CLXV
Así finalizó aquel trágico episodio, que pasaría a la posteridad como la Emboscada de la Legua Sangrienta. Cuando los hombres alcanzaron al fin la orilla, quedaron a salvo, pero las bajas habían sido considerables, y lo más deprimente era, sin duda, que tanto esfuerzo y muerte ni siquiera les habían servido para al menos rescatar exitosamente al niño Ulvrikson. Que el desastre no hubiera sido total no era un gran consuelo, y de cuantos se habían salvado, por lo menos uno no había querido que lo salvaran, Ignacio, quien en este momento se hallaba irreconocible, blasfemando, insultanto a todo el mundo y maldiciendo su propia existencia.
Por el lado de los monstruos, los muertos habían sido menos, pero deleitaba malignamente a los hombres la certeza de que cuando menos uno de ellos había acabado devorado vivo por sus propios congéneres... Por sus propios compañeros, se decía, pero la palabra exacta era subordinados. Y además, otro Thröllwurm estaba tuerto y, ¿quién sabía?, quizás algún otro monstruo hubiera corrido alguna suerte similar.
Pero demandó tiempo sacar el convoy de carretas de la zona de peligro y, mientras tantos, los hombres sintieron sobre sí las miradas ávidas y acechantes de jóvenes Thröllewurms hambrientos, lo que obligó a los hombres a mantenerse en guardia. Afortunadamente, los reptiles se mantuvieron a distancia.
Por fin, poco más de tres horas después de finalizada la batalla, las carretas, sus conductores y su diezmada escolta dejaron atrás la Legua Sangrienta. A Ignacio de Aralusia lo habían llevado mucho antes, en unas improvisadas angarillas, sin que el estado de ánimo del desdichado hubiera mejorado siquiera un poco. Al llegar al hospital, seguía bramando insultos y blasfemias. Gunilla estaba presente en ese momento; y a pesar de que había visto llegar antes a otros en estado parecido, esa vez algo pareció sensibilizarla de manera especial. Tal vez se debiera a que superficialmente conocía un poco a Ignacio y estaba enterada de su espíritu de poeta y de la insoportable sensación de culpa que lo aquejaba desde la muerte de Maarten Sygfriedson y Thorstein Eyjolvson; o quizás, al verlo, imaginó a Edgardo corriendo un destino similar. Lo que fuera, la hizo volver la espalda a la escena y, escondiendo su rostro entre las manos, estallar en lágrimas. Alexandra de Spär, apiadada de ella, permaneció a su lado, tomándole la mano en silencio. En ese instante, los demás Angeles Curadores empezaron a querer a aquella princesa que tanto las había desconcertado y, en lo sucesivo, procuraron alentarla para que se convirtiera en una de ellas.