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¡Sorpréndeme!
EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO II
La segunda parte de la más extraña trilogía de la literatura fantástica, publicada por entregas.
19 de Junio, 2013    General

CCXVI

CCXVI

      Arn se llevó tamaño susto al ver a los Leprosos saliendo de la cueva, cubiertos por tétricos mantos e infinidad de vendajes. Por supuesto, en la fría Andrusia la lepra se conocía sólo a través de referencias bíblicas, y los nobles no solían ser asiduos lectores de la Biblia. Aun así, algún conocimiento del tema tenía Arn, y lo poco que sabía, lo estremecía; pero sus incompletas nociones sobre la lepra no lo habían preparado para el espectáculo de aquellas figuras fantasmagóricas bajo las cuales las carnes se corroían poco a poco. Sin embargo, demasiado bien aleccionado por Balduino, disimuló su repulsión y su temor. No le costó tanto, ya que los efectos de la tunda de la noche anterior se hacían sentir bien reales y le daban otra cosa en qué pensar.

       El clima entre los Leprosos era decididamente de funeral y derrota. Siempre solía quedar apostado de guardia uno de ellos. Balduino al no ver a nadie afuera: temió que algo hubiera ocurrido y estuvieran todos muertos. En ese momento, su horror superó por mucho al que luego asaltó a Arn, cuando al fin los tres Leprosos aún en pie emergieron de su guarida. Fue bastante feo comprobar que, si ninguno de ellos montaba guardia, aparentemente se debía a que estaban convencidos de que no valía la pena, a que todo les daba igual. Y mucho peor fue, lo mismo para Balduino que para Wjoland, que Sergio, Apolonio y Gabriel se quedaran mirándolos a ambos, como preguntándoles por qué monstruosa injusticia su camarada agonizaba, y ellos dos derrochaban salud. Normalmente, eran los Leprosos los sabios, los filósofos, los quetenían respuestas para todo. Ahora que los papeles se invertían, Balduino y Wjoland no se sentían a la altura de las circunstancias; y aun así, algo tenían que decir o hacer.

           -Os hemos traído un regalo...-dijo al fin el pelirrojo-. Ya sé que no es momento, pero...-y se interrumpió. Si efectivamente lo sabían, ¿para qué lo habían traído a pesar de todo? Sus propias palabras le sonaban torpes y grotescas.

          Wjoland, no obstante, advirtió que los apagados ojos de los tres Leprosos se avivaban un poco, igual que brasas semiextintas bajo la acción de un fuelle. Ella supo entonces que no había sido un error seguir con el plan original; que aun cuando el regalo en sí les fuera indiferente en este momento de dolor, los confortaba que alguien se acordara de ellos. Así que se volvió hacia Arn, y éste recordó lo que le habían mandado hacer, y extendió la diestra que empuñaba lo que el había tomado por dos vulgares palos largos y muy pesados y dispuestos en cruz. Gabriel lo identificó de inmediato como un estandarte sin desplegar, y se adelantó para recibirlo, intrigado.

           -Quisiéramos ser mejores anfitriones-dijo a Arn, hacia cuyo rostro contuso señalaba embarazosamente-, pero con esas heridas, mejor quedaos a distancia, señor. Soy Gabriel de Caudix, y ellos son mis compañeros y superiores, Apolonio y Sergio...-concluyó, señalando ahora a sus camaradas que aguardaban detrás.

         Cortesía es cortesía, y si se la ha aprendido desde la más temprana infancia, luego brota por instinto. Ahora bien, Arn se encontraba en un brete; porque la buena educación le exigía presentarse a su vez, la prudencia le exigía mantener su verdadera identidad en secreto, y la lógica le recomendaba inventar un nombre que luego recordara fácilmente, si por fuerza debía presentarse bajo uno falso.

          -Llamadme Fulnir-acabó respondiendo muy a su pesar. No es que le hubiera tomado cariño al mote, pero ahora había aprendido a volverse cada vez que alguien lo llamaba así; de modo que convenía resignarse a él y aprovecharlo.

         -¿Podemos ver a Evaristo?-preguntó Balduino, temiendo, fatalista, que se le respondiera que eso ya no era posible.

         Gabriel, entregado a la tarea de desenrollar el estandarte ante los ojos de Apolonio y Sergio, tan anhelantes como los suyos, se sintió avergonzado por no haber invitado a los dos visitantes conocidos a ver al agonizante. Iba a disculparse, cuando se le adelantó Apolonio:

         -Sí, claro, perdonad. El te aguardaba, Balduino, sabía que vendrías, y no quería morir sin despedirse de ti y darte un último obsequio. También le complacerá verte a ti, Wjoland, pero sentimos no tener nada que ofrecerte: lo que teníamos para darte, ya te lo dimos cuando estabas por dejarnos, si es que entiendes.

          Apolonio les indicó que lo siguieran, y mientras avanzaban de uno en uno, Balduino se volvió hacia Wjoland, en gesto sorprendido e interrogante: ¿qué le habían regalado antes de que ella los dejara? El creía recordar que, al volver a Freyrstrande tras su convivencia con los Leprosos, ella no llevaba nada más que aquello con lo que había venido. No obstante, a su mirada inquisitiva respondió ella con una sonrisa enigmática y apenas insinuada, muy extraña; y eso le recordó al pelirrojo que aquella vez, antes de emprender el regreso, los Leprosos habían pedido unos instantes a solas con ella, y que luego, durante el trayecto, había estado rara y silenciosa. Cualquier cosa que le hubieran dado, tenía que ser muy especial: quizás alduna pequeña y poco frecuente joya, o algún brebaje descubierto mediante alguimia... Pero, pensándolo bien, no podía ser esto último: los Leprosos no contaban allí con el instrumental necesario, carencia que precisamente permitía a la enfermedad avanzar sobre ellos más velozmente.

         La caverna estaba iluminada por una única antorcha, y a la luz de la misma se veía un inusual desaseo, producto del desánimo que se apoderaba de los tres Leprosos destinados a sobrevivir a su líder. yacía entre unas mantas en el rincón más confortable de la caverna, bien al amparo del viento.

          -Tienes visitas, Evaristo-anunció Apolonio.

          -¿Balduino?...-jadeó el agonizante.

          -Y Wjoland-precisó Apolonio.

          -¡También Wjoland!-se alegró Evaristo, sonriendo débilmente-. Sí que es una grata sorpresa...

           Se le dificultaba un tanto el habla, pero, valerosamente, procuraba disimularlo. La verdad era que, salvando ese detalle, su aspecto hacía pensar que simplemente hubiera despertado muy tarde y tuviese pereza para incorporarse.

         Esperó a oír los pasos de Apolonio retirándose, y dijo entonces:

         -Lamento el desorden. Sé que lo hay, por muy ciego que esté: hay restos de comida descomponiéndose aquí y allá, y dentro de esta gruta todo hedor se intensifica, como podéis comprobar. No debería tolerárselo a mis compañeros, no es bueno para ellos; pero ¿sabéis?, la lenta agonía de un ser querido, lo sé por haber pasado por la experiencia más veces que ellos (demasiadas veces, me atrevo a decirlo), siempre es triste y desgastante. Mi esperanza es que, cuando todo haya terminado, ellos vuelvan a ser los de antes.

         -Si me permitís que os lo haga notar, deberíais pensar un poco más en vos mismo y menos en los demás, señor-respondió.

           -Y mira quién lo dice-se burló Evaristo-. De todos modos, no puedo hacer otra cosa. A veces la vida carece de sentido si no hay otros en quiénes pensar y por los que esforzarse en seguir adelante... Por otra parte, la mía no fue una mala vida, si lo pienso; pero también fue sufrida y extenuante y, en consecuencia, no será un gran pesar abandonarla, sobre todo ahora que mi tiempo útil llegó a su fin, y soy una carga para mis compañeros. Hace ya varios días que el Señor me llama. Creo que El sabrá perdonar que lo haya hecho esperar un poco. Un par de motivos me retenían todavía en este mundo, y uno era la incertidumbre respecto a mis compañeros. En Caudix, se sentirían aliviados una vez que todo terminase; pero aquí... Aquí sólo se tienen ellos tres para consolarse y reconfortarse unos a otros...

         -Intentaré venir a verlos más seguido-dijo Balduino-, aunque lamento no poder prometer nada.

          -Te lo agradezco, sobre todo por Gabriel. No quisiera estar en su lugar... Un muchacho que aún tiene toda una vida por delante, demasiado sano para ser Leproso y demasiado Leproso para ser sano, rodeado sólo de personas muy enfermas... Tu amistad le ha hecho bien.

           -Podría quedarme un tiempo con ellos-propuso Wjoland.

           -No. Gracias, pero no-se opuso Evaristo-. Ya lo hiciste una vez.

          -Pero sólo por mi propio bien, en aquella ocasión-le recordó Wjoland-. Podría ahora hacerlo de nuevo, por devolver aquel favor.

          -Pero si ya nos lo devolviste con creces en aquella misma ocasión, ocupándote de algunas labores y, sobre todo, haciéndonos reír con tus ocurrencias... No reímos muy a menudo. De veras que no nos debes nada.

         -Pero me parece que vuestros compañeros tienen derecho a decidir...

         -Wjoland, por favor-interrumpió Balduino con suavidad-. Evaristo conoce a sus compañeros mejor que nosotros... El sabrá lo que dice.

         Era todo cuanto podía alegar sin trasgredir los límites de la discreción. Trasgrediéndolos, habría agregado que de veras no era buena idea la de Wjoland, porque tiempo atrás, Gabriel se había enamorado o semienamorado de ella. Y aparte de que Wjoland vivía ahora en pareja con Hrumwald, su condición de Leproso desaconsejaba a Gabriel buscar compañera entre mujeres sanas. Claro que Wjoland era en cierto modo distinta, pero igual era preferible no arriesgarse: había motivos para suponer que, pese a su entereza en otros asuntos, Gabriel habría sobrellevado mal una negativa a eventuales propuestas amorosas.

          Wjoland quedó mirando a Balduino, adivinando que éste callaba algo. El pelirrojo entrevió que, por su parte, ella tenía algo para replicar, y también motivos para llamarse a silencio. De tácito común acuerfdo, prefirieron dejar las cosas así.

       En ese momento volvió a entrar Apolonio, ahora escoltado por Sergio a su derecha y por Gabriel a su izquierda. Evaristo los oyó acercarse, y olisqueó el aire, tal vez intentando identificarlos por su olor; y sonrió débil pero sinceramente.

         -¿Por ventura Nuestro Señor ha vuelto para sanar a otros tres Leprosos?-preguntó-. La última vez que escuché esos pasos, venían a la rastra.

          -Nunca más nuestros pies irán a la rastra, hermano-contestó Apolonio-. Te lo prometemos. Puedes irte en paz.

          Había tal determinación en su voz, que hacía pensar en un guerrero aprestándose para el combate. Balduino lo miró, y luego, por turnos, a Sergio y a Gabriel. No estuvo seguro, pero le pareció que este último había llorado intensamente hacía poco. Si era cierto, el efecto de ese llanto debía haber sido benéfico, porque se lo veía mucho más relajado.

         -Balduino y Wjoland nos han hecho un regalo, Evaristo-dijo Apolonio-: un estandarte.

         -¿Sí?...-preguntó el moribundo, con radiante asombro en medio de su sufrimiento-. Esto me gusta. Cuéntame como es. Después de todo, también es mío, aunque no pueda verlo, ¿no?

         -Seguro, hermano, seguro... Es hermoso como no podría hallarse otro. Negro, tan negro como la noche o como la adversidad, y sin embargo, resplandece a la vista; porque en su centro, un espléndido fénix renace triunfante de sus cenizas. Es un estandarte para que quienes lo vean recuerden que ni en las peores circunstancias deben rendirse; y nosotros tendremos eso muy en cuenta cada vez que lo veamos.

         Balduino quedó pasmado ante esas palabras. la verdad era que, efectivamente, ésa había sido su intención original; pero varias veces había dudado de conseguir ese objetivo, y nunca más que al enterarse de la agonía de Evaristo. Parecía que en momentos de tanto dolor no había consuelo posible.

          -Entonces os comprometo, cuando yo ya no esté, a salir afuera una vez al día y agitar ese estandarte tan alto como os sea posible-pidió Evaristo-. Así yo, en las estancias del Señor, podré verlo, saber dónde estáis para orar por vosotros y, sobre todo, permanecer en paz, seguro de que cumplís con vuestra promesa de jamás daros por vencidos. ¿Es realmente ese estandarte todo lo hermoso que asegura Apolonio, Wjoland?

        -No sé, señor, a mí me parece que no es para tanto-respondió Wjoland, que en realidad consideraba que el resultado de tanta labor había terminado siendo un adefesio único, y que lo único valioso en él eran las intenciones y, por lo tanto, estaba todavía más desconcertada que Balduino ante la buena recepción del obsequio.

         -Tanta humildad me hace pensar que lo confeccionaste tú misma en su mayor parte, ¡o me equivoco, Balduino?-preguntó Apolonio.

         La respuesta tardó en llegar.

         -Casi todo lo hizo ella, sí-admitió al fin el pelirrojo-. En realidad, yo no hice nada. El diseño lo proyectó Hendryk, nuestro tatuador, y...

              Fue todo cuanto pudo decir antes de quedar anegado en lágrimas: un llanto terrible, convulsivo, cuyas verdaderas causas ni él fue capaz de discernir, pero en el que sin duda se mezclaban dolor, rabia impotente y una honda emoción. Dolor ante la inminencia de la muerte de un hombre justo, cuando infinidad de hombres malvados gozaban de buena salud, y toda la libertad del mundo para cometer cuantos desmanes quisieran; rabia consigo mismo, por ser incapaz de modificar eso, e incluso, más modestamente, de retribuir a los Leprosos cuanto ellos habían hecho por él, al punto de que el estandarte era más el regalo de otros que suyo; y emoción por la increíble entereza de los Leprosos incluso ante los más crueles reveses de la vida, mientras que él era un cobarde que se hubiera derumbado por mucho menos.

         También Wjoland lagrimeaba un poco, pero mucho más calmadamente, con la serenidad de quien considera que el Universo está en buenas manos, y que cuanto ocurra en él tendrá su razón de ser, aunque uno no llegue a comprenderla.

        -Creo que puedes encargarte de los preámbulos, Apolonio-pidió Evaristo, en cuanto hubo cesado aquel llanto compulsivo del pelirrojo-. Estoy algo cansado.

           -Cómo no-accedió Apolonio-. Balduino, ya te adelantamos que tenemos algo para ti. Todos estamos de acuerdo en otorgártelo, pero sólo uno puede hacerlo, de modo que el honor será de Evaristo. No se trata de nada material; no tenemos bienes materiales, y de todos modos, no alcanzarían para pagar lo que has hecho por nosotros...

        -Ni he hecho tanto, ni hay deuda que deba ser pagada, al menos por parte vuestra. A lo sumo, si no soy yo el deudor, estamos a mano.

         -Eso lo dices porque no tienes lepra, y no sabes cuán difícil es recuperar el orgullo una vez que descubres que la tienes y ves cómo la gente, seres amados inclusive, se apartan de ti con temor y repugnancia. No, no te escucharemos-cortó Apolonio, al ver que Balduino iba a protestar de nuevo-. Sólo nosotros sabemos hasta qué punto  reforzó nuestra dignidad el que te acercaras a nosotros y nos trataras como a tus pares; y queremos agradecértelo  del único modo que nos es posible hacerlo, pero si llegaras a alardear de lo que recibiste, o simplemente a anunciarlo por tu propia voluntad, ese don perderá su valor. Sin embargo, si te preguntan (y puede que te pregunten, porque nosotros sí tenemos libertad de hablar de ello, y nos encargaremos de que todo el mundo llegue a saberlo), puedes responder con la verdad. Lo que queremos concederte es un honor que en Caudix sólo muy excepcionalmente reciben los no Leprosos...

           -La bendición-susurró Balduino, escéptico, impactado por aquella gracia que ni en sueños habría imaginado recibir-. Pero si...

            -De la bendición se trata, en efecto, y sin peros-cortó Apolonio, tajante-. Sabemos que apreciarás ese honor, y que procurarás seguir mereciéndolo en lo sucesivo tanto como lo mereces ahora; que no nos avergonzarás con conductas indignas. También para nosotros será un privilegio; así que déjanos hacer.

           -Acércate, hijo-indicó Evaristo.

           Todavía aturdido, Balduino tardó en advertir que se dirigía a él. Se aproximó al moribundo e, instintivamente, hincó rodilla en tierra, un gesto que antes había hecho sólo una vez, al ser armado Caballero, y que nunca más volvería a hacer, como no fuera obligado por el protocolo. Evaristo se incorporó dificultosamente, con ayuda de Sergio y Gabriel, y Apolonio se acercó con un recipiente que, según se vio después, contenía aceite. Evaristo hundió en el óleo su índice derecho, o mejor dicho lo que quedaba de él, y trazó una pequeña cruz en la frente del pelirrojo.

        -Sé bendito, Balduino de Rabenland, amigo de los Príncipes Leprosos-dijo-, en mi nombre y en el de todos mis hermanos de Caudix. Que el Señor guíe tus pasos y te sostenga en la adversidad como lo hace con nosotros; y si en nuestras manos estuviera alguna vez ayudarte, no dudes en buscarnos allí donde estemos.

          Las palabras repercutieron en cada ángulo y oquedad de la gruta, amplificadas como si efectivamente Dios mismo estuviera expresando su voluntad. Evaristo palpó suavemente el hombro de Balduino, invitándolo a incorporarse. Cuando así lo hubo hecho el pelirrojo, Evaristo lo abrazó y lo besó en la mejilla. Esto era habitual en muchas ceremonias de la época, pero acto seguido Evaristo volvió a abrazarlo, como con desesperación.

          -Quisiera ahorrarte el sufrimiento que te aguarda, lo haría mío con gusto; pero no puedo-dijo en afectuoso tono de padre despidiendo a un hijo muy amado que marcha hacia una cruenta, y absurda guerra.

      Balduino quedó desconcertado ante tales palabras. No era el único: el resto de los presentes de miraban entre ellos, preguntándose si un segundo después de impartir la bendición, la última cuerda que ataba la mente de Evaristo se habría roto, haciéndolo entrar en el desvarío. Quizás el clima de la ceremonia, estando ya tan próxima su muerte, le había hecho retroceder, en su cerebro, hasta Caudix, adonde había bendecido a tantos Leprosos recién llegados, intentando prepararlos para las penales que soportaban y que aún les sobrevendrían en gran cantidad.

         -Ven, Evaristo, necesitas descansar-lo invitó amablemente Apolonio, intentando, con tacto, separar aquel abrazo.

        Pero Evaristo no hizo xaso, y se aferró al pelirrojo aún con mayor fuerza.

         -Fuiste nuestro amigo-continuó-. Sólo recuerda resistir incluso cuando toda esperanza parezca vana, con el mismo coraje que demostraste la noche que nos conocimos, cuando maltrecho y todo luchabas por volver a ponerte en pie...

          -¿Por qué, Evaristo, qué pasa?-preguntó Balduino, considerablemente inquieto.

          Pero a espaldas de Evaristo, Apolonio asomó su rostro, llevándose un dedo a los labios en reclamo de silencio; y Balduino no siguió preguntando. El propio Evaristo parecía ahora incómodo, como si se diera de pronto cuenta de que había hablado de más. Volvió a besar a Balduino, en la frente esta vez, y se separó al fin de él.

          -Lo bueno siempre llega a su fin, pero por suerte eso es también lo que termina ocurriendo con lo malo-concluyó-. Adiós, hermano. Ya volveremos a hablar... Sólo que no en este mundo, ni en esta vida.

         Y así diciendo, se dejó llevar por Sergio y Gabriel de regreso a su improvisado lecho. Apolonio quedó luego junto al moribundo, mientras los otros dos Leprosos iban a despedirse de Balduino y de Wjoland. Los condujeron hasta la salida, y ya en la boca de la gruta, dijo Sergio:

           -Oye, Balduino, respecto a lo que sucedió hace un rato, no le des demasiada importancia. Lamento que estuvieras presente cuando todo esto ocurrió. Nosotros ya estamos acostumbrados: es muy habitual que alguno de nuestros compañeros, estando agonizante, hable de cosas que suenan incoherentes y que, no obstante, parecen tener sentido al mismo tiempo, aunque uno no sepa captarlo. Dicen algunos en Caudix que quienes van a morir se enteran de golpe de muchas cosas pasadas y futuras, pero que, para no arruinar a nadie la aventura de la vida, no les es permitido revelar  sino veladamente; sin embargo, no es cosa probada. Podrían ser sólo simples delirios de moribundo.

         Tal vez lo fueran en efecto, pero Balduino no podía librarse de la sensación de que Evaristo, en el umbral de la muerte, había vislumbrado en su futuro cosas de las que habría sido preferible no enterarse. Durante el viaje de regreso se distendió un poco, pero volvió a pensar en ello en Freyrstrande cuando, hacia el atardecer, la familiar y tétrica imagen del compacto frente de nubarrones pareció hablarle desde el horizonte. La negra cerrazón se veía más cercana y más lúgubre que nunca, y ante ella, Balduino se sintió invadido por funestos presagios.

         Años más tarde recordaría frecuentemente aquel día, ya sin dudas de que Evaristo había entrevisto hechos del futuro y se había entristecido. Porque, en efecto, aguardaban a Balduino pruebas muy duras, y una especialmente cruel tendría lugar a fines de ese año; mas él no podía saberlo en ese entonces. Tenía muchas cosas que hacer y en las que pensar, así que decidió ser práctico y confiar en que la bendición con que los Leprosos lo habían honrado sirviera a modo de talismán contra la desgracia; actitud sabia por su parte. Y así, las inquietudes de Balduino, de momento, se extinguieron mucho antes que el propio Evaristo, quien murió antes del siguiente amanecer. Sus tres compañeros Leprosos hicieron una pira funeraria y quemaron sus restos, algo a lo que no estaban acostumbrados, pero que les permitiría, llegado el momento, llevar a Caudix al menos sus cenizas, para sepultarlas en suelo consagrado de su propia tierra, en vez de en un olvidado rincón del mundo; y durante la ceremonia fúnebre, quizás, el espíritu del difunto se elevó hacia los Cielos, igual que el fénix del estandarte que Gabriel agitó por primera vez aquella mañana, como haría todos los días hasta hallarse de regreso en el castillo de los Príncipes Leprosos.


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publicado por ekeledudu a las 14:37 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
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SOBRE MÍ
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Eduardo Esteban Ferreyra

Soy un escritor muy ambicioso en lo creativo, y de esa ambición nació EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO, novela fantástica en tres volúmenes bastante original, aunque no necesariamente bien escrita; eso deben decidirlo los lectores. El presente es el segundo volumen; al primero podrán acceder en el enlace EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO I: INICIO. Quedan invitados a sufrir esta singular ofensa a la literatura

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