LVI
Por supuesto, más tarde Ursula y Adler informaron a Balduino de lo que se había dicho en aquel corro, pero de todos modos Balduino sospechaba ya cosas parecidas. Era tonto pensar que sus convictos estarían cispuestos, en algún día futuro, a volver a las mazmorras sólo porque él se los ordenase, o que una posible y verdadera libertad no les resultaría tentadora. Las cosas se le ponían un tanto precarias, pero al menos era él quien todavía controlaba las riendas.
Al día siguiente, todo parecía haber vuelto a la normalidad. Sin embargo, los Kveisunger ya no volvieron desde entonces a ser los de antes. Con cierta frecuencia -mucha frecuencia, al principio- dos o más de ellos, cuando no el grupo entero, se reunían a cuchichear en inquietante conciliábulo que se disolvía de inmediato si se acercaba alguien ajeno a la banda. Tarian y Kehlensneiter, desde luego, se mantenían al margen de dichos conciliábulos, cada uno por sus propias razones.
Balduino, quien no estaba en condiciones de prometer nada a sus convictos, se preguntaba cada vez más a menudo qué haría cone llos cuando concluyese la guerra. En este sentido, su mente era un auténtico caos, y procuraba no pensar en ello, aunque la idea volviera una y otra vez a su mente como un molesto moscardón en un día de intenso calor. La guerra podía concluir lo mismo en un mes que en diez años pero, por las dudas, habría querido ya tener tomada una decisión sobre ese tema. Pero no sólo era incapaz de llegar a alguna sino que, cuando no le quedara más remedio que decidirse al fin, estaría hasta último momento debatiéndose entre las distintas y dudosas opciones.
Por supuesto, su primera intención había sido obtener de Arn el indulto para el grupo entero. La negativa de Arn no le dejaba más opciones que recurrir al Rey para tal cometido; pero Cernes Mortes, la capital, estaba muy al Sur. El viaje de ida podía demorar hasta un año y otro tanto la vuelta, y todo ello con perspectivas azarosas. Le quedaban dos caminos: uno, legal, consistía en devolver a sus hombres a las mazmorras; y el ilegal, no devolverlos y convertirse él mismo en forajido. Pero lo legal no siempre es lo justo. ¿Lo era en esta ocasión? Balduino no lo sabía. Ulvgang y su hueste pirata no habían matado a indefensos, sino a guerreros profesionales; pero sin duda gran cantidad de viudad y huérfanos debían maldecirlos todavía, con las entrañas envenenadas de odio y anhelando verlos subir a la horca. Balduino, en cambio, les tenía aprecio, que al parecer le correspondían aun cuando los asaltasen comprensibles dudas sobre la conveniencia de mantenerse junto a él. Pero igual no era posible discernir el alcance y la sinceridad del afecto de hombres culpables de tantas malandanzas pretéritas y que en gran medida seguían siendo insondables y versátiles. Un día su fidelidad aparentaba solidez, y al siguiente el aire apestaba a motín en ciernes. El propio Ulvgang lo había instado en reiteradas ocasiones, con desoladora franqueza, a no confiar en él.
Caso de decidir remitirlos a prisión, sin duda ellos se resistirían, creándose dos bandos, uno leal a Balduino y otro hostil, y se matarían unos a otros. Si por el contrario optaba por dejarlos libres, sería ilegalmente. Sería difícil que el Rey se enterase, pero casi seguramente la noticia llegaría más tarde o más temprano a oídos de Arn. Este podía ser un tonto de capirote pero, en medio de todo, Balduino le había cobrado cierto afecto a él también, y no deseaba enfrentársele; sin contar que eliminarlo sería poco útil, ya que lo sucedería otro Conde que podría ser peor todavía. Las fuerzas de Thorshavok, por otra parte, serían siempre más numerosas que las reducidas dotaciones de Vindsborg y Kvissensborg unidas; por lo que cualquier lucha armada entre un bando y otro tendría resultado cantado desde su mismo inicio.
Quedaba fugarse todos juntos a alguna de las Islas Andrusias, pero la vida dura despertaría en aquellos hombres nostalgias de piratería, y Balduino tenía escrúpulos muy estrictos respecto a tal actividad.
-¿Qué le dijiste a Kehlensneiter, que lograste calmarlo y volver a confiar en él?-le preguntó Anders el primer día que estuvieron un momento realmente a solas.
-No me lo preguntes, no lo sé-contestó el pelirrojo-. Miro directo a las pupilas de ese hombre, y me avergüenza decirlo, pero siento pánico.
-Pero no puede ser que no recuerdes ni una palabra de lo que conversaste con él.
-Anders, hoy en día no le conozco a Kehlensneiter otro auténtico afecto que no sea Tarian, ni tampoco otro punto débil. Presioné por ese lado, pero apenas si recuerdo muy vagamente qué le dije. Creo que hasta di lástima. Tartamudeé, me enredé. Equivoqué las palabras... Kehlensneiter no puede haber tenido la menor duda respecto a que yo estaba muerto de miedo.
-¿Por qué? Otras veces corriste más peligro, y lo enfrentaste más resueltamente. ¿Tanto te acobardó que Kehlensneiter te atacara?
-Olvida el ataque, que sólo es un detalle. Ya te dije, me aterra el sólo mirar a Kehlensneiter a los ojos.
Como si Balduino no tuviera ya bastante, a los pocos días de aquel siniestro incidente que tanto revuelo armara en Vindsborg, no tardó en sobrevenir el detalle que faltaba. Una mañana en que se hallaba en los bosques con sus hombres, talando árboles y aserrándolos, el corazón el dio un vuelco al ver que Karl venía de Kvissensborg a lomos de un caballo en el que luego se fue uno de los muchachos que trabajaban en la construcción de los botes. Instintivamente, miró hacia donde estaba Kehlensneiter hacha en mano. Al reconocerer al anciano, los ojos violáceos y crueles relampaguearon en vengativo deleite, pero enseguida la mirada asesina bajó al suelo; si reprimiento horribles instintos o sólo disimulándolos, era lo que no se sabía.
-Señor Cabellos de Fuego-declaró Karl, empecinado y decidido, tras desmontar y presentarse ante Balduino-: sé por qué me ordenasteis que me quedara en Kvissensborg. Castigadme como prefiráis, pero no os obedeceré. Siempre lo he hecho, pero no esta vez. tener que esconderme en una ratonera me es intolerable, especialmente eso si ni siquiera garantiza mi supervivencia, como es el caso. Y en definitiva, ¿cuántos años de vida pueden quedarme? No muchos. Si Kehlensneiter quiere matarme, que se dé el gusto. Que lo haga ya mismo.
-Eh...-balbuceó Balduino, aturdido, sin saber qué hacer ni qué contestar.
Pero Karl no aguardó respuesta. Miró a su alrededor hasta dar con la mirada de Kehlensneiter.
-¡Ajá!... ¡Conque allí estás!-exclamó el viejo, triunfante, yendo directo hacia su viejo enemigo, con su única mano cerrada en un recio puño, como disponiéndose a golpearlo.
A juzgar por la expresión de Kehlensneiter, éste se hallaba tan azorado como todos los demás por lo que estaba ocurriendo.
-¿ME OÍSTE?-bramó Karl, poniéndosele enfrente-. QUERÍAS MATARME, ¿EH? PUES AQUÍ ME TIENES, ¿QUÉ ESPERAS?
Y empujó desafiante a Kehlensneiter, algo que hizo empalidecer a varios, porque parecía una excelente manera de firmar la propia sentencia de muerte: se había advertido a Balduino y Anders que Kehlensneiter había matado a un par de personas sólo por haberlo tocado.
-Déjame en paz-exigió Kehlensneiter; y veloz como el rayo, alzó el hacha antes de que los demás, horrorizados, pudieran captar el movimiento e impedírselo. Karl no se mosqueó, y menos aún intento huir.
El ruido de la madera crujiendo y astillándose llegó a tiempo para salvar a Balduino del soponcio. Atorado de rabia, Kehlensneiter atacaba el tronco como si del más odiado de sus enemigos se tratase.