanidad cuanto podía hacer.

       -¿Y...vos?-preguntó Ignacio, volviéndose hacia Dagoberto de Mortissend-. Seréis muy criticado si os vais ahora. Dirán de vos que sois cobarde; y lo parecerá, aunque no sea cierto.

       -Sabes, muchacho, no me interesa la opinión que tenga de mí gente a la que a mí no me interesa, si me permites el juego de palabras.

       -Al menos decidnos qué pasó... Porque algo ha pasado, estoy seguro, para que toméis semejante decisión justo ahora.

      -Sí, algo ha pasado, es verdad-contestó bruscamente Dagoberto de Mortissend-. Ha pasado que ni bien me asomé a la calle, en Ramtala, recibí abucheos. La gente considera a Méntor indirectamente responsable de lo que pasó. Opina que él debió persuadir a los de su especie para que nos apoyaran contra los Wurms, y que yo debería haberlo incitado a ello. Me dijeron de todo. Piensan de mí que soy un hipócrita por deplorar una muerte de la que nos creen responsable a Méntor y a mí.

       -Os abuchearon, decís; pero ¿y los vítores que acabáis de oír ahora?-arguyó Erlendur-. ¿No cuentan para nada?

       -Nos gustarían menos vítores y abucheos, y más comprensión-replicó tranquilamente Méntor-. Fui vitoreado por decir las palabras que todos querían escuchar, y abucheado porque no hice lo que se esperaba de mí. En suma, mientras sea complaciente, todo irá bien, pero que ni se me ocurra dejar de serlo, porque lo pagaré caro.

       -Muy poco derecho tiene la estirpe humana a exigir nada a los Drakes, ¡muy poco!-intervino Dagoberto de Mortissend, iracundo-. Bastante suerte tenemos ya de que éstos no sean agresivos, de que odien la violencia; pues, si así no fuera, los tendríamos del lado de los Wurms, no del nuestro. Y merecido lo tendríamos, por la crueldad e injusticia con que los hemos tratado siempre. Con que no tomen parte a favor nuestro, pero tampoco en contra, deberíamos darnos por conformes; pues bien, parece que no basta.

       -Más de una vez, al mirar hacia abajo en pleno vuelo, veía la actividad humana, y pensaba en hormiguitas industriosas-dijo Méntor, sonriendo en forma añorante, sus ojos sin pupila brillando con mucha intensidad-. Desde allí arriba os veis conmovedores... Pero como toda hormiga, tenéis aguijones, y vuestras picaduras duelen.

       -También los Wurms nos ven como hormigas, pero tendrán mucho menos miramiento que los Drakes para pisotearnos como a tales-comentó sarcásticamente Dagoberto de Mortissend-. Ojalá que en la hora de su total ruina recuerde al menos el ser humano que fue el principal artífice de su desgracia, y se arrepienta de corazón, y no sólo por miedo... A los veinte años se está lleno de energía, ímpetu y ganas de cambiar el mundo. Yo ya no tengo veinte años, ni la paciencia que tenía a esa edad, tal vez ni entonces mucha, pero sin duda más que ahora. Peor todavía: me van quedando pocos amigos con quienes compartir decepciones. Méntor es uno de esos pocos; su compañía me es más grata que la de la mayoría de mis congéneres humanos. Así que, por mí, que éstos se vayan al Infierno, que ellos se lo buscan. Si Méntor se cansó y se va, yo me voy con él.

       -¿Y el señor Ben Jakob?-preguntó Erlendur.

       -Precisamente iremos a verlo para comunicarle nuestra decisión e invitarlo a que se nos una-contestó Dagoberto-. Ya no está el Narigón al frente de la Orden, sino sólo el imbécil de Cipriano de Hestondrig, que es manejable y complaciente. Esto significa que cuando termine la guerra, si los Wurms no nos hacen el favor de ganar, los judíos, Caballeros o no, volverán a ser perseguidos o marginados. Gane quien gane, ellos perderán... Amén de muchas otras injusticias a las que la Orden consentirá también, por supuesto. No sé en realidad si a los judíos les conviene apoyar a uno u otro bando; pero creo que hasta bajo los Wurms la pasarían mejor que bajo el régimen de sus congéneres cristianos. Al menos con ellos su fin sería más rápido.

       Ante las desgracias que se les anunciaba, Ignacio y Erlendur se sintieron aún más desanimados. Méntor lo notó, y trató de cambiar de tema:

        -Benjamin no vendrá con nosotros-dijo-. Se lo propondremos, pero no vendrá. El seguirá apostando por la Humanidad.

      Ignacio echó mano de una bolsita de cuero que traía atada a la cintura y sacó de ella un rollo de pergamino.

      -Esto es para el señor Ben Jakob-dijo al dárselo a Dagoberto de Mortissend-. De parte del señor Eyjolvson. El quería que vosotros se lo llevarais, y que estuvierais presentes para que el señor Ben Jakob leyera su contenido en voz alta, ante vosotros.

      Dagoberto y Méntor se miraron. Que Thorstein hubiera dejado aquellas instrucciones expresas resultaba llamativo. El Narigón sabía que le había llegado su hora, pensaron.

       -¿Qué será de nosotros cuando nos dejéis?-preguntó Erlendur.

       Lo mismo pensaba Ignacio. Pero qué derecho tengo a objetarles, nada menos que yo. Es por mi culpa que Maarten y el señor Eyjolvson están muertos. Si Méntor y el señor de Mortissend son cobardes, yo soy el Rey de los Cobardes, pensó amargamente.

       -El destino de la Orden del Viento Negro, si a eso te refieres, está en manos de Dios. El decidirá su fin o su supervivencia.

       -Hay cosas más importantes en juego-respondió Erlendur.

        -Y también están en manos de Dios; en las mejores manos, de hecho-sonrió Méntor-. El también os verá desde arriba y se conmoverá. Ganaréis la guerra, lo que, tal vez, no sea demasiado justo: el Narigón estará intercediendo ante vosotros ante el Señor, pero los Wurms no tienen quien los represente ante El-dijo humorísticamente-. Eso es hacer trampa.

       Erlendur meneó la cabeza, pesimista.

       -No, no ganaremos-dijo-. No podemos ganar. Junto a los Wurms, somos simplemente insectos.

      Méntor soltó una carcajada.

      -¡Pues como si eso fuera poco!... ¡Qué aguijones tienen estos insectos, señor!

       Volvió a reír. Dagoberto no entendía que aún le quedaran ganas de ello; pero vio complacido que Erlendur e Ignacio sonreían por contagio, más animados en medio de su dolor. Se alegró por ellos: eran buenos muchachos.

       -¿Sois amigos desde hace mucho tiempo?-preguntó Méntor.

       -No somos amigos-aclaró Ignacio.

      -Nunca nos habíamos visto antes-añadió Erlendur.

     -Cuando la guerra haya terminado, no temeréis ir al Infierno, pues ya habréis visto cómo es, aunque lógicamente anheléis el Cielo. Eso os hará distintos de la mayoría de la gente, que no os comprenderá y a la que tampoco entenderéis-dijo Dagoberto-. Cuando eso suceda, buscaos aunque más no sea para tomaros al menos una hora de vuestro tiempo a fin de conoceros un poco. Aunque nunca más os veáis, el recuerdo de ese encuentro os acompañará durante toda la vida, como el más fiel de los sirvientes, y os sentiréis juntos y reconfortados cuando más solos y atribulados estéis.

       .-Así se hará, señor, si sobrevivimos-respondió Erlendur, como si  aquélla fuera otra orden a cumplir.

      -Sobreviviréis-aseguró Méntor.

       -¿Cómo podéis estar seguro?-preguntó Ignacio.

      -A veces a los Drakes nos llegan premoniciones, y éstas muy rara vez fallan. Creedme: ganaréis la guerra... Y sobreviviréis ambos-dijo Méntor.

       -Pero no tenía premonición alguna, ni era cierta la pretendida clarividencia de los Drakes. Dagoberto lo supo enseguida. Comprendió que sólo trataba de fortalecer a ambos jóvenes infundiéndoles esperanza. Nos sigue amando. A pesar de todo, sigue amando a nuestra maldita especie, pensó. Conocía de sobra a Méntor para saberlo capaz todavía de compadecerse del género humano, y que le  dolía su propia decisión de esquivarlo de allí en más. Incluso era posible que acabara quedándose si Ignacio o Erlendur se lo pidieran. Dagoberto, adivinándolo, apuró el adiós. No quería que convenciesen a Méntor: el Drake merecía que se lo dejara en paz.

      Estrechó las manos de Erlendur e Ignacio, de quienes Méntor se despidió con corteses incliaciones de cabeza que le fueron correspondidas por ambos jóvenes; y luego el reptil volador permitió que Dagoberto lo montara, para luego desaparecer juntos en los cielos, tras la habitual carrera para tomar envión.

       Erlendur e Ignacio quedaron con una amarga sensación de orfandad, de historia trunca, de final. Sin embargo, la vida continuaba, y por desgracia, el trecho restante del resto de sus vidas debía iniciarse con un feo trámite burocrático: el traspaso de manos de un cadáver. Así que el féretro cambio de una carroza a otra tan pronto como fue posible.

       Los dos muchachos se acercaron el uno al otro para saludarse. Mirarse a los ojos fue un poco como verse en el espejo, tan similares eran por su juventud y gracia, pero mucho más por la nobleza y sufrimiento que trasuntaban sus semblantes y que los embellecían mucho más que cualquier apostura física.

       Entonces, antes de que pudieran intercambiar palabra, algo que se acercaba a lo lejos, en el camino atrajo la atención de Ignacio.

       -Mira-dijo a Erlendur, señalando hacia el Este, por donde se habían ido Méntor y Dagoberto de Mortissend.

      Las miradas de los dos pequeños grupos armados bajo su mando convergieron también en la dirección señalada por Ignacio. El dragón volador y su jinete se empequeñecían en el firmamento, pero en cambio otra figura, la de un hombre a caballo que venía en dirección opuesta, se iba haciendo cada vez más grande, aunque muy lentamente. No era un correo de postas: los mensajeros generalmente iban a todo galope, tanto en aras de la celeridad del servicio como por temor a los bandidos y en especial a los Landskveisunger. En realidad, ciertos destellos del sol reflejados en una superficie metálica sugerían que se trataba de un hombre revestido de armadura; y cuando se vio que lo seguía un segundo jinete, quedaron pocas dudas de que se trataba de un Caballero seguido de su escudero.

      -¿De mi Orden, o de la tuya?-preguntó Erlendur.

     -No lo sé-contestó Ignacio-; pero viene del Este y refulgiendo, como el sol al despuntar el alba.

      Era un poeta, y quería ver en tales detalles un augurio favorable. Colocó amistosamente una mano en el hombro de Erlendur. Este apreció aquel gesto de camaradería. De lejos, todo puede parecer bueno e inofensivo; ¿o acaso él mismo no había confundido a los Wurms con  Drakkars, naves de guerra algo pasadas de moda, al verlos por primera vez a la distancia al doblar el Jotunviken? ¿Y no había confiado luego en que León de Cernia, alto Capitán de la Orden de la Doble Rosa en Ramtala, sería su más sólido aliado, siendo así que desde hacía tiempo le retaceaba abierta o solapadamente su colaboración?

      El jinete que iba adelante resultó ser, efectivamente, un Caballero; sin embargo, su sobrevesta escarlata con una cruz bordada en hilo dorado en su centro delataba que no pertenecía ni a la Orden de la Doble Rosa ni a la del Viento Negro, sino a las Milicias de San leonardo: era un monje guerrero. Mantenía baja la visera de su casco, y en la distra enarbolaba, a modo de ruda advertencia, una pesada lanza, con tal facilidad que se hubiera dicho que era más bien un mondadientes. Montaba un flumbio tinto y lo seguía su escudero en un tordo mosqueado.

       Al llegar junto a Erlendur e Ignacio, ambos se detuvieron, y la siniestra del Caballero de San Leonardo alzó la visera, descubriendo un rostro de barba chivesca y cabello corto, negros ambos, igual que sus ojos. No resultaba guapo, pero sí interesante, tal vez por el carácter que exhudaba su semblante.

       -Buenas tardes-saludó-. Soy Hrodward de Gälster, lugarteniente del señor Fabián de Trívonis, Gran Maestre de las Milicias de San Leonardo. Esta ruta lleva a Drakenstadt, ¿no?

       -A Drakenstadt lleva en efecto, señor-contestó Ignacio-; y si me esperáis un momento, podremos recorrerla juntos.

       -Cómo no. Será un gusto. Os espero, entonces-dijo amablemente Hrodward de Gälster.

       Ignacio y Erlendur, más animados ahora que sentían que venía una nueva esperanza cuando otra se esfumaba en el horizonte, se estrecharon la mano.

       -Ganemos esta guerra-dijo Erlendur.

       -Y tomemos una copa juntos, cuando todo haya pasado-respondió Ignacio, tratando de sonreír-. Seguramente ya lo sabes, pero mi amigo León de Cernia, que está en Ramtala, es Caballero leal y valiente. Puedes contar con él para lo que necesites.

      Erlendur mantuvo, exteriormente, su semblante imperturbable; pero para sus adentros, ya no sonreía.

      -Lo tendré en cuenta-respondió. 

      ¿Qué otra cosa podía decir? Ignacio parecía tan convencido de lo que decía, que tal vez fuera un crimen desengañarlo refiriéndole ciertas acciones dudosas del hipotético Caballero leal y valiente.

      Y tras decirse adiós, cada uno se colocó a la vanguardia de su respectiva y pequeña hueste, y se pusieron en marcha, con el señor Hrodward de Gälster cabalgando a la par de Ignacio.
Palabras claves , , , ,
publicado por ekeledudu a las 12:57 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
05 de Noviembre, 2010    General

XXVIII

XXVIII

      Los hombres que no lloran no necesariamente sufren menos que quienes sí lo hacen. Dunnarswrad era duro; sin embargo, ese día se sentía como si el Universo le hubiera caído encima.

      Ciertamente, se sentía algo deprimido desde hacía cierto tiempo atrás. Le parecía que le habían creado una injustificada fama de malvado. Se reconocía irascible y hasta brutal; pero después de todo, era un soldado, y uno procedente del vulgo por añadidura. ¿Qué esperaban de él, entonces? ¿Sutileza y refinamiento?... Por lo demás, no era culpa suya si la Naturaleza no lo había favorecido con un cuerpo de escultura griega o un rostro principesco.

      Pero eso era lo de menos ahora. Estaba agobiado por el dolor de ver morir a tanta gente buena y, para colmo, en lo que iba de la guerra había perdido ya a los dos mejores amigos que había tenido jamás: primero a Gudjon Olavson, ahora a Maarten Sygfriedson. La muerte de éste venía acompañada por el dolor adicional de la joven Gerthrud, que quedaba sola y embarazada de dos meses. Dunnarswrad había hecho todo lo posible por consolarla; contra la voluntad de ella, le había impedido ver los restos de Maarten en el interior del féretro, ya que lo que quedaba del valiente joven era un espectáculo no apto para cristianos que se preciaran de tales, y para mujeres menos todavía.

      Hreithmar veía pasar el cortejo fúnebre de Thorstein Eyjolvson bajo la ventana desde la cual observaba la calle, y pensaba en la ceremonia que se celebraría a la mañana siguiente para despedir a Maarten. Si por fuerza debía haber un próximo funeral, esperaba fervientemente asistir a él como cadáver y no como deudo.

       En medio de tan tétricos pensamientos, escuchó unos golpes en la puerta, a sus espaldas.

        -Adelante-gruñó con su voz de trueno habitual.

       Entró uno de sus soldados.

      -Alguien desea veros, señor-informó.

      -Que venga otro día. No estoy de humor para ver a nadie, así fuera el mismísimo Rey-respondió Dunnarswrad, de mal talante.

      -Si me permitís el atrevimiento, señor... Creo que querréis ver a esta persona.

      -¡Tú qué sabes lo que quiero!-exclamó Hreithmar, molesto, sin mirar al soldado.

      -Lo envía alguien poderoso. Tal vez convendría atenderlo.

      -¡Te dije que me importa una mierda que fuera el mismísimo Rey!-rugió Dunnarwrad, aún sin mirar al soldado.

       -Pero es que no es el Rey, ni viene de parte del Rey, sino de parte de un más alto Señor. Os lo envía Dios.

        Lo que me faltaba: ¡un cura!, rezongó Dunnarswrad para sus adentros. La soldadesca solía ser bastante blasfema, aunque a la vez creyente a su modo, pero decididamente poco amiga del clero. De vez en cuando, sin embargo, algún beato salido de quién sabía donde se colaba entre las filas como un intruso.

       Se volvió por fin hacia el soldado, con la intención de cantarle cuatro frescas; pero entonces vio en el hombre un atisbo de sonrisa que al fin no pudo ocultarse más y estalló, espléndida y humana, en sus labios, igual que se abre una corola de vivos colores en medio de un paisaje agreste y polvoriento. Era la sonrisa increíble y algo traviesa de quien sabe que está por dar a otra una alegría inmensa.

      Recién en ese momento sospechó Hreithmar que, tal vez, sus hombres le tuvieran más afecto del que él imaginaba.

       -Házlo pasar-murmuró, aturdido.

      El soldado, con gesto misterioso, entreabrió la puerta. La figura que entró entonces era una incongruencia; porque los ojos revelaban una adultez muy discordante con la edad cronológica de la persona a la que pertenecía.

      -¡Anderson!...-musitó Dunnarswrad, atónito.

       Andy asintió en silencio, observándolo como por primera vez, lo que en realidad había tenido lugar meses atrás. Entonces él era un muchachito asustado que no entendía por qué lo habían arrancado de su hogar so pretexto de instruirlo militarmente, en previsión de que Drakenstadt cayera y el avance Wurm hacia el Sur se hiciera prácticamente incontenible. En aquellos tiempos, cuando el medio ogro se presentaba ante Andy y sus compañeros, ellos se sentían morir de terror,

      El recuerdo se esfumó en la mente de Andy, reemplazado por otros: el llanto del Leitz Korp el Día de la Gehenna, cuando en medio de la noche sus miembros abandonaron la relativa seguridad de Drakenstadt para irse hacia lo incierto, seguros de que era el fin de la ciudad donde, pese a todo, habían vivido momentos de dicha y compañerismo; el loco avance a través de los pantanos infestados de Thröllewurms, en contra de lo aconsejado por el buen sentido, adonde sin embargo sobrevivió porque le habían metido en la cabeza que podía hacerlo; su breve regreso al hogar; la noticia de que Drakenstadt no había caído; la sensación de que su lugar, en ese momento, estaba en la ciudad dejada atrás tan de prisa.

      -¿Qué haces aquí? ¿Hubo algún problema en tu aldea? ¿La han atacado los Wurms, quizás dirigidos por Bermudo?-preguntó Dunnarswrad.

       -La aldea está en orden, no he visto más que algunos Thröllewurms en los alrededores de Drakenstadt, y de Bermudo nada sé, señor-replicó Andy.

       -Entonces no debiste volver-le reprochó Hreithmar, con suavidad.

        Pero en realidad sentía inmenso alivio al ver de regreso a uno de sus queridos cachorros de monstruo en aquel momento tan trágico.

      Andy lo miró, queriendo decirle muchas cosas a la vez. Quiso agradecerle por haberle enseñado que, por siniestra que fuera la amenaza que se cerniera sobre él, hallaría siempre la manera de enfrentarla, con grandes posibilidades de vencer; quiso agradecerle por recalcarle esta enseñanza con puntapiés y coscorrones, sin los cuales, tal vez, la habría tomado más a la ligera; quiso decirle cuanto no le había dicho al verlo por última vez antes de abandonar Drakenstadt entre las tinieblas de la noche; quiso contarle cómo había guiado a dos hombres a través de las ciénagas; quiso explicarle cómo, por ser menos riguroso que él, los hombres habían escuchado sus consejos sólo a medias, y uno de ellos estaba muerto ahora por esa razón; quiso darle el pésame por la muerte de su amigo Maarten Sygfriedson.

      Pero no supo por dónde empezar, y la emoción lo desbordó. Se mordió los labios en un vano intento por contener las lágrimas, convencido de que Dunnarswrad las reprobaría; hasta que, sin saber cómo, se encontró llorando a mares entre los brazos del medio ogro.
Palabras claves , , , ,
publicado por ekeledudu a las 15:42 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
05 de Noviembre, 2010    General

XXVII

XXVII

      Con el corazón destrozado, Ignacio de Aralusia encabezaba la comitiva que escoltaría los restos del difunto Thorstein Eyjolvson  la mitad del trayecto hacia Ramtala, hasta cierto punto previamente convenido, donde estaría aguardándolo un grupo de hombres al mando de Erlendur Ingolvson. Ellos completarían el traslado de los restos del infortunado Gran Maestre del Viento Negro hacia su ciudad natal.

      Al menos esto lo obligará a luchar por mantener el ánimo en alto, pensó Edgardo, mezclado entre la muchedumbre en la calle, al ver pasar ante él a Ignacio a la vanguardia del grupo armado que rodeaba la carrota fúnebre del difunto Gran Maestre del Viento Negro. Era cosa instintiva en un Caballero, una vez enfundado en su armadura, el esforzarse en adoptar una imagen digna aunque por dentro lo traspasasen el dolor o el miedo. Una pena sin nombre, como maligna lepra, carcomía el agraciado rostro de Ignacio; pero tan erguido cabalgaba sobre su montura, con la vista en alto, que lucía gallardo, heroico. La lucha, esta vez, la libraba en su interior.

      -He oído que se lo apartará del mando a instancias del señor Tancredo de Cernes Mortes-comentó a Edgardo otro Caballero, Claudio de Oldurania, también de la Orden de la Doble Rosa, alzando la voz. Era difícil hacerse oír por encima del redoble ensordecedor de las campanas de la Catedral de Nuestra Señora de Drakenstadt que, como en todas las iglesias de la ciudad, tocaban a duelo al pasar frente a ellas el cortejo fúnebre, destacando el sonido de la mayor, a la que con cierto humor más bien tétrico se conocía como la Gorda Adelia.

      -Qué tipo imbécil-masculló Edgardo; y su rabia fue evidente aunque sus palabras no fueran audibles.

      -Es una decisión sensata. No tiene por qué ser un castigo; simplemente, Ignacio no está en condiciones de continuar en la oficialidad. Se dejará pasar un tiempo hasta que esté repuesto; entonces, si tal es su deseo, podrá retomar el mando.

       -¡Pues justamente!-exclamó Edgardo, indignado-. ¡Dos Caballeros han muerto, se supone que abandonados a su suerte por un tercero, más cobarde, y él se contenta con despojarlo del mando!

      Claudio apenas pudo creer lo que estaba oyendo.

      -¿Y a ti quién te entiende?-preguntó, molesto-. Se supone que Ignacio es amigo tuyo, ¿o no? ¡Deberías alegrarte de que la saque tan barata, más bien, en vez de deplorar que no se lo castigue con más dureza!

       -Sí, me alegro por él. Pero por si no lo recuerdas, el bastardo que tenemos ppr Gran Maestre, cuando Calímaco de Antilonia se echó a llorar en el frente de batalla, lo acusó de cobardía y lo amenazó con degradación y pena de muerte. Ahora también estamos ante un caso de cobardía, hasta hubo víctimas, ¡pero él ni se mosquea!

      -Es que ninguna de esas víctimas es de nuestra Orden-observó Claudio.

      -Pues eso es lo que me enferma, ¡su maldita obstinación en hacer diferencias entre ambas Ordenes!...

       -No te preocupes, que cualquier cosa que haga ese hombre te enfermaría. Ya no lo tragas... Igual, permíteme un consejo, Edgardo: desciende a tierra... Para Tancredo de Cernes Mortes, si los caídos pertenecen a la Orden del Viento Negro, es que no hay caídos. Y después de todo, ni al señor Eyjolvson ni a Maarten le importarían un bledo las apreciaciones de ese ganso. Alégrate, entonces, de que aunque sea por accidente se muestre razonable con Ignacio; y peregrinemos a Quintras, Iforas o La Mö para rogar que el Cielo se apiade de nosotros y le inspire más errores como ése. Más no podemos hacer.

      Edgardo vio algo que caía sobre su hombro izquierdo. Una de las tantas palomas que, alborotadas por los campanazos, revoloteaban por encima de la muchedumbre, acababa de hacerle un dudoso obsequio. Nunca más amargo y exacto simbolismo, pensó Edgardo: estaban todos absolutamente cagados.

      Alzó la vista hacia el mar de plumas, como queriendo distinguir al ave culpable de ensuciarle la capa. Fue entonces que distinguió una figura asomada por una de las ventanas del Palacio Ducal. La identificó de inmediato:

      -Hreithmar-murmuró.
Palabras claves , , , ,
publicado por ekeledudu a las 14:20 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
05 de Noviembre, 2010    General

XXVI

XXVI

      Fiel a su promesa, Calímaco volvió al hospital para ver cómo seguía el estado de salud y el ánimo de Bruno. Temía que le preguntase dónde descansaban los restos de Oskar de Pfaffensbjorg, pero ello no sucedió. La verdad era que Bruno estaba hecho un guiñapo de tan deprimido, y probablemente él mismo temiese la respuesta que pudiera recibir si formulaba tal pregunta.

      -En una noche y pocas horas más, me he enterado de que ya no queda vivo nadie de los que amaba. Perdí  a quienes creía amigos,  a mi hermano y, por mi culpa, hasta a mi escudero-se lamentó con amargura.

      -¿Por tu culpa?-preguntó Calímaco, tuteándolo ya-. ¿Quieres contarme eso?

      -No-contestó Bruno-. Sólo pensar en ello me avergüenza.

      Calímaco asintió comprensivamente.

      -Intentamos ocultar lo que nos humilla, reservarlo para nosotros mismos-dijo-. Yo pasé por eso. El problema es que es como un retrato nuestro hecho por un mal pintor que ha sabido plasmar en la tela los rasgos que nos afean, pero pasó por alto aquellos que nos favorecen. Ocultamos el cuadro de la vista de todo el mundo, pero nosotros le echamos un vistazo de tanto en tanto. Acabamos convencidos de que somos todo lo horribles que afirma nuestro retrato, tanto más cuanto que ninguna otra persona está allí para verlo y contradecir esa mala opinión de nosotros mismos. Y de todos modos, cuando alguien lo hace, no le creemos. Pensamos que lo dice por lástima.

      'Voy a contarte una historia dura y terrible. Escúchala con atención; quién sabe, tal vez te sea de provecho, porque es una historia de humillaciones y culpas.

      Bruno lo miró como un hambriento al que se promete un opíparo festín.

      -Llegué a Drakenstadt el pasado veintidós de diciembre, sin tener la menor idea de lo que me esperaba-comenzó Calímaco-. Por supuesto, imaginaba cosas al respecto. Ninguna coincidía con la realidad. Esa misma noche se inció el que hasta ahora es el más reciente ataque de los Wurms. Como seguramente sabrás, fue tan violento que la ciudad estuvo a punto de caer.

      Bruno asintió.

      -Estábamos durmiendo cuando se inició el ataque-continuó Calímaco-. Voluntarioso, pero tonto (o al revés) estuve entre los primeros en sumarme al combate en la muralla Oeste, imaginando que me cubriría de gloria. Una vez allí, lo que vi me aterró, y me eché a llorar de desesperación. Un hombre llamado Hreithmar pero mejor conocido como Dunnarswrad comanda las tropas villanas de Drakenstadt. Es gigantesco y fiero; de hecho, se dice que tiene sangre de ogro en sus venas, y yo lo creo. Me alzó en vilo gritándome cobarde y amenazándome con hacerme picadillo, mientras blandía ante mí un puño grande como una casa-Calímaco sonrió-. Le tuve más miedo a él que a los Wurms, así que dejé de llorar y me puse a hacer algo útil. Pero en ese instante en que me tuvo balanceándome en el extremo de su largo brazo, me sentí como un fenómeno de feria puesto en exhibición ante un nutrido público... Fue horrible.

      -Me lo imagino-dijo Bruno; y añadió, tras un breve silencio:-. No sería capaz de hablar de ello si me hubiera sucedido a mí.

      -Yo tampoco-admitió Calímaco-, hasta hoy. Ahora viene la parte más dura de mi relato.

       Lanzó un profundo suspiro y estuvo un rato callado y meditabundo antes de proseguir:

      -Esa misma noche, al menos tres Wurms derribaron la muralla Sur y entraron en la ciudad. Un valiente llamado Maarten Sygfriedson mató al más feroz, Talorcan el Negro: un monstruo despiadado cuya crueldad era ya muy conocida en Drakenstadt. Dicho sea de paso, fue el que mató a tu hermano; de modo que su muerte no quedó sin venganza. Los otros dos Jarlewurms que acompañaban a Talorcan, viéndolo muerto, retrocedieron hasta los bosques. Anoche se les dio muerte, es decir, se los empujó al suicidio prácticamente. Fue un plan del señor Thorstein Eyjolvson, gran Maestre del Viento Negro: aprovechando la noche sin luna, se acosó a los monstruos en la oscuridad. Intentaron usar sus fuegos para que la luz de éstos les permitiera hallar a sus enemigos. No hicieron más que malgastarlos. Por último no les quedó ya ninguno. Cegados por el temor y la ira, en un frenético intento por acabar con sus enemigos, se precipitaron hacia un abismo hacia el que se los guió mediante astucias y cuya existencia los dos Wurms olvidaron o ignoraban.

      -Hallamos huellas de esa batalla cuando veníamos hacia aquí-interrumpió Bruno-. Un guardabosque nos habló del plan del señor Eyjolvson.

      Calímaco se mostró asombrado.

      -Pero supongo que ignoras exactamente cómo es que estamos de duelo, y por quiénes.

       -No estaba con ánimos para preguntar...-contestó Bruno.

      Entonces dijo Calímaco:

      -En uno de los grupos que provocarían a los dos Jarlewurms exponiéndose a sus torrentes de fuego y brea candente se hallaba Maarten Sygfriedson, el mismo que mató a Talorcan días atrás. Con él iba Ignacio de Aralusia, otro valiente, entre cuyas hazañas figura el rescate de los hombres cercados por los Wurms enVestwardsbjorg y Östwardsbjorg, pero que anoche, según sabemos ahora, sentía mucho miedo. Presagiaba un desastre; si acertó o si el desastre se produjo por el temor que le inspiró tal presentimiento, o ninguna de las dos cosas, es lo que no sabemos. Ellos y sus compañeros llevaban antorchas encendidas y ocultas bajo jarros; a su turno. Por tandas quitaban esos jarros para que los dos Jarlewurms vieran las llamas. Cuando ambos monstruos se ponían en movimiento, ellos apagaban las antorchas en la nieve y se daban a la fuga amparados por las sombras. Así los fueron llevando hasta el abismo donde se precipitaron. Pero antes de ello, y cuando correspondía a Maarten apagar su antorcha y escapar, quedó aprisionado en una trampa para osos que pisó sin darse cuenta. Ignacio intentó socorrerlo, y también el señor Eyjolvson; pero cuando uno de los Jarlewurms avanzó hacia ellos, Ignacio se acobardó y huyó, dejando a uno de sus más grandes amigos y al Gran Maestre del Viento Negro a merced del monstruo, que los cubrió de fuego y brea. Ya a salvo, Ignacio hizo cierta señal con el cuerno que llevaba. Sin esa señal, el operativo, inconcluso, habría fracasado; pero dos hombres han muerto, quizás porque él no los auxilió.

      Bruno sintió un frío de muerte. Tras un lúgubre silencio, sin darse vuenta, expresó en voz alta una duda para él difícil de resolver:

       -¿Fue bueno o malo que Ignacio huyera?

       -Creo que todos estamos preguntándonos lo mismo-contestó Calímaco-. Luego de mi arrebato de cobardía ante la muralla Oeste, muchos me ofrecieron su apoyo.Por lástima, pensaba yo, pero ahora sé que por comprensión y compañerismo, y que el coraje es más un don que una virtud, un invitado caprichoso que se marcha en el momento menos pensado y cuando más lo necesitas. Te desesperas porque lo ves escurrirse como agua que escapa entre los dedos de tus manos. Supongo que persuadirse uno mismo de que debe ser valiente, de que no puede rendirse al miedo, ayuda; pero así y todo, hay veces en que el miedo gana.

      'Posiblemente Ignacio no podría haber ayudado a Maarten y al señor Eyjolvson. Quizás quedándose habría logrado sólo morir él mismo sin salvarlos a ellos y haciendo que el operativo quedase trunco. En este caso, fue bueno que Ignacio huyera, y es lo que creemos todos, pero lo creemos sólo porque Ignacio está vivo y es un compañero al que queremos, y lo defenderíamos de cualquier acusador porque lo sabemos un buen muchacho. También queríamos a Maarten, pero él está muerto. Sin embargo, Ignacio era muy, muy amigo suyo, y se mortifica porque sabe que su huida nada tuvo que ver con la necesidad de llevar a buen término un operativo militar, sino con un miedo increíblemente intenso que lo superó. Abandonó a la furia de los Jarlewurms a dos personas, una de las cuales era uno de sus más grandes amigos. Le será muy difícil olvidar eso. De hecho, le será imposible; aun así, debemos estar a su lado para ayudarlo a superar el mal trago.

       'Se dice ahora que tanto Maarten como el señor Eyjolvson sabían que iban a morir. La verdad es que Maarten estuvo muy extraño ayer. Pidió y obtuvo permiso para que la mujer que amaba, Gerthrud, pasase la noche en el Rökkersbjorg, donde nos alojamos la mayor parte de los Caballeros, como si ella necesitase protección especial; algo que al parecer jamás había hecho antes. ¿Sabía que iba a morir?¿Saben los hombres cuándo está por llegarles su hora?... Corre un rumor entre la servidumbre, según el cual el difunto Príncipe Gudjon, el mejor amigo del señor Eyjolvson, vino a alertar a éste de que se aproximaba su fin. ¿Es cierto, o sólo una fábula de mentes ignorantes? ¿Acuden a nuestro lado a la hora de nuestra muerte, para prepararnos debidamente, quienes nos precedieron en el tránsito al Más Allá? ¡Si uno supiera!...

      'Al conocerse las muertes de Maarten y el señor Eyjolvson, un oficial amigo mío, Edgardo de Rabenland, me ordenó, a gritos, que hiciera algo; que ya no había sitio para la autocompasión. Le obedecí porque no quedaba más remedio, pero sólo al conocer los detalles del hecho comprendí cuánta razón tenía. Antes creía que mi escarnio me hacía el hombre más infeliz del mundo. Ahora no querría cambiar mi lugar por el de Ignacio, quien, culpándose por lo ocurrido, no logra perdonarse a sí mismo. ¿Cuál es el sentido de reprocharse por lo que ya no se puede cambiar, sin embargo? Lo más sensato es sepultar a los difuntos, en todos sus aspectos, y seguir adelante como se pueda. Yo ya he sepultado a los míos. Sólo lamento que esto haya tenido que ocurrir para decidirme a hacerlo. Intenta que no te suceda otro tanto a ti.

      Calímaco calló, y Bruno se quedó pensativo. Miles de preguntas afloraban a su mente... ¿Sería cierto que Maarten Sygfriedson y Thorstein Eyjolvson sabían de la inminencia de sus muertes desde antes de que éstas se produjeran? Los que dejan este mundo, ¿se llevan consigo el secreto de tal preciencia? En su hora final, Wilfred se había mostrado increíblemente sereno. No había gritado ni una vez al hallarse entre las mandíbulas del Thröllwurm; el horror había sido de Andy y del mismo Bruno. ¿Acaso sabía Wilfred, desde el principio, que no sobreviviría?

       Tal vez, al pensar así, Bruno simplemente tratara de consolarse, y él mismo se dio cuenta de ello. Pero comprendió también que Calímaco tenía razón: era menester sepultar a los muertos y seguir adelante. En este momento, él tomaba la decisión de hacer lo propio.
Palabras claves , , , ,
publicado por ekeledudu a las 14:16 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
02 de Noviembre, 2010    General

XXV

XXV

      En la lucha contra los Wurms, la veteranía se adquiría incluso en horas. Lo había dicho Edgardo de Rabenland, y por experiencia propia sabia ahora Calímaco de Antilonia  que era cierto: muy poco tenía que ver el hombre desenvuelto y curtido de dolor que se presentó ante Bruno de Pfaffensbjorg, con el muchacho que la noche anterior sufría aún por el bochorno de haber cedido públicamente al miedo y ser expuesto por ello a la vista de todo el mundo.

      Bruno yacía en una cama de hospital. Lo habían despojado de su armadura, que en el caso del calzón metálico había sido todo un tormento, dado que la sangre había adherido las anillas a la piel; habían limpiado las heridas lo mejor que pudieron y tratado fractura y desgarro con toda la ciencia de que se disponía en aquella época. Y ahora tenía ante él a ese joven Caballero que se decía oficial adjunto (fuera ésto lo que fuere) y que se veía a la vez seguro de sí mismo y algo incómodo.

      -He venido a daros la bienvenida a Drakenstadt; algo que, temo, encontraréis algo irónico en las presentes circunstancias-dijo Calímaco-. La ciudad, sus defensores, yo mismo, todos nos sentimos honrados por la presencia de quien, como vos, acude a cumplir con el deber impuesto por su condición de Caballero.

      -Señor-contestó Bruno-: no quisiera importunaros; pero, si pudierais usar vuestra influencia para localizar a mi hermano y avisarle...

      -Ya me lo han dicho. He hecho las averiguaciones pertinentes-contestó Calímaco, todavía más incómodo-. Lo siento. Parece que en su momento se os envió un mensaje que no recibisteis. lamento tener que ser yo quien os traiga tan malas nuevas-hizo una pausa-. El señor Oskar de Pfaffensbjorg cayó valientemente en combate el pasado mes de mayo-bajó la mirada-. Lo lamento de veras.

      Bruno no contestó. Había imaginado algo así, resistiéndose no obstante a creerlo. En los primeros tiempos de su ausencia, su hermano le había escrito al menos una vez al mes. Luego, siete meses de silencio siguieron a su última carta, y tan prolongada falta de noticias suyas daba qué pensar. Pero su muerte no se había notificado oficialmente, ni mucho menos enviado los restos al hogar paterno, lo que dejaba un cierto margen de esperanza.

      -Lo siento-repitió Calímaco-. Volveré más tarde, más o menos en una hora-y se apresuró a dejar el sitio; porque si se quedaba por más tiempo, era posible que Bruno preguntara dónde reposaban los restos de su hermano el Duque de Pfaffensbjorg; y aunque lo preguntaría tarde o temprano y habría que revelarle entonces la verdad, mejor que fuese enterándose de a poco. El cadáver de Oskar de Pfaffensbjorg no se había recuperado: el infortunado Duque era una de las tantas víctimas de la voracidad asesina e inclemente de los Jarlewurms.

      Calímaco se pasó la mano por la mejilla, pensando que necesitaba afeitarse; pero mandó de paseo tal idea incluso mucho antes de llegar al Rökkersbjorg. Estaba absolutamente exhausto, y pidió a Maese Ulrikson que lo despertara en una hora, tras lo cual se retiró a la cuadra.

      Allí se encontró con Roland de La Mö, de la Orden del Viento Negro, quien se disponía también a echarse a dormir.

      -¿Estuviste de guardia?-le preguntó Calímaco.

      -Toda esta puta noche-contestó Roland, sin gestos de mal humor, pero de obviamente agobiado tanto en lo físico como en lo anímico.

      -Yo también dormiré un rato. me vendrá bien. Espero que los Wurms nos dejen en paz hoy, ya que vienen haciéndolo todos estos últimos días.

      -No sé más tarde; por ahora no atacarán.

      -¿Eh? ¿Y cómo lo sabes?

      -Pues porque no tiene cara.

      -¿Cómo dices?-preguntó Calímaco, en el summum del desconcierto-. ¿Quién no tiene cara?

      -No quién, sino qué: el día-contestó tranquilamente Roland.

      -No te entiendo. habla claro-pidió Calímaco, empezando a sospechar que Roland tenía la azotea llena de murciélagos.

      -El día no tiene cara de ser día de ataque de Wurms... Por ahora, por supuesto. Habrá que ver más adelante.

      Pasar de la tragedia más funesta al más delirante absurdo no era algo a lo que Calímaco estuviera habituado, pero decidió que más le valdría acostumbrarse también a ello.

      -Y supongo-sugirió sarcásticamente- que si esos monstruos aparecieran de repente en el horizonte, el día sí tendría cara de ser día de ataque de Wurms.

       -El día podría tener esa cara aun si los Wurms nos dejaran en paz-replicó Roland.

       -Creí que en la Orden del Viento Negro el que no es puto es loco, pero tú logras cumplidamente ser ambas cosas...-dijo Calímaco, en una pulla amigable, aunque la hipotética locura de Roland le parecía bastante real.

       No intercambiaron más palabra; les bastó el contacto con las sábanas para caer dormidos casi en forma instantánea. Pero una hora más tarde, Maese Ulrikson fue a despertar a Calímaco, a quien no quedó entonces más remedio que incorporarse con expresión sufrida y ninguna gana.

      Aún se estaba vistiendo cuando entró en la cuadra Edgardo de Rabenland, con expresión destruida.

      -¿Terminaste de organizar los funerales?-le preguntó Calímaco.

      -Hreithmar y el chambelán se están ocupando de eso. Vengo de ver a Gerthrud.

      -¿Ya se fue Ignacio?

      -No, está terminando de ponerse la armadura.

       -A propósito, ¿cómo se supone que debemos asistir a los funerales? ¿De armadura?

      -Ni hablar. Son nuestros ánimos los que deben llevar la armadura puesta. Por lo demás, conviene que vayamos zaparrastrosos y cómodos, que si  los Wurms desean atacar, no esperarán  para ello a que acabe el luto.

      Calímaco giró en ese momento hacia Roland, quien seguía durmiendo como un lirón, y se acordó de los disparates que aquél había dicho.

      -Roland está más loco  que una cabra-se burló-. Dice que hoy el día no tiene cara de ser de ataque de Wurms.

      -Sí, dice cosas como ésas bastante a menudo-contestó Edgardo, sin sonreír-. Y es curioso-añadió, para sorpresa de Calímaco-: recién ahora me pongo a pensar en las muchas veces que ha acertado.
Palabras claves , , , ,
publicado por ekeledudu a las 13:03 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
02 de Noviembre, 2010    General

XXIV

XXIV

      Tomaron muy pocas precauciones a la hora de continuar; tal vez, porque los remordimientos por lo ocurrido eran muy grandes, demasiado grandes para cada uno de ellos, y no hubieran lamentado correr una suerte similar a la de Wilfred. Aun así, la Muerte por lo general no acude en respuesta a convocatorias por parte de las criaturas mortales, sino solo  cuando ella misma dispone a cada uno le ha llegado su hora; y amparados por los hados o por la mano de Dios, Bruno y Andy llegaron al fin a Drakenstadt cuando la mañana estaba ya bastante avanzada. No tardaron en enterarse de que la ciudad estaba de duelo y por quiénes, aunque siguieron ignorando, en lo inmediato, los detalles. Lo poco que supieron, les fue dicho por los soldados que los detuvieron a las puertas para verificar sus identidades.

      -Bruno de Pfaffensbjorg... Sí-murmuró uno de los soldados-. No, no conozco a vuestro hermano, señor... Y conozco a todos los Caballeros que hay aquí, así es que en Drakenstadt no está. Tan alto señor no me pasaría inadvertido.

      -Pero es que estaba en Drakenstadt-porfió Bruno-. Me envió cartas desde esta misma ciudad.

      -No lo dudo, pero deben haberlo transferido a otro lugar, muy posiblemente Ramtala-contestó el soldado-. Lo averiguaremos, señor. Mientras tanto, os llevaremos a un lugar donde os atiendan esa pierna que tan mal aspecto tiene-se volvió hacia Andy-. ¿Tú, imagino, eres su escudero?

      -Cómo eres de imbécil... ¿Y tú te jactas de conocer a todos los Caballeros, cuando ni a alguien a quien trataste más eres capaz de identificar?-refunfuñó uno de sus camaradas-. ¡Es Andy!...

      -¿Qué Andy?-preguntó el primer soldado, volviendo a mirar al adolescente-. ¡Epa!-exclamó, reconociéndolo al fin.
Palabras claves , , , ,
publicado por ekeledudu a las 12:50 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
02 de Noviembre, 2010    General

XXIII

XXIII

      Andy entendía poco de curaciones, y no había tiempo para intentar alguna muy elaborada. A esta altura de los hechos, incluso llegar sanos y salvos a Drakenstadt era lo de menos; lo importante era que aquel viaje fatídico concluyera por fin, no importaba si bien o mal.

      La pierna izquierda de Bruno tenía un aspecto tan horrible que hasta sólo verla impresionaba, aunque, según se vio después, los colmillos del Thröllwurm habían penetrado sólo superficialmente en la carne; lo peor había sido el zamarreo y la tremenda presión de las quijadas sobre músculos y huesos. Andy no se atrevió a hacer más que entablillar y vendar la pierna con calzón metálico y todo. Se estremeció un poco al pensar que Bruno se vería forzado a sumergir aquel miembro herido en el agua infecta, pero no había más remedio.

      Había caído, entre el Caballero y su guía, un silencio doloroso y con sabor a culpa. Bruno no podía evitar mortificarse al recordar que todo había comenzado  con una desobediencia suya, al acercarse a la orilla contra las expresas instrucciones de Andy; y este último se culpaba de falta de rigor al enunciar tales instrucciones, de haber dejado solos al Caballero y su escudero, de permitir que uno muriera para salvar al otro. ¿Habría sido buena su elección? ¿Sería Bruno, como aparentaba, una persona cuya vida mereciera ser salvada aun a expensas de otra? De haber optado por rescatar a Wilfred, incluso contra toda esperanza como lo indicaba la lógica, ¿habría tenido éxito?

      -Wilfred murió como un héroe-dijo, rompiendo al fin el pesado silencio una vez acabada la curación, y más para sí mismo que para Bruno-. Como hubiera querido vivir.

      Había notado en las miradas de Wilfred a su amo una devoción que iba mucho más allá del deber impuesto por el servicio o viceversa: nostalgia y anhelo de aquello que él mismo habría podido ser y no había sido por caprichosos designios de la Fortuna.

      -Tal vez nosotros mismos muramos muy pronto-añadió, realista-. Aun así, en memoria de Wilfred deberíamos seguir adelante. Si no, él habrá muerto por nada.

      -De cuantos amigos tuve, ahora sé que el único verdadero y al que menos valoré fue Wilfred-contestó Bruno, apesadumbrado-. Continuemos adelante. En este momento siento que, si la muerte me sobreviniera pronto, sería una bendición; pero es cierto lo que dices: en homenaje a Wilfred, debemos tratar de llegar vivos a Drakenstadt.

      Cayó nuevamente un silencio entre ambos, aunque éste fue más breve.

      -Necesitaré mucha ayuda para montar-dijo Bruno.


Palabras claves , , , ,
publicado por ekeledudu a las 12:28 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
29 de Octubre, 2010    General

XXII

XXII

      El trío de jinetes continuó su avance entre la niebla. Al poco tiempo, dijo Andy a Bruno:

      -Señor, estamos en un trecho muy peligroso. Podemos dar un gran rodeo para evitar los pantanos y turberas; pero los caballos están demasiado cansados. O bien, podemos continuar por aquí; pero nos aguardará, como ya os dije, mucho peligro. Casi seguro hallaremos Thröllewurms. Los Ballesteros de Drakenstadt dan cuenta de ellos, cuando pueden; pero desde el último ataque a la ciudad, varios deben habérseles escapado. Hay una franja de tierra seca, por desgracia discontinua, que atraviesa los pantanos; algo así como una serie de islotes. Francamente, preferiría dar al rodeo; pero si no nos acobardamos, por aquí sería el camino más corto.

      Estoy cansado, y también los caballos-respondió Bruno-. Sigamos por aquí.

      No agregó que tenía prisa por llegar cuanto antes para evitar que el miedo lo obligara a retroceder.

      Andy, por su parte, consultó a Wilfred con la mirada, y lo vio con tan pocas ganas como él mismo de seguir por esos cenagales siniestros. Lamentó no haberlos llevado por el camino largo sin consultarlos; la compasión por las pobres cabalgaduras lo había motivado a hacerlo, pero de sobra sabía él hasta qué punto era imprudente seguir por allí.

      -De acuerdo, señor; pero entonces pongamos reglas-sugirió-. Primero: nadie se acercará a la orilla sin necesidad. Segundo: cualquier criatura que hallemos, a menos que sea perfectamente identificable como una persona viva, la consideraremos enemiga o muerta. Tercero: los troncos flotantes no son tales, sino Thröllewurms, y debemos alejarnos de ellos tanto como podamos. Cuarto: el arma en cuyo manejo seamos más diestros, o la única que tengamos, estará SIEMPRE en nuestras manos; es decir que no la arrojaremos, porque podríamos perderla. En el caso de un Thröllwurm, vale más superar el terror, acercársele como si quisiéramos besarlo y hundirle el cuchillo en la garganta o el vientre, que arrojarle flechas o lanzas desde lejos y hacia el lomo. La parte superior de esos monstruos es recia como el acero; casi no hay venablo capaz de provocarles daños serios. Quinto; tendremos mucho cuidado antes de decidir por dónde avanzaremos pero, una vez escogido el camino, no nos andaremos con vacilaciones. Sexto, y esto es lo más difícil... Si uno de nosotros es capturado por un Thröllwurm, podrá ser rescatado en tanto depredador y presa estén en tierra; pero cuando hayan llegado al agua, por mucho que la víctima siga viva y esté gritando, habrá que darla por muerta, ya nada podrá hacerse por ella.

      -Conforme-aprobó Bruno.

      El que no estaba muy conforme era el propio Andy. Wilfred tampoco se veía muy risueño; no obstante, fiel a su señor, iría adonde éste fuese.

      -De acuerdo-accedió Andy, no pudiendo hacer otra cosa.

       Prosiguieron la marcha tal como Andy lo había planeado, a través de los pantanos, pasando de un islote a otro. El agua, por suerte, no era muy profunda; pero esto de poco consuelo servía cuando de la superficie se levantaba una brumosa cortina que, tal vez, ocultara monstruos acechantes, y cuando todo el entorno se llenaba de ruidos sugestivos y aterradores. Los cabalgantes miraban a diestra y siniestra, a sabiendas de que podrían ser atacados en cualquier momento. Algunos sonidos eran más susceptibles de ser atribuidos a alimañas menudas brincando de aquí para allá; pero los chapoteos resultaban de verdad atrozmente lúgubres y amenazantes.

      El peligro podía venir también por aire. Aquella era la hora en que los grifos salían de sus madrigueras y partían de caza. Se los oía chillar a los cuatro vientos, y alguno hasta fue visible en lo alto, sobre los jinetes. En una oportunidad, un chillido se cortó en seco tras tornarse agónico, y acto seguido se oyó un pesado y horrendo chapoteo que insinuó cuál había sido el destino final de la bestia voladora.

      -Me adelantaré un poco-dijo Andy, cuando la niebla se hizo demasiado espesa-. No puedo ver el próximo islote.

      -Pero dijiste que debíamos mantenernos unidos-protestó Bruno.

      -Sí, porque no esperaba esto-contestó Andy.

      -Permitidme acompañarlo, señor-pidió Wilfred a su amo.

      Bruno lo miró, indeciso; pero intervino Andy, terminante:

      -Nadie vendrá conmigo. Sería una tontería que nos arriesgásemos todos.

      -Pero alguien debería ir contigo, por si te atacan-objetó Bruno.

      Andy meneó la cabeza.

      -Señor, vos no presenciasteis la Matanza del Mar en Sangre. El Thröllwurm debe ser la criatura más cruel y sanguinaria que haya vagado alguna vez bajo los cielos. Como el gato, juega con la comida; pero a diferencia del gato, él sabe perfectamente el daño que provoca, y se regodea en él. Y en el agua se mueve con la experiencia y la desenvoltura de un pez. Os lo repito, nadie puede rescatar a quien ha sido arrastrado hasta el agua por un Thröllwurm. Tal vez el monstruo querría hacer creer lo contrario, pero no debéis darle el gusto: lo haría para volveros pasto de sus congéneres. Dejad, por tanto, que me exponga yo solo.

      Bruno tuvo que dar su consentimiento, y él y Wilfred permanecieron donde estaban. Mientras tanto Andy, no sin aversión, hizo avanzar a su cabalgadura a través de la niebla y las aguas malsanas, rezando por su vida, intentando hallar de nuevo el camino. Cuánto le demoró encontrarlo, no lo supo; le pareció una horrible eternidad. De cualquier manera, al fin lo encontró.

       Wilfred estaba acostumbrado a aguardar. Un sirviente debe aprender a no impacientarse ante las demoras de su señor. Pero por desgracia, no era el caso de Bruno, quien al parecer había olvidado sus propios días de escudero. Para distraerse, paseó la mirada por su entorno, con la niebla flotando como etéreos fantasmas errantes; y fue así que, al mirar hacia la orilla, hizo un macabro descubrimiento.

       Se trataba de un cuerpo humano a medio devorar, y Bruno había advertido, con un estremecimiento de horror, que las facciones le eran espantosamente familiares.

       -¡Reiner!-exclamó casi a gritos, desmontando en el acto.

      -¡Señor, señor!-lo llamó Wilfred, asustado al ver moverse tan decididamente su joven e impulsivo amo-. ¿A dónde vais?... ¡Andy pidió que lo esperáramos aquí!

      Bruno no hizo caso y avanzó en dirección a los destrozados despojos que yacían en la orilla. Entonces los vio también Wilfred, al fin, pero a él le preocuparon menos que a su señor; lo  que de verdad lo inquietaba era la impresión de hallarse en un pantano maldito, cercado por un siniestro y adormecido pero pronto a despertar en cualquier momento.

      -¡No os acerquéis a la orilla!...-suplicó.

      -Estoy armado-contestó Bruno, con fastidio; pues empuñaba su lanza, en cuyo manejo pocos podían superarlo.

      Allí donde las aguas en vaivén le humedecían cada tanto las suelas de sus botas, Bruno, con repugnancia y temor, constató que no se había equivocado: aquellos eran los restos de Reiner, llegados allí con antelación merced a la fuerte correntada del Kronungalv y a la voracidad de un depredador que debía tener allí su madriguera.

      Sin duda, Bruno no guardaba buen recuerdo de aquel a quien, equivocadamente, había honrado con el título de amigo; pero no pudo reprimir un escalofrío de horror ante aquel final. Tras reconocer las facciones, examinó el resto del cuerpo, cuyo estado era inenarrable. Se vio asaltado por náuseas.

      Fue entonces que Wilfred distinguió algo a la izquierda de su amo: algo bajo, achaparrado pero inmenso y medio cubierto de nieve, que se movía apenas. Se le erizaron los cabellos.

      -¡SEÑOR, A VUESTRA IZQUIERDA!...-gritó; pero ya era muy tarde. El Thröllwurm había saltado hacia adelante, aprisionando la pierna izquierda de Bruno entre sus mortales quijadas, con tanta brutalidad que el joven Caballero soltó su lanza. Wilfred espoleó su caballo en dirección al monstruo y su presa.

      Jamás en su vida había imaginado Bruno poder sentir tanto miedo. La pierna aprisionada entre aquellas fauces estaba protegida por un calzón de mallas metálicas; aun así, sentía la presión de los poderosos colmillos a través de tal defensa. Supo de inmediato que el reptil no se estaba esmerando todo lo que podía; que en cualquier momento, las mandíbulas presionarían con más fuerza, y su pierna izquierda se convertiría en una informe masa de anillas metálicas y carne trituradas por igual. Tal pensamiento lo horrorizó todavía más. En vano estiró un brazo para alzanzar su lanza mientras el  Thröllwurm lo arrastraba hacia el agua. Segundos más tarde, Wilfred desmontaba y se apoderaba del arma, haciendo un rápido repaso mental de cuanto Andy les había dicho a él y a su amo, y comprendiendo por lo tanto que su intento por rescatar a éste tenía pocas posibilidades de éxito.

      En eso, sin embargo, la suerte lo favoreció. El Thröllwurm protegía su retaguardia asestando temibles coletazos que Wilfred esquivaba a duras penas, cuando emergió del agua, y yendo a su encuentro, otro de los de su especie: un ejemplar más grande y agresivo, que visiblemente se disponía a arrebatarle la presa. Retrocedió furioso, oprimiendo la pierna de Bruno con más fuerza; varias anillas metálicas saltaron de sus sitios, y los colmillos se abrieron paso a través de la carne. El joven Caballero, ya con pocas esperanzas pero dispuesto, pese a todo, a morir tan digna y valientemente como le fuera posible, se negó a soltar siquiera un mísero gemido; no lo soltó ni aun cuando el Thröllwurm, viendo aproximarse al que trataba de disputarle la presa, movió su hocico hacia la diestra y hacia arriba con inusitada violencia, para que no lo privaran de su truculento banquete. Bruno se vio sacudido como un muñeco de trapo; la pierna crujió, delatando roturas de hueso y desgarros musculares. Un espasmo de dolor lo estremeció, pero siguió resistiéndose a emitir el más leve quejido. Sólo deseaba ser lo bastante fuerte para mantenerse firme hasta el fin; para no dar a sus enemigos ese placer adicional.

      No comprendió por qué la bestia, de repente, abrió sus fauces, liberándolo; no hasta que logró girar un poco la cabeza y vio a Wilfred bregando por recuperar la lanza, con la que había atravesado la garganta del monstruo, que éste había expuesto al alzar su hocico para que su congénere no le arrebatara la presa. Pero ahora, el escudero tendría que vérselas con el segundo Thröllwurm, y éste se veía más grande, más fuerte, más feroz y más experimentado que el anterior. El reptil avanzaba de prisa, manteniendo en todo momento el hocico bajo y las fauces abiertas. Wilfred, una vez recobrada la lanza, pensó primero que por ahora su enemigo no ofrecía un punto más vulnerable que los ojos. Luego vio aquellas fauces abiertas, y pensó que, tal vez, el interior de la boca fuera menos recio que su poderoso lomo. Intentó atacar por allí.

      Andy llegó a tiempo para presenciar, entre la angustia y el terror, el doloroso y heroico desenlace. Vio la lanza partiéndose en dos entre las fauces del Thröllwurm. Oyó a Bruno gritándole a Wilfred que lo dejase allí, que se pusiera a salvo. Casi logró introducirse en la mente de Wilfred. Había sólo una manera de salvar a Bruno: proporcionando al Thröllwurmm otra presa que lo mantuviera ocupado.

      El menudo y rechoncho y escudero tuvo apenas uno o dos segundos de desgarradora vacilación antes de correr directo a las quijadas del Thröllwurm, desoyendo los alaridos desgarradores de Bruno, que le instaban a huir. El reptil lo capturó entre sus mandíbulas y sintió apenas una pedrada en el lomo, y otra en el hocico, y otra cerca del ojo... Cinco o seis proyectiles llovieron sobre él de esa forma, sin hacerle mella, hasta que Bruno, buscando desesperadamente otra piedra, se vio forzado a admitir que ya no quedaba ninguna.

     -Vamos, es preciso poneros a salvo-le dijo Andy cuando llegó hasta él.

      -Yo me las arreglaré sólo, salva a Wilfred...-contestó Bruno, sabiendo que sólo decía tonterías, y sintiendo que sus ojos se llenaban de lágrimas.

      El Thröllwurm notó el dolor y la impotencia en los dos humanos que lo miraban. Sonrió con malevolencia, lanzó un rugido satisfecho y al mismo tiempo sacudió a su presa, exhibiéndola en un horrendo alarde de triunfo que ni Bruno ni Andy olvidarían jamás, como no olvidarían tampoco la última mirada que les dedicó Wilfred, resignada y valerosa, antes de que su verdugo diera media vuelta hacia el agua.

      -Haz algo... Usa la lanza...-sollozó Bruno; pero Andy se esforzó por no oírlo, por arrastrarlo lejos de la orilla, por ignorar al Thröllwurm que, mientras se alejaba a nado, se volvía cada tanto, rugiendo en son de desafío y mostrando aquella presa imposible de rescatar.
Palabras claves , , , ,
publicado por ekeledudu a las 16:49 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
25 de Octubre, 2010    General

XXI

XXI

       Faltando una hora para el amanecer, una espesa niebla envolvía los bosques de coníferas próximos a Drakenstadt. Los tres jinetes que avanzaban hacia la ciudad marchaban por terreno elevado, evitando la proximidad del agua: a la orilla del Kronungalv era bastante factible hallar Thröllewurms, y Andy no tenía el menor deseo de vérselas con ellos a ciegas.

      -Gente-indicó Bruno, al ver más adelante luces que, indiscutiblemente, procedían de otras tantas antorchas.

      Incluso antes de estar lo suficientemente cerca, Bruno, Wilfred y Andy escucharon las voces exaltadas comentando a gritos, casi todos a un tiempo, quién sabía qué cosa. A juzgar por sus timbres había allí lo mismo mujeres que hombres, pero predominaban estos últimos. ¡Me lleve el  Diablo!, repetía a cada rato una cascada voz de anciano en lo que por lo visto era su frase de cabecera.

       Al seguir avanzando, los tres cabalgantes vieron que se trataba de un grupo de unas quince personas. A la vista de Bruno, un Caballero, se descubrieron respetuosamente e hicieron abundantes inclinaciones de cabeza.

       Andy examinó el entorno. En algunas partes, el suelo estaba hecho un asco, ya que, cada tanto, en medio de un primoroso paisaje nevado se abrían algo así como hoyos de nieve derretida mezclada con barro y una sustancia oscura a la que por intuición identificó como brea.

       Algunas coníferas tenían el tronco ennegrecido y pinochas medio quemadas. Evidentemente, habían comenzado a arder, pero la nieve de sus copas había evitado, al menos por el momento, que se produjera un incendio, apagando las llamas al derretirse; si bien no podía descartarse que quedaran fuegos medio adormilados y listos para  resurgir, tan devastadores como los mismos Wurms, a la primer ráfaga de viento.

       Andy reconoció, entre los presentes, al guardabosques; tal vez éste había ayudado a que el fuego no se hiciera incontrolable.

       -Buenos días-saludó Bruno-. ¿Qué ha ocurrido aquí?

        Andy lamentó la para él innecesaria pregunta. Todo el mundo, con mucho entusiasmo, se apresuró a responderla a la vez, de modo que nada se entendía.

       -Bueno, ¡basta!-exclamó Bruno, y todos callaron-. A ver: hablad vos-dijo al guardabosque.

       -Durante la noche, dos Jarlewurms fueron muertos por los valientes guerreros de Drakenstadt-contestó el hombre.

      -¡Jarlewurms!-exclamó Bruno-. Entonces, ¿lograron remontar el río?

      -Sólo esos dos, que sepamos, señor-contestó el guardabosque.

      -¡Me lleve el Diablo!-terció un viejo barbado, algo calvo y notablemente robusto-. Pero qué monstruos, ¿eh? Y eso, señor, que yo no me impresiono por cualquier cosa. Fui guardabosque antes que él-señaló al actual ocupante del puesto-, y me ha tocado enfrentarme a jabalíes a la carga, hordas de lobos, osos enfurecidos... Y nunca tuve miedo, no señor. pero esta vez, cuando nos sugirieron abandonar todo e irnos a otro lugar, a las montañas preferentemente, no me hice rogar, ¿eh?... ¡Me lleve el Diablo!...

      -Qué más quisiera yo, sino que el Diablo te llevara de una vez según lo pides a cada rato y siguieras jodiendo en los Infiernos, y no aquí-intervino otro anciano, cuya expresión se había tornado sufrida al tomar la palabra el ex-guardabosque.

       -La verdad es que asustaban-admitió el guardabosque actual-. Cuando todos huyeron, yo permanecí en mi puesto, como correspondía; y mientras había luz, no me preocupaba en absoluto. Me encontré con los reptiles más de una vez, pero no me vieron. Conozco estos parajes mucho mejor que ellos, después de todo, y había planificado distintos métodos de fuga y evaluado posibles y diferentes vías de escape según el lugar donde me sorprendieran. Pero de noche era otra cosa. Estoy seguro de que ellos nunca supieron que yo estaba aquí; creían que toda la gente del entorno de Drakenstadt había huido. Luego del crepúsculo, me iba a dormir, ya que no me animaba a encender siquiera una mísera vela, por miedo a delatar mi presencia. Las dos primeras noches las pasé temblando, sin dormir la primera de ellas, durmiendo mal la segunda. La tercera noche me venció el sueño, pero en medio de la cuarta escuché ruidos afuera. Uno de esos monstruos se había acercado a mi cabaña, y por un momento temí que fuera a derribarla o a incendiarla conmigo adentro. Creí que me había llegado la hora; jamás tuve tanto miedo como entonces. Cuento con cierto coraje a la luz del día; pero esos ruidos en la oscuridad me pusieron los pelos de punta. Desde entonces, para dormir bajaba al sótano, y que fuera lo que quisiese el Señor...

       -Decís que mataron a esos Jarlewurms. ¿Cómo fue? ¿Lo sabéis?-preguntó Andy.

      -Alguna idea tengo-repuso el guardabosques-, porque el propio señor Eyjolvson fue a prevenirme a mi cabaña, diciendo que habría jaleo en el bosque y que no me alarmara ni abandonara mi escondite.

       -¿El señor Thorstein Eyjolvson está en Drakenstadt?-preguntó Andy, sorprendido.

      -¡La de veces que habré ido de caza con él y con el Príncipe Gudjon!...-exclamó el ex-guardabosque.

       El viejecillo que antes había puesto cara de sufrimiento perdió la paciencia.

       -Viejo idiota, a ver si te callas, que sólo los acompañaste en dos ocasiones, y porque te invitaste tú mismo-resopló cual marmita en ebullición-. Siempre estás aburriéndonos con zonceras acerca de tus gloriosas hazañas de tus días de guardabosque, los terribles peligros que corriste y la deferencia que te tenían los poderosos. ¡Cuentos, puros cuentos!...

      -El señor Eyjolvson me dijo que aprovecharían que esta noche no habría luna para asustarlos un poco-contestó el guardabosque en funciones-. Dividiría a sus hombres en grupos apostados en tramos desde el sitio donde los monstruos pernoctaban, hasta cierto precipicio que se abre cerca de aquí. Los hombres llevarían antorchas encendidas y ocultas bajo jarros, y cuernos que deberían ser soplados con dos señales distintas, una para avisar a los compañeros  de grupo de que debían entrar en acción, y otra para alertar al siguiente grupo de que era su turno de moverse. A la primera señal, todos los compañeros quitarían los jarros para que los reptiles vieran las luces de las antorchas y atacasen. Cuando esto sucediera, los hombres apagarían las antorchas en la nieve y se dispersarían en todas direcciones, ocultándose. La idea era que los Jarlewurms malgastasen sus fuegos en tratar de obtener luz para ver a sus enemigos. El señor Eyjolvson confiaba en que, en determinado momento, los ganaría el terror y atacarían a ciegas e irreflexivamente o huyeran a tal velocidad que ellos mismos se hicieran algún daño en la fuga. Deseaba atraerlos al precipicio, pero para entonces ya debían estar nerviosos y carentes de fuegos propios que pudieran serles útiles para ver que ante ellos se abría un abismo. El plan fue exitoso: hemos visto en el fondo del abismo los cadáveres de ambos monstruos.

      Las últimas palabras desataron enardecidas protestas entre el resto de aquellas gentes: habían visto moverse a los reptiles en el fondo del precipicio.

      El guardabosque, infructuosamente, trató de hacerse oir por envima del vocerío, hasta que Bruno impuso silencio con un gesto de la mano, e indicó hablar al primero.

      -Cayeron desde una altura demasiado elevada-dijo-. No los hemos visto mover más que alguna pata. Creo que son sólo reflejos. Aun sin que estuvieran muertos todavía, tendrían tantos huesos rotos que no podrían sobrevivir.

      -Esperemos-deseó Bruno en voz alta.

      -Pero el peligro no ha pasado-dijo dramáticamente el anciano ex-guardabosque-. Queda todavía Bermudo, el que es invisible.

       -No es invisible-exclamó Andy, ya muy harto de explicar la diferencia a cada persona que encontraba-. Puede confundirse con el color de lo que tiene cerca de él, nada más.

       Por la expresión de la gente, se hubiera dicho que acababa de hablarles en latín.

       -Bueno, pues si es justo lo que yo digo, ¡se hace invisible!...-exclamó el ex-guardabosque-. ha de ser el monstruo que encontré el otro día, que por fortuna no me vio, y cuya altura rebasaba la copa de los árboles más altos.

       -Ajá. Y que, sin embargo, era tan liviano, que jamás pudimos encontrar sus huellas-se mofó el otro viejecillo.

       El ex-guardabosque lo miró con rabia.

       -¿No fuisteis vos quien me contó, hace unos meses, una historia que de puro bobo creí cierta en su momento, acerca de cierto lobo del tamaño de un caballo al que una vez seguisteis y disteis muerte?...-preguntó Andy, con sonrisa burlona y suspicaz.

      El viejo ex-guardabosque miró al mocito, que le parecía vagamente conocido pese a que todo indicaba que era forastero. Efectivamente, él una o dos veces había repetido esa historia creada por su brillante genio. Lo que no entendía era por qué demonios la gente ponía tanto empeño en arruinar los emocionantes relatos de sus aventuras, analizándolas y denunciándolas como falsas en su mayoría...

      -¡Me lleve el Diablo!...-concluyó, indignado.
Palabras claves , , , ,
publicado por ekeledudu a las 14:12 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
SOBRE MÍ
FOTO

Eduardo Esteban Ferreyra

Soy un escritor muy ambicioso en lo creativo, y de esa ambición nació EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO, novela fantástica en tres volúmenes bastante original, aunque no necesariamente bien escrita; eso deben decidirlo los lectores. El presente es el segundo volumen; al primero podrán acceder en el enlace EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO I: INICIO. Quedan invitados a sufrir esta singular ofensa a la literatura

» Ver perfil

CALENDARIO
Ver mes anterior Mayo 2024 Ver mes siguiente
DOLUMAMIJUVISA
1234
567891011
12131415161718
19202122232425
262728293031
BUSCADOR
Blog   Web
TÓPICOS
» General (270)
NUBE DE TAGS  [?]
SECCIONES
» Inicio
ENLACES
» EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO I: INICIO
FULLServices Network | Blog gratis | Privacidad