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EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO II
La segunda parte de la más extraña trilogía de la literatura fantástica, publicada por entregas.
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19 de Septiembre, 2011    General

CXLV

CXLV

      Para asombro de todos en Vindsborg, esa misma noche tenían de vuelta a Balduino, a quien no esperaban ver por un tiempo. Sólo Thorvald y Lambert, cada uno por sus motivos, encontraron el hecho muy natural. Al parecer, Thorvald había confiado desde un principio en las dotes de Gudrun para levantar el ánimo de Balduino. En cuanto a Lambert, puesto que tan desgraciada consideraba la vida en pareja, era obvio que debía pensar algo así como que Balduino había recuperado la cordura.

         El pelirrojo sentía todavía cierta angustia por la posibilidad de estar involucrado indirectamente en el asesinato masivo de inocentes, pero ahora estaba listo para enfrentar la verdad, cualquiera fuera ésta. Prefería no alejarse demasiado ni por mucho tiempo de Vindsborg, por lo que, de momento, descartó una eventual visita a Benjamin Ben Jakob, la cual hubiera requerido cabalgar hasta Bersiksbjorg: pero la desembocadura del Viduvosalv quedaba mucho más cerca, y hacía allí se dirigió Balduino al día siguiente con la esperanza de que los Príncipes Leprosos pudieran esclarecer sus dudas.

           Al llegar, tuvo la suerte de que el primero de los Leprosos en verlo, ya desde la distancia, fue Gabriel, que era el primero con el que quería hablar. Balduino le refirió las palabras de Miguel de Orimor acusando a los herejes de fabricar armas explosivas que mataban indiscriminadamente a hombres, mujeres y niños, lo mismo a culpables que a inocentes y más a menudo a estos últimos.

         -Ya ye lo había dicho yo cuando hablamos de efectuar nuestro experimento, ¿lo recuerdas?, pero no quisiste creerme; de modo que te dejé con tu testarudez-le reprochó Gabriel.

          -Fui necio, lo acepto-admitió Balduino-; pero ahora no es ésa la cuestión. Necesito tu consejo; pues ya no sé si he estado apoyando el bando correcto.

          -¿Y cómo quieres que lo sepa yo, hombre?...

        -Algo más que yo debes saber. Por lo pronto, sabías que los herejes fabrican estas armas, cosa que yo ignoraba.

         -No, Balduino, eso no es del todo cierto. Cuanto puedo decir es que en Belvenia llevé ante la justicia a dos hermanos que habían montado un laboratorio clandestino en cierto punto del bosque, y del cual confisqué las sustancias, parte de las mismas, tú sabes, las usamos en nuestro fallido experimento alquímico hace unos meses. Como sea, esos hermanos confesaron experimentar sobre fabricación de armas explosivas por cuenta de los herejes, pero ¿qué sé yo si decían la verdad?...

         -Pero por lo que dijo el señor de Orimor, es cierto.

           -Miguel de Orimor podría estar faltando a la verdad.

          -No, era sincero, de eso estoy absolutamente seguro.

          -¿Y?... ¡Como si no pudiera estar engañado él mismo!...

         -Gabriel, cuando meses atrás me contaste cómo obtuviste los ingredientes de nuestro experimento, dijiste que en la historia del laboratorio clandestino había herejes involucrados, y no dudabas de ello. ¿Realmente dudas ahora, o dices estas cosas sólo para que no me sienta mal?

          -Ambas cosas... Realmente dudo, pero no dudaría si no fuera que no me gusta verte mal, y por ello exploro posibilidades que antes no se me hubieran ocurrido; y casualmente, alguna de ellas podría ser correcta. Balduino, en este asunto debo confesarme absolutamente ignorante. Mejor sometamos la cuestión al parecer de Evaristo, Apolonio y Sergio. Ellos son más sabios que nosotros.

        Balduino no estaba muy conforme con la propuesta, pues Gabriel había efectuado el experimento alquímico de meses atrás a espaldas de sus tres compañeros Leprosos, y sabiendo que éstos lo habrían reprobado y prohibido; y le parecía que ahora el asunto corría el riesgo de salir a la luz. Pero Gabriel no hizo caso de sus protestas y objeciones, y se encaminó derecho a la cueva donde él y sus camaradas comían y dormían. Sólo se detuvo para hacer una seña al que montaba guardia en lo alto de una especie de cúpula natural rocosa: Apolonio. La seña consistió en un índice hacia abajo, y Balduino dedujo acertadamente que Gabriel le pedía que descendiera y se reuniera con ellos, cosa que Apolonio hizo a la brevedad. Estaba tristemente desmejorado, pero el orgullo y la voluntad conferían todavía garbo a su figura. Balduino no pudo evitar impresionarse un poco cuando Apolonio pasó a su lado intentando mostrar la mejor figura posible. Era como estar ante un héroe herido de muerte por el que nada se pudiera hacer, y en cuyas carnes hendieran sus picos invisibles buitres hambrientos, y que aun así bregara por mantenerse en pie.

          Apenas si saludó a Balduino. Pareció atender más a Gabriel. Este le dijo quién sabía qué cosa con los ojos; tal vez, que había que atender un imprevisto que no admitía demoras, a juzgar por la gravedad de ambos y por la prisa con que entraron en la cueva, Apolonio en primer término.

          -Entra, pero manténte a distancia-murmuró Gabriel a Balduino.

          -No me preocupa el contagio-repuso Balduino, aunque no era del todo cierto.

          -Sí, pero no es una cuestión de contagio, y de todas formas, ellos ya no podrían contagiarte. Pero no se lo digas a nadie; no deseamos que se nos acerque nadie que, por temor a contraer lepra, deje de lado su humanidad.

         Balduino asintió, y entró detrás de Gabriel, pero permaneciendo cerca de la entrada. En la penumbra oyó una voz quejumbrosa inhabitual en tal ambiente, y advirtió otras dos figuras vestidas de sayal, como Gabriel y Apolonio. Una estaba sentada en una especie de trono natural de piedra; la otra se inclinaba sobre ella. Algo en esa escena atenazó el corazón de Balduino, quien al principio no supo explicarse por qué, aunque ya desde lejos olfateó la tragedia.

           Apolonio se unió a Sergio y Evaristo, y les dijo algo en voz baja. Lo que fuera, hizo a Evaristo incorporarse con más dignidad en su asiento. Luego, Gabriel les habló a los tres. Su discurso fue en voz baja, pero no un cuchicheo, y los otros le respondieron en el mismo tono. Las palabras de estos últimos resonaron en la caverna, y unas pocas de ellas llegaron bastante claras a oídos de Balduino; no así las de Gabriel, quien estaba de espaldas al pelirrojo. De todos modos, bastaron a éste esas pocas palabras para comprender que el más joven de los Leprosos había informado a los otros tres del famoso experimento culminado en desastre sin consecuencias. Aunque luego la conversación entre los cuatro pasó al tema que había traído allí a Balduino, éste había perdido interés en el resto. Se preguntaba qué castigo impondrían Evaristo, Sergio y Apolonio a Gabriel. Los tres estaban muriendo de a poco y quizás, incluso, no tan de a poco. Que Balduino supiera, la enfermedad por lo general no progresaba tan de prisa, pero la abrumadora desmejoría observada en Apolonio parecía certificar su necesidad de aquel desconocido elixir, de existencia no comprobada oficialmente, que según rumores, retardaba el avance de la enfermedad y del que tanto él como Sergio y Evaristo, por estar lejos de Caudix -donde supuestamente se fabricaba aquella sustancia milagrosa- se veían ahora privados.

         Y Gabriel iba a someterse disciplinadamente a cualquier castigo que ellos quisieran imponerle. Para una mentalidad mediocre y sin honor ni concepto alguno del deber, la idea habría sonado ridícula. Balduino podía entenderlo; lo que le resultaba increíble era que Evaristo, Apolonio y Sergio estuvieran en condiciones de castigar demasiado, de infligir grandes daños.

          -Acércate, Balduino. Bienvenido.

          La voz sonaba atronadora en la caverna. Balduino alzó la vista: era Evaristo quien lo llamaba. La quejumbre que se había escuchado al entrar en la cueva había sido suya. A Balduino, que lo consideraba un gran hombre, tal lloriqueo le había parecido incompatible con una imagen así; pero ahora, al acercarse más, constató horrorizado que el líder Leproso quedado ciego de ambos ojos. Hincó rodilla en tierra, inclinando ante él la cabeza. Hacía tiempo que prescindía de semejantes formalismos con los Leprosos, pero no supo de qué otra manera disimular su confusión y espanto. Si ellos lo notaron, no dijeron ni media palabra al respecto.

          -Gabriel nos habló de lo que te preocupa-dijo Evaristo-. Francamente, los Leprosos no tenemos motivos de particular gratitud hacia la Iglesia, excepción hecha de un cura aquí y otra monja más allá a quienes realmente les interesa nuestra situación y hacen cuanto pueden por ayudarnos, a veces, es justo reconocerlo, sacrificando para ello incluso sus propias vidas. Por consiguiente, la herejía en sí misma no puede conmovernos demasiado. Si son cristianos que se han desviado del verdadero mensaje de Cristo, a menudo otro tanto puede decirse de la propia Iglesia. Fabricar cosas que explotan y matan a personas inocentes e indefensas es, por supuesto, otro cantar. El testimonio de dos hermanos que fabricaban, o intentaban fabricar, ese tipo de artefactos, involucró en el asunto a los herejes; así, genéricamente. Si esto fuera cierto, sin embargo, en ese asunto en especial seguramente estaría metida sólo una entre las muchas sectas heréticas que, según se dice, proliferan en el centro del Reino... Suena un tanto increíble que estén todas aliadas en ese tipo de crímenes. Aun si lo estuvieran, con seguridad, habría disidentes entre sus filas. Pero amén de todo esto, a nosotros no nos consta que esos dos hermanos dijeran la verdad. ¿A ti sí?... ¿Y te constaba también cuando, como Caballero del Viento Negro, defendías la causa hereje?

        -No, por supuesto que no-contestó Balduino.

         -Es probable que lo que confesaron esos dos hermanos fuera la pura verdad. Si miras hacia el pasado, ¿no recuerdas haber sospechado que las huestes del Viento Negro ocultaban algo turbio?

           -No... Pero, la verdad, nunca dudé de la Orden...

         -Y ahora, mirando hacia atrás lleno de dudas, ¿no crees que se te pasó por alto algo muy obvio que tendrías que haber notado y que olía a podrido?

         -No.

        -¿Estás seguro?...-insistió Evaristo-. A veces vemos lo que queremos ver, nos engañamos a nosotros mismos. ¿Puedes, con una mano en el corazón, afirmar que no tuviste forma de intuir que tu Orden estaba mezclada en actos tan viles y crueles?

         -Puedo, señor-repuso Balduino, con mucha seguridad y ya algo impaciente-. Llevo bastante tiempo reflexionando sobre eso desde que el señor de Orimor pasó por Freyrstrande. Sobre todo durante las noches. Pude haberme engañado entonces, pero lo sabría ahora.

         -Entonces deja de mortificarte inútilmente.

         -Pero es que el señor de Orimor dijo...

          Ya sé lo que dijo!-exclamó Evaristo, incorporándose tan de golpe como se lo permitió su deterioro físico. Tambaleó, y Gabriel hizo ademán de ayudarlo a tenerse en pie, pero él intuyó que alguien intentaría acudir en su auxilio, y rechazó rabiosamente cualquier tipo de ayuda con un gesto de su mano-. Balduino, no puedes decir que no apoyaras ninguna causa. La causa hereje es la defensa de su fe, y la causa de la Iglesia es lo que ella cree que es la verdadera fe; pero en todo esto, ¿cuál era tu causa, si tú mismo te admites ateo?: ¡proteger vidas!... Defendías a inocentes y desamparados, o a quienes parecían serlo, al menos. Entre todas esas vidas, tal vez algunas de ellas no merecieran ser salvadas. Puede que, en efecto, hayas cometido muchos de los errores monstruosos que imaginas; que alguno, o varios, o muchos de los que salvaste, luego hayan participado, de un modo u otro, en la fabricación de armas alquímicas, y que éstas estallaran y mataran a mucha gente inocente. Pero por ahora todo eso es un supuesto, no un hecho; y no tiene sentido preocuparse por supuestos. Si de todos modos, investigando, descubres que sí es un hecho, eso de todos modos no quita que no lo sabías cuando defendías a esas personas; que no podías imaginar ni prever que protegías a quienes no merecían protección. Si en ese momento, creyendo sin pruebas que tal vez ameritaban ser exterminados, no los hubieras defendido, luego te habrías reprochado tu inacción; pues tampoco tendrías forma de saber si esas víctimas eran todo lo culpables que imaginabas. Lo que hiciste entonces, ponerte de parte del bando en apariencia desvalido, fue valiente y noble, y no es culpa tuya que tal vez esas personas no fueran tan valientes ni tan nobles; no tenías forma de adivinarlo. Pero no es posible tolerar las injusticias del mundo sólo por temor a empeorarlo con la propia intervención; no es razonable. Como mucho, podemos meditar mejor el siguiente paso luego de cada error cometido, para no repetirlo. Ahora tu deber es defender Freyrstrande de posibles ataques de los Wurms. Si por pensar tonterías no lo haces bien, sí serás culpable de negligencia; de modo que mejor dedícate a eso. Si quieres, cuando esta guerra haya terminado, podrás meditar qué hacer de allí en más, si seguir protegiendo a los herejes o dar un paso al costado; pero no te obsesiones con ello ahora, porque lo prioritario es lo otro.

          No tuvo Balduino que pensarlo mucho para advertir la sabiduría en el discurso de Evaristo. Algo parecido le habría dicho el señor Ben Jakob, de haberle hecho a él un planteo similar... O eso creía. La reflexión le arrancó una inevitable punzada de dolor, pues se preguntaba si el verdadero señor Ben Jakob sería el honorable Caballero que él conocía, o el monstruo de dos caras de su pesadilla, el mismo que aseguraba que los asesinatos perpetrados en nombre de ideales bellos no eran crímenes, sino ofrendas. Pero como por el momento no tenía manera de dilucidar esa cuestión, mejor hacerle caso a Evaristo y concentrarse en cosas más prácticas.

        -Es verdad, muchas gracias-dijo.

         -¿Y qué haremos con Gabriel?-preguntó Sergio, mirando a Evaristo y a  Apolonio.

         -Nada, ¿qué quieres que hagamos?...-dijo el último de los nombrados.

          -¿Nada?... Apolonio, ¡nos ocultó que retenía en su poder sustancias peligrosas... de las que, para colmo, hizo uso!

         -Sí, en un experimento que salió mal y que no dejó víctimas, y cuyo objetivo era encontrar un arma contra los Wurms. Míranos, dime de qué ayuda seríamos si esos monstruos llegaran hasta estas costas, y si la búsqueda de un arma contra ellos no es legítima; y piensa si de verdad merece Gabriel un castigo.

         -No, un castigo quizás no, pero sí al menos una amonestación; porque pudo habernos expuesto todo esto para obrar abiertamente y con nuestro consentimiento, en vez de actuar en secreto como un malhechor.

          -Pero es por su boca, no por la de otros, que nos enteramos ahora de lo que hizo entonces-intervino Evaristo, sus blancos y ciegos ojos fijos para siempre en la nada-. Y se delató por amistad. No hay demasiado que podamos decirle, aparte de lo que ya le hemos dicho. En cuanto a lo que aún conserves de esas sustancias, Gabriel, haz lo que quieras con ellas, pero piensa bien si de veras quieres usarlas, y cómo. A partir de lo que ya has visto con tus propios ojos, eres capaz de imaginar qué infierno tienen el poder de desatar.

        Gabriel asintió en silencio. Había pensado seguir experimentando con más cautela que la primera vez, pero ya no tenía ganas, en vista de los estragos que aparentemente ya habían causado las armas alquímicas entre personas inocentes. Aquella misma tarde, Balduino, que se quedó a compartir el resto del día con los Leprosos, lo vio sepultar por separado cada uno de los restos de sustancias alquímicas que aún retenía en su poder.

         -No te aflijas, no necesitas de esos ingredientes-bromeó el pelirrojo-: ya has demostrado que para provocar incendios te vales tu mismo y serías la envidia de un Jarlwurm.

          -¡Linda amistad!... Los consuelas cuando están mal, y se burlan de ti cuando se sienten mejor-gruñó Gabriel.
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publicado por ekeledudu a las 12:20 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
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SOBRE MÍ
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Eduardo Esteban Ferreyra

Soy un escritor muy ambicioso en lo creativo, y de esa ambición nació EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO, novela fantástica en tres volúmenes bastante original, aunque no necesariamente bien escrita; eso deben decidirlo los lectores. El presente es el segundo volumen; al primero podrán acceder en el enlace EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO I: INICIO. Quedan invitados a sufrir esta singular ofensa a la literatura

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