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¡Sorpréndeme!
EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO II
La segunda parte de la más extraña trilogía de la literatura fantástica, publicada por entregas.
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28 de Marzo, 2011    General

LXIX

LXIX

        En su recorrida por las camas del Hospital, Gerthrud Svendsdutter, vestida con atuendo casi monacal, había llegado hasta Bruno de Pfaffensbjorg. Este la vio a la luz tremolante de la antorcha: una mujercita de estatura normal, pero que irradiaba cierto aire de delicadeza y fragilidad contrastante con su verdadero temple, de ojos negros, cutis claro y nariz levemente respingona.

         -¿Cómo está esa pierna?-preguntó la joven, sonriendo amablemente.

         -Mejora-respondió Bruno, lacónico.

          -¿Y vuestro ánimo?-preguntó Gerthrud-. he notado, aunque nada digáis al respecto, que por momentos os invade la melancolía.

          -Sí, a veces es inevitable. Tengo altibajos...

         -Por un momento, como le sucedía a menudo, todo su pasado más reciente desfiló ante él: la partida hacia el Norte, al enterarse de la falsa noticia de la caída de Drakenstadt, con sus tres supuestos amigos y los cuatro jóvenes escuderos; la parada en El Manantial de los Unicornios, la posada de la familia de Andy Anderson; la deserción de sus compañeros, la vileza exhibida por éstos en la posada, la lucha subsiguiente... Algunos recuerdos eran más nítidos que otros y, en algunos casos, directamente aterradores; caso de la muerte de Wilfred entre las horribles, monstruosas quijadas de un Thröllwurm durante la marcha a través de las ciénagas.

         -A veces es muy difícil sacarse de encima una culpa muy pesada-comentó; y enseguida se sobresaltó cuando, engañado por los sentidos, creyó ver una sombra moviéndose en la penumbra. Y es que constantemente le parecía que Reiner, a quien él mismo había matado, estaba cerca, repitiéndole: Tendrás una vida horrible, y un fin aún más mísero y amargo que el mío.

           -Entonces haceros lo bastante fuerte para que ya no os resulte tan pesada-sugirió La Dama de Todos los Caballeros, mirando a los ojos grises de Bruno-. Os necesitamos repuesto en todos los sentidos, señor.

       Gerthrud hablaba así a los convalecientes, invitándolos a expresar su dolor, pero sin permitirles ni por un segundo solazarse en él para dar lástima, porque tampoco se lo permitía a sí misma. Había creído que se volvería loca luego de la muerte de Maarten, negándose incluso a comer, hasta que alguien, razonablemente, le hizo ver que si se rendía al dolor no sólo  se mataría a sí misma, sino también al hijo que llevaba en su vientre, el hijo de Maarten. Cuando ello ocurriera, sería como una segunda muerte para el ya difunto padre del niño, y la total victoria de los Wurms sobre su linaje.

         Al principio eso, el odio hacia aquellos enemigos, la había mantenido viva e indoblegable; porque si sólo fuera por el niño aún no nacido, habría pensado que más le valía no llegar al mundo así, falto de padre. Pero luego comprendió que ella misma quería colaborar activamente en la destrucción de los monstruos, y decidió dedicarse de lleno al Hospital. Y una vez allí, las escenas de horror y angustia la habían apiadado. Su prioridad fue menos la ruina del enemigo que el restablecimiento de los desdichados que ingresaban al Hospital, simplemente heridos o enfermos a veces, espantosamente mutilados otras, pero siempre transidos de miedo y, a veces, deseando nunca curarse para no tener que regresar al campo de batalla.

        Todo esto había sucedido en menos de un mes. Quizás eso era lo verdaderamente asombroso: la rapidez con que Gerthrud había pasado de un estado anímico a otro.

         -Hago esto también en memoria de Maarten-explicaba, cuando la interrogaban al respecto-, y para que el hijo que espero de él pueda vivir y saber quién fue su padre.

         A Dunnarswrad y a Edgardo de Rabenland, entre otros, no les gustaba que Gerthrud se esforzara tanto. Recientemente, el segundo la había exhortado a aflojar su ritmo de trabajo en el Hospital.

           -¿Tan luego vos me decís eso, señor?... ¿Vos, que estremecisteis los cimientos mismos de la Catedral gritando que ésta es una guerra que todos debemos pelear y que Drakenstadt será de los Wurms cuando los perros maúllen, los gatos tengan diez patas y llueva de abajo hacia arriba?-replicó Gerthrud.

          -¿Yo dije eso? ¿Yo?-preguntó Edgardo, incrédulo.

         -¿Es que no lo recordáis?

         -¡En absoluto!

         -Pues sois el único, y si no las recordáis es, creo yo, porque fueron más palabras de Dios que vuestras; y por tanto, con mayor razón debo ceñirme a ellas. Mi hijo me importa más que a vos, no haría nada que pudiera dañarlo y, por lo tanto, sabré cuándo detenerme; pero hasta entonces haré lo que deba.

        Recordando todo esto junto al lecho de Bruno, Gerthrud salió de repente de sus pensamientos al oír pasos más o menos quedos que se acercaban. Más o menos quedos, es una forma de decir. la verdad era que el andar de Calímaco de Antilonia era bastante brutal, típico de un hombre de armas, por mucho que él se esmerase en recordar que se hallaba en un sitio donde se requería silencio para bienestar de heridos y enfermos. Hacía lo que podía, pero parecía más hecho para la marcha ruda e intimidante que para misiones que exigieran sigilo. Las cuatro hermosas jóvenes que iban tras él, en cambio, eran la imagen misma de la delicadeza, tanto en aspecto como en movimientos.

          -Señor de Antilonia-bromeó Gerthrud-, parece que vuestra galantería os proporciona bastante éxito entre las doncellas, ya que nada menos que cuatro os vienen siguiendo.

          -Señora, qué más quisiera yo-replicó Calímaco, inclinándose ligeramente ante Gerthrud; en lo que fue imitado por las cuatro hermanas de Spär. La Dama de Todos los Caballeros retribuyó la atención-, pero estas damas vienen a veros a vos. Desean ayudar en lo que puedan en esta guerra, y no veo cómo podrían hacerlo mejor que aquí, en el Hospital.

         -¡Dios mío!... ¿Les habéis adelantado lo que les espera aquí?

          -Lo intenté. Tal vez vos podríais instruirlas mejor que yo en ese aspecto.

           Gerthrud asintió y, con un lacónico Seguidme, se llevó a las hermanas para hablar con ellas a solas.

          -¿Todo bien, Bruno?-preguntó Calímaco al convaleciente, en cuanto las mujeres se hubieron retirado.

         -Al menos intento que lo esté-respondió Bruno-. A veces no puedo evitar preguntarme qué habría sucedido si hubiera acompañado a mi hermano cuando él me lo requirió. Tal vez podría haberlo salvado... Y a veces me mortifica también el recuerdo de Wilfred, mi escudero, muerto entre las fauces de un Thröllwurm por mi culpa, por desoír los consejos de Andy...

         -Es inútil reprocharse esas cosas, Bruno. Pensé que ya había quedado claro.

          Bruno asintió, y nada más dijo. Se reservó así su pensamiento más lúgubre y nefasto, el recuerdo de los espantosos vaticinios de Reiner: Tendrás una vida horrible, y un fin más mísero y amargo que el mío... El inocente siempre acaba en medio de atroces suplicios, en lo alto de una cruz... Como una Mahre sedienta de sangre, aquellas palabras venían siempre a acosarlo por la noche, luego de que Gerthrud finalizaba la última recorrida y todo quedaba en tétrico silencio.

         Para hacer frente al recuerdo del siniestro presagio, Bruno solía invocar en su mente la imagen de Hildi, la hermana de Andy. Entre ella y Bruno no habían existido más que silenciosos intercambios de miradas, pero esas simples remembranzas bastaban para hacerlo arder en amorosa pasión.

          No sabía por qué, le había hablado de Hildi a Edgardo de Rabenland una de las pocas veces que éste había venido a visitarlo.

          -¿Y por qué no le hablaste cuando la tuviste cerca?-había preguntado Edgardo-. ¿Por qué no le dijiste lo que sentías por ella?

         -Porque soy casado.

          -No sé qué decirte. Yo también lo soy, en segundas nupcias, porque mi primera mujer falleció a los pocos meses de unirnos en matrimonio. Pero tanto la primera como la segunda fueron nada más uniones de conveniencia, ni siquiera concertadas por mí, sino por mi padre.

        -Sí, mi matrimonio también fue una simple alianza política, pero mi conciencia me obliga a respetar el vínculo conyugal.

           -¿Y tendrán nuestras esposas, ahora que estamos lejos de ellas, esos mismos escrúpulos, o nos habrán puesto a la cabeza de la lista de los cornudos del Reino?-preguntó Edgardo-. Sabes, cuando ves a tus amigos y compañeros morir uno tras otro y te preguntas si tú serás el próximo, es inevitable tener menos miramientos. recuerdo algo que sucedió hace unos meses. Hacía mucho que los Wurms no nos atacaban y, de hecho, suponíamos que habían regresado a las Islas de la Bruma; volvieron a lo sumo una semana después de lo que voy a contarte ahora. Fue un día que Ignacio de Aralusia andábamos de aquí para allá, sin saber qué hacer con tanto tiempo libre. Llegamos así a los jardines del palacio del Duque Olav, adonde teníamos permitida la entrada cuando quisiéramos; y paseando por ellos vimos a lo lejos un grupo de mujeres muy jóvenes, sin duda una princesa y sus damas de compañía. Era raro que entre éstas no hubiese la típica vieja fisgona que siempre ponen tras las chicas de la nobleza en salvaguarda de la doncellez de las mismas, y se me ocurrió, por lo tanto, que debían ser todas tan feas, que ni necesidad tendrían de que custodiaran su virtud sino que, por el contrario, exigían que alguien les hiciera el favor de pecar de lujuria al menos una vez en la vida. Pero no: todas ellas eran bellísimas, y una en particular, una dama de cabellos resplandecientes como el oro y ojos grises y fríos como el cielo invernal, sin duda es la mujer más hermosa que haya visto en mi vida...
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publicado por ekeledudu a las 14:59 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
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SOBRE MÍ
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Eduardo Esteban Ferreyra

Soy un escritor muy ambicioso en lo creativo, y de esa ambición nació EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO, novela fantástica en tres volúmenes bastante original, aunque no necesariamente bien escrita; eso deben decidirlo los lectores. El presente es el segundo volumen; al primero podrán acceder en el enlace EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO I: INICIO. Quedan invitados a sufrir esta singular ofensa a la literatura

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