XII
Una figura sentada en un trono aparecía a continuación en los recuerdos de Eyjolvson, la del enfermizo y benévolo Duque Olav de Norcrest, quien no había dirigido personalmente a sus huestes en la guerra contra Ulvergard. Ante él hincó rodilla en tierra un Thorstein muy deseoso de continuar por su cuenta y en otro terreno la contienda perdida.
-Mi padre se arrepiente del tratado que puso fin a la guerra entre nuestras casas, señor, y de buen grado tomaría las armas de nuevo para recuperar palmo a palmo cuanto ha cedido-ladró-. No obstante, es hombre de palabra; y para no caer en la tentación de dejarla incumplida, me envía aquí a permanecer de rehén. Me pongo por lo tanto en vuestro poder-concluyó en tono desafiante.
Su voz era la de un joven que se tomaba todo terriblemente en serio, deseoso de vengar de alguna manera la humillación obtenida en el campo de batalla y, sobre todo de obtener notoriedad por encima de la insignificancia en que parecía sumida la Casa Condal de Ulvergard.
-Honra a vuestro padre el Conde Eyjolv su decisión-contestó con suavidad el Duque Olav-, pues es muy natural el sentir dolor y rabia tras una derrota, pero poco frecuente que un hombre elija ser señor de sus paciones antes que esclavo de ellas. El infortunio y, tal vez, nuestra propia necedad, nos empujó a hacernos la guerra por una porción de tierra que, en definitiva, no la valía. Detrás estaba, sin duda, el mutuo temor de que éste fuera sólo el primero de una larga serie de litigios fronterizos; de que el apetito de tierras del vecino se revelara insaciable. Si estoy satisfecho de haber vencido es, más que nada, porque sé que de mi parte no habrá más reclamos. En cuanto a mis sucesores, espero en tal sentido haber creado un precedente a imitar. Bienvenido entonces, Príncipe Thorstein. Drakenstadt se honra con vuestra presencia y os recibe, no ya como rehén, sino como a su más digno e ilustre huésped.. Y quiera Dios Nuestro Señor que, en lo sucesivo, las señoriales casas de Ulvergard y Norcrest marchen al unísono, sólidamente aliadas por la amistad.
-Nosotros no somos amigos, jamás lo seremos-protestó obstinadamente Thorstein-. Habrá siempre enemistad entre Norcrest y Ulvergard.
-Tal vez, pero enemistad leal; que es, en definitiva, una forma de amistad. De todos modos, Príncipe, excusad que juzgue vuestras palabras como un tanto apresuradas e irreflexivas. La juventud suele ser un tanto impetuosa. Mi hijo mayor es la mejor prueba de ello...
Y así diciendo, el Duque Olav se volvió hacia la juvenil figura que permanecía de pie a la derecha del trono, erguida como un roble en la plenitud de su vigor y en inmovilidad estatuaria. Thorstein lo miró con curiosidad que, de a poco, fue transformándose en enconado rechazo: se trataba del mismo individuo que, a la vanguardia de las tropas de Norcrest, había provocado la derrota de Ulvergard. ¿Genio militar? En absoluto, pensaba Thorstein. Aquel imbécil debía haber ejecutado estrategias ajenas...
Era un gigante de músculos de acero, ojos azules y larga melena castaña oscura. Ni entre cuatro habían podido doblegarlo en batalla, y se había lanzado a la carga con excepcional valor, pese a no tener sino más que uno o dos años más que Thorstein; pero todo eso, a los ojos de éste, no hacía sino volverlo más y más odioso.
De repente el coloso sonrió, y su sonrisa era idiota y fatua, un insoportable gesto de fanfarrón descomunal. Tratándose de otra persona, Thorstein, naturalmente, habría opinado de forma muy diversa. Habría dicho que era una sonrisa altiva y confiada que trasuntaba el inevitable orgullo de casta inherente a la nobleza. Pero aquel sujeto era mucho más apuesto que él, mucho más fuerte que él y mucho más valiente que él, y necesitaba una excusa para crucificarlo. Cualquier cosa, antes que reconocer que lo carcomía la envidia.
-Por cierto, éste es mi hijo, el Príncipe Gudjon-dijo el Duque Olav.
Id buscando otro heredero para vuestro trono, que a este engreído un día yo mismo lo mataré en combate, pensó Thorstein.