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EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO II
La segunda parte de la más extraña trilogía de la literatura fantástica, publicada por entregas.
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11 de Octubre, 2010    General

XVI

XVI

      Aquella expedición, aun sin haber bajado por el cráter del volcán, por momentos de verdad pareció un auténtico descenso a los Infiernos. Thorstein, Gudjon y los demás habían visto cara a cara a un horror que jamás habrían podido imaginar desde lo alto de sus aristocráticos sitiales: la miseria extrema, la marginación de que eran víctima quienes pensaban distinto,  el desconsuelo y la desesperanza de quienes no tienen qué comer ni adónde ir, la persecución cruel e injustificada de seres humanos por otros seres humanos que se creían calificados para tal actividad. Habían descubierto también cosas de ellos mismos que, quizás, habrían preferido no descubrir. Pero se darían cuenta de todo esto luego de cierto tiempo. En ese entonces, en las inmediaciones del Monte Desolación, todos habían caído perdidamente enamorados, como bajo un hechizo, de una mujer a la que sólo conocían de oídas: la Doncella Negra, la Doncella de los Infiernos o, simplemente, la Doncella, como se la llamaba.

      Era -decían- una especie de valquiria o amazona, una guerrera intrépida y dura, de corazón frío y gran belleza. Llevaba siempre el rostro oculto bajo el casco, que era negro, igual que el resto de su armadura. Los pocos que habían visto o siquiera atisbado tal semblante -se aseguraba- habían quedado inflamados de pasión; algunos hasta habían caído en la más absoluta locura, o la habían rozado, al menos. Y cabalgaba la misteriosa beldad, siempre de acuerdo a los rumores, al frente de una hueste de guerreros que, como ella, mantenían sus rostros ocultos y usaban armaduras negras. Pero sus capas, también azabachadas, tenían la imagen de un halcón bicéfalo bordado en hilo escarlata.

      La realidad resultó ser mucho más modesta y, a la vez, infinitamente más compleja, ya que la Orden del Viento Negro, que de ella se trataba, ni marchaba al combate como una hueste compacta, salvo raras excepciones (al menos en aquella época) ni podía decirse dirigida por una sola persona. De hecho, afrontaba entonces una crisis por el liderazgo. De la Doncella, mejor ni hablar, pero su insinuante, seductora leyenda había servido para retener a hombres que, de otra forma, hubieran abandonado enseguida la causa, entre ellos Thorstein y Gudjon. Finalizada aquella aventura, había empezado otra y, con ella, un desafío: hacer de los Caballeros del Viento Negro, a partir de un puñado de idealistas desorganizados, una poderosa hueste justiciera, que amparara a los desprotegidos. Se trataba más del sueño de Thorstein que del de Gudjon; pero esta vez fue el último quien se dejó arrastrar sin problemas hacia un proyecto serio y noble en vez de ir hacia la diversión habitual. Pensaban que revolucionarían el Reino; que gracias a ellos se iniciaría una especie de Edad de Oro en la que la justicia sería la regla y no la excepción.

      No tardaron en desengañarse. La injusticia cubría el Reino como una plaga de langostas, que ellos debieran matar una por una sin lograr, pese a todos sus esfuerzos, que siguieran expandiéndose sin freno. Aun así, hasta esas pocas langostas muertas seguirían vivas de no haber sido por ellos. Thorstein siguió adelante gracias al apoyo, no sólo de Gudjon, sino también de muchos otros colaboradores y aliados. Sin embargo, siempre valoró de un modo especial el de Gudjon, quien rara vez tomaba algo en serio e hizo mucho incluso cuando simplemente estuvo junto a Thorstein en momentos difíciles. Además, le debía a su amigo cinco de los mejores años de su vida, un tiempo de indolencia y tontería despreocupada que ahora extrañaba penosamente. A sus treinta y ocho años, se sentía viejo y desgastado, víctima de mil heridas espirituales y, sin embargo, forzado a no derrumbarse.

      Pero, cosa rara, muy pocas veces extrañaba a Gudjon, y ello se debía a que, como había dicho a Edgardo de Rabenland, la proximidad espiritual no siempre va de la mano de la cercanía física. Lo sentía a su lado, exhortándolo constantemente a no darse por vencido, a mantener la calma. Había ido a visitar su tumba en la Catedral sólo para contemplar un solemne monumento al heroísmo, no para llorar a un amigo muerto.

      -¿Y, Principito? ¿Vamos o no vamos?

      La voz resonó en la sala, alegre y despreocupada. Thorstein se sobresaltó de la sorpresa y miró en derredor suyo, y quedó aún más sorprendido al ver ante sus ojos la imagen, nebulosa pero definida, de su amigo Gudjon. No sintió miedo del fantasma; no se teme a un ser querido ni aun cuando aparezca en circunstancias sobrenaturales. Cosa extraña, la aparición no tenía el aspecto que había lucido en sus últimos años: este Gudjon era el adolescente idiota y querible que Thorstein había conocido a sus quince años, al ser enviado a Drakenstadt en calidad de rehén. Un juvenil, espléndido y despreocupado Gudjon, uno que, tal vez, no recordara los años transcurridos desde entonces, y menos aún su propia muerte ante la Koniggeidur, pocos meses atrás.

      Thorstein examinó interiormente su propia carga de cansancios, frustraciones, miedos y amarguras, y envidió más que nunca a su amigo, que estaba libre de todo eso.

      -No puedo, lo siento-contestó-. Quisiera no tener tantas cosas que hacer aquí.

      -Thorstein, por favor. Deja que otro se encargue. Ya has hecho lo tuyo; ahora es el turno de otros.

      Thorstein quedó pensativo. Qué fácil que era hacer el Mal, tan fácil como exhalar un suspiro, en tanto que el Bien debía atravesar una trabajosa burocracia y abrirse paso dificultosamente entre una multitud de enemigos antes de llegar a buen término... Qué agobiante podía ser la vida a veces, más allá de las cosas buenas que pudiese deparar.

      Y qué dulce podría ser trascender a todo ello, hallarse más allá del Bien y del Mal... Ser de nuevo sólo un joven tonto y ebrio de alegría...

      -Podría ser, amigo, si me das tiempo a empacar-contestó, sonriente. 

      Quería llevarse el sabor de un sorbo de vino con especias en los labios, y el tañido de las cuerdas de un arpa en el oído; quería ver por última vez Drakenstadt, esa ciudad que consideraba tan suya como de Gudjon, y contemplar con sus propios ojos la porción de muro derribada y ya parcialmente reconstruida, por cuya abertura los Wurms habían intentado, infructuosamente,  hacer una entrada triunfal y apoderarse de la metrópoli.

       Quería ver a sus hombres por última vez sin hacerles sentir que, en efecto, sería la última; deseaba bromear con ellos e infundirles valor en la medida de lo posible. Quería llenarse los pulmones de aire puro y repasar una vez más los mejores y los peores momentos de su vida. Quería paladear la doble satisfacción de saber, por un lado, que ese mundo que durante miles de años había existido sin Thorstein Ejolvson seguiría existiendo sin él y, por el otro, que ese mundo ya no sería el mismo luego de Thorstein Eyjolvson. Este había dejado en él su impronta, quizás tenue pero impronta al fin, como todos dejamos la propia en nuestro fugaz paso por esta perecedera existencia. Y con todos sus defectos y errores, la suya era una impronta noble y buena.

      Estas eran las cosas que Thorstein se proponía empacar, lo único, por otra parte, que podría llevarse consigo. Y se iría con ese amigo al que quería entrañablemente y a quien no estaba muy seguro de haber retribuido su amistad como habría debido hacerlo. La Muerte no podía haber elegido mejor emisario para convocarlo.

       -Empaca, Principito-contestó Gudjon, y su magnífica sonrisa de adolescente imbécil y fanfarrón se amplió como para cubrir el mundo entero, antes de desvanecerse junto con el resto de su esencia espectral. Y en ese momento, un horrible alarido casi agónico, proferido por una mujer, puso a Thorstein los pelos de punta. Corrió al pasillo, preguntándose qué habría ocurrido; para enterarse de lo cual no necesitó más que traspasar la puerta.

      Una criada había caído desmayada, y otro sirviente trataba de reanimarla al mismo tiempo que se santiguaba una y otra vez. Al ver a Thorstein se horrorizó como si tras éste viniera el fantasma de Gudjon, de cuya aparición todo indicaba que habían sido testigos él y la mujer. Mientras tanto, parte del resto de la servidumbre afluía al pasillo, preguntándose qué habría ocurrido.

      -Me ocuparé de que la vea un médico-dijo Thorstein, alzando a la criada desvanecida y esbozando apenas una sonrisa-. Ha de estar debilitada por el frío, pero no puede ser nada grave.
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publicado por ekeledudu a las 18:19 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
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SOBRE MÍ
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Eduardo Esteban Ferreyra

Soy un escritor muy ambicioso en lo creativo, y de esa ambición nació EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO, novela fantástica en tres volúmenes bastante original, aunque no necesariamente bien escrita; eso deben decidirlo los lectores. El presente es el segundo volumen; al primero podrán acceder en el enlace EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO I: INICIO. Quedan invitados a sufrir esta singular ofensa a la literatura

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