CVI
Ante la inmensa pena que lo embargaba, esa noche Balduino, en contra de sus convicciones, hubiera preferido pasarla con Gudrun. No era de su agrado visitar a ésta llevándole amargura; pero de buena gana habría hecho una salvedad, de no haber sido porque aquella noche le tocaba guardia en el torreón. No era en realidad su guardia, sino la de Anders: empezaba a pagar a éste la apuesta perdida. Aun así, si Anders no tuviera planeado visitar a Lyngheid, le habría pedido postergar el cumplimiento del paso de la apuesta hasta la siguiente ocasión. Las guardias nocturnas solían gustarle a Balduino, pero ésa en particular fue para él el más triste de los suplicios.
Cuando a la mañana siguiente los egipcios embalaban sus cosas para partir, empezó a preguntar a todos por El Saltamontes, a quien quería entregarle un rollo de pergamino que llevaba en la mano. Vio entonces llegar a Wjoland y Hurmald sobre el caballo blanco de éste. hrumwald bajó el primero, y luego ayudó a apearse a Wjoland. Intercambiaron unas palabras los dos, y finalmente el porquero tomó la mano de la joven y la besó, un gesto que no tuvo el desenlace habitual. Luego, Hrumwald volvió a montar y se marchó. Por cómo lo miró alejarse Wjoland, fue evidente que también ella lamentaba la separación, aunque sus anhelos de libertad resultaran más fuertes. En medio de todo, eso era un consuelo. Otra mujer, en lugar de Wjoland, podría haberse portado como una víbora, burlándose de Hrumwald y de su amor por ella.
El Saltamontes apareció en silencio detrás de Balduino, y su voz sobresaltó a éste:
-¿Me buscabas, prátar?
-Sí. Quería darte esto-contestó el pelirrojo, volviéndose y entregándole el rollo de pergamino, que contenía un mensaje inspirado por la necesidad de evadir sus tristes pensamientos y escrito para provechar el resto de aquella terrible noche de insomnio, una vez finalizada la guardia en el torreón-. Si a causa de tu sangre egipcia trataran de impedirte el ingreso al ejército, tal vez esto pueda ayudarte. Pero atiéndeme bien, puede también que logre el efecto contrario. Es un mensaje para mi hermano Edgardo de Rabenland, quien es Caballero y se encuentra en Drakenstadt... O estaba, al menos. No hay forma de saber si no lo enviaron a otra parte, ni siquiera de saber si vive todavía. Mi relación con Edgardo es un poco difícil de explicar, y además, hace años que no lo veo; no obstante, ante una negativa rotunda, poco tendrías que perder. En tal caso, búscalo y dale este mensaje. Si guarda buena disposición hacia mí, y algunos indicios parecen demostrar que así es, usará su influencia para allanarte caminos-hizo una pausa, mirando al egipcio a los ojos-.Saltamontes: te conozco poco y, como te dije, mi relación con Edgardo no siempre fue la más deseable. Si tuvieras que recurrir a él, no me hagas quedar mal, por favor. hago esto sólo porque me enteré de tu reacción de anteanoche, cuandoAndrusier trató de sobrarte. creo que eres valiente, y en Drakenstadt hace falta gente así...
El Saltamontes sonrió, exhibiendo su blanca y pareja dentadura, tan contrastante con el color oscuro de su piel.
-¡Eh!... Todo bien, prátar, descuida-aseguró.
Imposible discernir si, después de todo, no era tan feo como parecía, o si era su simpatía lo que le daba cierta inexplicable apostura. Estrechó la mano de Balduino, le palmeó la espalda y acto seguido desvió su atención hacia Anders, quien se acercaba a despedirse de él.
-Estáte tranquilo, señor Cabellos de Fuego-aseguró el tuerto Gröhelle-. El Saltamontes no te hará quedar mal. Pudimos conocer bastante a estos egipcios. Se nos parecen mucho a nosotros, los Kveisunger.
-Eso precisamente me temía... ¿Por qué crees que estoy preocupado?-contestó Balduino, medio en broma y medio en serio.
-Un momento... ¿Te hemos dado de qué quejarte? ¿Dudas de nuestra lealtad?-preguntó Gröhelle, indignado.
-Nada tengo en contra de vuestra lealtad, pero... Por Dios... ¡Ese temperamento!... ¡Ese temperamento!...-exclamó Balduino, alzando los ojos como clamando al Cielo por ayuda.
-¡Pues a mí me parece que nuestras pasiones están bastante controladas!-exclamó Gröhelle.
-Puede ser. Retengamos entonces aquí al buen Saltamontes, digamos, unos veinte años, diez de ellos en una mazmorra, y luego quedaré perfectamente tranquilo respecto a él-concluyó Balduino..
Se acercó a Wjoland, a quien se acababa de indicar el carromato en el que viajaría. No podía llamarse a sí misma afortunada: estaría acompañada, nada menos que por aquella vieja horrible a la que Balduino había visto graznando herejías engayané mientras zamarreaba a un chico cuya mayor culpa parecía ser estar jugando tranquilamente con otros. Ahora le gritaba a Wjoland quién sabía qué cosa. Por lo visto, no sabía hablar sino sólo gritar, y en ninguna lengua que no fuera la suya.
-Dios mío...-murmuró la joven, resignada, mientras la vieja, sulfurada, seguía gritándole como para quedar ronca, señalando el interior del carromato sin que se entendiera qué la enojaba tanto-. Me parece que apenas estemos fuera de los límites de Thorshavok, me bajo.
-Al menos no extrañarás a Herminia durante el viaje-bromeó Balduino, sonriendo.
-¡No creas!... A Herminia al menos le entendía lo que decía. Claro que a la vieja ésta quizás sea mejor no entenderle mucho, ¿eh? Debe estar diciendo groserías tan horrendas, que hasta tus Kveisunger se pondrían colorados...
-Puede ser-admitió Balduino-. Adios, Wjoland. Que tengas buen viaje... Y una vida tranquila y feliz.
-¡Ja!... ¿Tranquila!... ¡Eso sí que lo dudo! Feliz, puede que sea. Yo me encargaré de que lo sea-contestó Wjoland-. Adiós, Balduino... ¿Quién sabe? La vida es extraña. Quizás volvamos a vernos algún día.
Se dieron un cálido abrazo, aunque breve porque la vieja egipcia seguía gritando con inimitable entusiasmo y Wjoland quería calmarlo, cosa en lo que parecía dudoso que tuviera éxito, excepto garrotazo mediante. Mientras Balduino se acercaba a despedir a José, interceptado en el camino por otros egipcios que también querían saludarlo, seguía oyendo vociferar a la vieja y reconoció en su griterío sólo una palabra, la misma, repetida una y otra vez aquí y allá. Era una palabra que él ya tenía razones para detestar, pero no tantas como tendría pronto.
La palabra era merimé.