CIII
Mientras tanto, Kehlensneiter acabó su guardia, siendo relevado por Hendryk; y Tarian, que permanecía atento, siguió discretamente al primero, quien tampoco ahora parecía tener intenciones de volver a su reclusión voluntaria, dando la impresión de retar de algún modo a los presentes. Caminó sin rumbo, medio oculto por las sombras a lo largo de la fila de carromatos egipcios, hasta que oyó un sonido para él desconocido y lo siguió hasta dar con un hombre solitario, sentado a la entrada de uno de los carromatos, que rasgaba distraídamente las cuerdas de cierto instrumento musical. Ignoraba el nombre del mismo, pero le encontraba cierta semejanza, en forma, aunque no en sonido, al laúd.
Tarian no entendía la música, ni gustaba de ella. La encontraba aburrida, una pobre e insignificante imitación de baja estofa de los sonidos de la Naturaleza; aun así, lo perturbaron aquellos rasguidos que parecían morder la noche y llorar estrellas, aunque no estuvieran enhebrados en una melodía definida. Reconoció al que tocaba: era Santiago, el hermano de José; el mismo que tan insolente se mostrara con Balduino aquella mañana.
Lo lógico, desde el punto de vista de Tarian, era que Kehlensneiter se alejara de inmediato de Santiago. No era sólo que éste fuera pendenciero sino que, además, su arte parecía nocivo al alma, como si el instrumento que rasgueaba estuviera embrujado. Sin embargo, tal vez por aquello de que la música amansa a las fieras, Kehlensneiter detuvo su andar errante a cierta distancia de Santiado; y éste, advirtiendo que tenía público, dejó de lado los rasguidos vagarosos y un tanto atonales, para atacar una melodía muy triste y que en las sombras de la noche resultaba doblemente triste. Curiosamente, a Kehlensneiter pareció sedarlo; pero Tarian se fue llenando de zozobra, de desasosiego, hasta que finalmente, no soportando más el peso de la angustia que aquel sonido le hacía nacer del alma, huyó del lugar a la carrera y en dirección al mar, pese a la promesa hecha a Balduino en el sentido de vigilar a Kehlensneiter.
Pero al menos Balduino lo encontró en plena huida, enterándose así de su deserción. Lo llamó, pero Tarian no se detuvo sino ante el océano, y sólo uno o dos segundos, antes de zambullirse en sus aguas. En ningún momento Balduino amagó seguirlo: incluso si lo alcanzaba, hasta lograr entenderse con él perdería instantes preciosos. Y estaba muy alarmado, ya que, en su mente, Tarian quizás no hubiera podido impedir que Kehlensneiter cometiese alguna barbaridad, y huía presa de remordimientos y vergüenza. Así que, con el corazón en la boca y ya muy dispuesto a ordenar a sus hombres que registraran los alrededores, corrió en aquella dirección de la que había visto venir a Tarian. Pero no tuvo que impartir tal orden, pues no tardó en dar con Kehlensneiter, a quien ya desde lejos distinguió acuclillado frente a Santiago, quien tocaba una especie de laúd. Ni se detuvo a analizar el carácter de la melodía, tan grande era su alivio al ver que sus temores carecían de fundamento; pero enseguida sospechó que, tal vez, fuera otra cosa lo que había aterrado tanto a Tarian, y puso a Snarki, a Adler y a Hansi a husmear en todas partes, en busca de cualquier cosa rara que detectaran en el campamento egipcio o en torno al mismo. Al volver, sin embargo, los tres coincidieron en que los de verdad rarísimos eran los propios egipcios, con sus extraños y colorinches atuendos y su tez oscura, y que por lo demás todo seguía en orden. Así que Balduino barruntó que lo que había provocado la huida de Tarian era algo más bien interno, tal vez algún recuerdo angustiante reavivado por azar. Quedó más curioso que preocupado. Cualquier cosa que fuera, Tarian lograría superarla, pero a él le habría gustado comprender su forma de pensar que, por estarle vedada en gran medida, le resultaba aún más fascinante.
Por lo demás, Tarian no regresó en toda la noche, ni tampoco al día siguiente, ni al que siguió a ése; pero Balduino, conociéndolo, adivinó que probablemente querría estar solo un tiempo, y no se alteró. Le habría gustado que al menos llevara armas, pero ya estaba resignado a que el signular muchacho-pez desestimara en gran medida los múltiples peligros que el pelirrojo imaginaba acechando en las profundidades suboceánicas. En todo caso, ya era hecho probado que, en su hábitat, sobrevivir sin armas no era muy problemático para Tarian; si bien ya no con tanta frecuencia, de vez en cuando volvía sin un arpón o un tridente, lo que seguía siendo llamativo, pero que constituía un enigma cuya respuesta no estaba Balduino muy seguro de querer descifrar.