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¡Sorpréndeme!
EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO II
La segunda parte de la más extraña trilogía de la literatura fantástica, publicada por entregas.
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22 de Julio, 2011    General

CXXI

CXXI

       -Estoy perfectamente bien-aclaró Balduino. 

       Pero como aclaración, su frase era innecesaria en este momento, pues se hallaba en Kvissensborg y le hablaba a Hildert Karstenson, y era sabido que a éste muy pocas cosas lo inmutaban, si de verdad alguna era capaz de inmutarlo. Por supuesto, cualquier otro, en su lugar, se habría sentido algo chocado por lo que veía, ya que, dos horas atrás, Balduino y Hendryk habían tenido su segunda riña a puñetazos, en este caso para dirimir las pretensiones del primero de supervisar el trabajo que el segundo y los jóvenes bajo su mando llevaban a cabo en los canales entre las islas. La contienda parecía haber refaccionado el rostro del pelirrojo. En teoría, el resultado había sido un empate, pero Balduino no se engañaba, había ganado Hendryk.

          -Mira, señor Cabellos de Fuego, está visto que ninguno de los dos es mejor que el otro-dijo el Kveisung, viendo que Balduino, en apariencia moribundo casi, continuaba dispuesto a seguir peleando-. Dame tu palabra de que no mirarás más de lo necesario y te dejaré que compruebes que los muchachos trabajan seguros.

           Y Balduino no había tenido más remedio que aceptar, porque sentía que un nuevo puñetazo de hendryk lo dispararía directo hacia su propio féretro. Debía haberlo imaginado: Hendryk no sólo era muy buen luchador y más grande y musculoso que él sino que, además, esta vez sabía contra quién peleaba. Y por añadidura, en esta ocasión luchaba en defensa de su arte y de su privacidad artística: dos cosas que tenía en alta estima. En estas condiciones, el resultado estaba casi cantado de antemano.

         La derrota hería el amor propio de Balduino, pero lo que más le costaba digerir era que Hendryk, como por lástima, la hubiera hecho pasar por empate. Y por un lado, lamentaba haber aceptado ese juicio en un momento de debilidad; pero por otro lado, ¿tenía cacaso otra opción?... ¡Si Hendryk lo estaba demoliendo! Balduino había luchado valientemente y respondido puñetazo por puñetazo, pero sin infligir a su contrincante tantos daños como los que había recibido de éste.

        Y allí estaba ahora, contuso, maltrecho. Su cara, por supuesto, era una auténtica exposición de hematomas... Pero Hildert seguía impertérrito. Tal vez hubiera sido prevenido del aspecto de Balduino o, más probablemente, considerara que un hombre estaba perfectamente sano mientras estuviera todavía en pie y en una sola pieza. Claro que, que esto último se aplicara al presente caso, era muy, muy discutible... A decir verdad, Balduino se sentía demolido.

          Luego de informarse brevemente acerca de la cantidad de reclusos que faltaba trasladar y cosas por el estilo, dijo a Hildert, tan claramente como se lo permitía la hinchazón facial:

         -Cuando terminemos, y aprovechando que las mazmorras habrán quedado vacías y kvissensborg no necesitará demasiada custodia, haremos que parte de la dotación se ocupe de construir unos barracones cerca de Vindsborg, para que los muchachos de Hendryk no tengan que cabalgar todos los días de ida y vuelta hasta aquí. Los domingos, si no tienen guardia, podrán venir a Kvissensborg o quedarse allá según su conveniencia.

          -Lo siento, señor, ahora sólo puedo obeceder órdenes del señor Anders-respondió Hildert, en tono disciplinado.

         Sin duda que técnicamente así era, pero Balduino y Anders marchaban siempre al unísono, y Hildert lo sabía; de modo que el pelirrojo, indignado, estuvo a punto de responder que como primera medidaconsultara a Anders sobre el particular, y como segunda medida se fuera al diablo. Pero cuando se volvía hacia Hildert para responder exactamente eso, aquél guiñó un ojo e insinuó apenas una sonrisa. Balduino casi se desmayó: ¡Hildert... había hecho una broma!... ¡Inconcebible!...

        -Dime: ¿te sientes bien?...-preguntó, todavía sin poder creerlo.

        -¿Yo?... ¡Perfectamente, señor!-respondió Hildert; y tan rápidamente había recobrado su fría y solemne fisonomía habitual, que Balduino, mirándolo por segunda vez, se preguntaba si no habría visto mal.

          -Ah, Hildert... Otra cosa-dijo, renunciando a dilucidar la cuestión-: esos muchachos están, en fin, un poco descontrolados, por así decirlo. Iba a llamarle la atención al respecto a Hendryk; pero entonces, bueno, sucedió esto-señaló su propio semblante en ruinas-. No es que hagan nada malo, pero ya sé que a ti te gusta tenerlos disciplinados, en orden. No sé qué hacer. La verdad, se estila que cada oficial maneje a los hombres como se le dé la gana, siempre dentro de ciertos parámetros, claro... Ahora, si van a resultarte inmanejables por el relajamiento que les permite Hendryk...

       -No sucederá-aseguró rotundamente Hildert.

          -¿Estás seguro? Mira que...

         -Despreocupaos, señor-cortó Hildert, esbozando una nueva sonrisa, aunque esta vez algo siniestra.

         Balduino se preguntó si ese día sentaría un precedente, o si debería asentarse la fecha y ser conmemorada en el futuro como el increíble Día de las Sonrisas de Hildert.

         Todavía con tal interrogante en mente, pasó a la sala de audiencias, donde Anders, arrellanado en su trono en actitud señorial, impartía justicia tratando de no morir de aburrimiento en el intento. A su siniestra se hallaba la fiel y encinta Lyngheid, sentada en otro trono. Cada tanto, su mano izquierda iba al ya muy abultado vientre y exhalaba un suspiro; su esposo le aferraba la diestra. La joven no parecía la muchacha caprichosa y malcriada de otros tiempos; su felicidad era evidente, y Balduino, viéndola, sintió por ella un tierno afecto nacido de impulsos protectores satisfechos.

          Custodiados por sendos guardias, un par de reclusos engrillados escuchaban ante el estrado la sentencia que leía Fray Bartolomeo en una voz tan monótona que él mismo parecía a punto de dormirse oyéndose.

          -¡Balduino!...-exclamó de repente Anders, al reparar en el pelirrojo, y su voz resonó en la sala. Podía interpretarse como una exclamación de apenado asombro pero, la verdad, no sonaba así. Sin embargo, soltó la mano de Lyngheid y corrió hacia él-. ¿Qué le ha pasado a tu rostro? ¿Te ha asaltado, tal vez, una extraña manía de refaccionarlo constantemente y de modo harto violento? Mira que no quedarás más apuesto que antes, el contrario. Qué barbaridad, no puedo dejarte sólo ni un instante...

          -No te hagas el gracioso-gruñó Balduino-. De todos modos, no importa, no es nada grave, sólo diferencias de opinión con Hendryk; termina sin apuros lo que estés haciendo.

         -Ni hablar... Necesito un descanso-contestó Anders; y se volvió hacia Fray Bartolomeo-. Este cura del demonio me tiene harto, desde que llegó, no para de leer siempre lo mismo...

          De la sorpresa, a Fray Bartolomeo la mandíbula se le cayó casi como para rozar el suelo, antes de que su rostro cediera a la indignación y la rabia: ¿pero qué rayos creía aquel ganso de Anders, que él estaba exultante de alegría por la tarea que le habían encomendado?... ¡Qué ganas de quebrantar el Quinto Mandamiento!... Lo malo era que no sabía a quién, si a Anders o a Balduino, convenía asesinar primero.

          -¡Abreviad, abreviad, leed la parte que concierne al sitio donde estos sujetos cumplirán sentencia, y luego tomémonos un respiro-dijo Anders a Fray Bartolomeo; y luego se volvió hacia Lyngheid:-. Ven, querida, te hará bien el aire puro; has estado encerrada demasiado tiempo.

         El cura, obediente, volvió a alzar el pergamino hasta la altura de los ojos, y leyó:

         -...por todo lo cual, nuestro bienamado señor por gracia de Dios, Anders de Kvissensborg...-hizo una brevísima pausa. Más bien por desgracia, pensó mirando a Anders. Este, gentilmente, se había acercado a su esposa, ofreciéndole el brazo para que se aferrara a él y así ayudarla a bajar las gradas.

            Balduino se adelantó, impulsivamente tomó la diestra de Lyngheid para besarla y tras un cómico acto reflejo, producto de malas experiencias con Wjoland, consumó galantemente el saludo.

         Fray Bartolomeo advirtió de pronto que, salvo los reos -y eso con optimismo-, nadie más lo escuchaba.

          -Bla, bla, bla-gruñó irónicamente-. Uttagholme-leyó; y dijo a los guardias:-. Lleváoslos. Yo debería ir allí también, para hacer juego; pero me quedo-porque Uttagholme significaba Isla Ingratitud.

          Anders salía en ese momento, con Balduino a su derecha y Lyngheid a su izquierda. Tras ellos salieron los reclusos con sus escoltas.

         Fray Bartolomeo suspiró, subió las gradas, dejó el pergamino sobre el trono de Lyngheid y se arrellanó descaradamente en el otro, con toda comodidad, para echarse una siesta.
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publicado por ekeledudu a las 14:16 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
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SOBRE MÍ
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Eduardo Esteban Ferreyra

Soy un escritor muy ambicioso en lo creativo, y de esa ambición nació EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO, novela fantástica en tres volúmenes bastante original, aunque no necesariamente bien escrita; eso deben decidirlo los lectores. El presente es el segundo volumen; al primero podrán acceder en el enlace EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO I: INICIO. Quedan invitados a sufrir esta singular ofensa a la literatura

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