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EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO II
La segunda parte de la más extraña trilogía de la literatura fantástica, publicada por entregas.
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21 de Junio, 2011    General

CVIII

CVIII

      Mientras tanto, tras bordear las Gröhelnsklamer, los carromatos de los egipcios, hijos de la libertad, seguían su marcha en dirección al Oeste. En alguno de ellos iba Wjoland, estudiando unas prendas de vestir que le habían facilitado para disfrazarse y que, calculó con una sola mirada, decididamente eran dos o tres tallas más chicas que las suyas. Le habían dicho que cerca de la frontera le oscurecerían además el rostro y las manos para que pasase por una auténtica egipcia.

      Tras una breve pausa que tal vez no tenía otro objeto que tomar impulso y renovar bríos, la vieja bruja volvía a gritar las consabidas herejías en dialecto gayané, sin que Wjoland entendiese siquiera media palabra.

      -Yo también os amo-suspiró la joven, vencida, luego de varios intentos infructuosos de complacer  a la vieja haciendo o dejando de hacer distintas cosas que pudieran ser causa de sus quejas.

      Afuera, un jinete montado sobre un caballo blanco rebasaba carromato tras carromato.

      -Wjoland. ¿Dónde está Wjoland?-preguntaba con ansiedad; pero también él tenía dificultad para hacerse entender, quizás por el traqueteo de las ruedas de los vehículos y los cascos de los caballos que los remolcaban, que impedía oir claramente la pregunta; aunque sin duda varios egipcios tenían dificultades para entender los idiomas gadzo, las lenguas no egipcias.

      Súbitamente, la caravana se detuvo de la forma más brusca imaginable, carromato tras carromato, empezando por los que iban en cabeza. Era obvio que algo había obligado al que iba más adelante a detenerse muy de golpa; los que iban detrás habían  tenido que frenar uno tras otro, a riesgo de arrollarse unos con otros. En el interior de los vehículos, varias personas sufrieron revolcones diversos por la brusca frenada, Wjoland entre ellas.

      José estaba más perplejo que enojado por la maniobra de Hrumwald de salirles al paso a los vehículos, arriesgándose a ser arrollado; pero en el mismo carromato,El Saltamontes se había dado un fuerte golpe en la cabeza, y salió de la parte trasera con instintos asesinos diversos en marcha. Comenzó blasfemando en gayané, hasta informarse de la causa de tan poco sutil interrupción en la marcha. Al enterarse de que el culpable de que él tuviera un chichón era un estúpido, loco gadzo que se había expuesto a ser atropellado por la caravana, la cual frenó para no pasarle por encima, su ira recrudeció.

      Wjoland, por su parte, no había logrado conservr el equilibrio al frenar de golpe su carromato. Se había dado golpes varios, incluso uno en la cabeza, pero ninguno dolía demasiado. ya estaba alegrándose de que por lo menos esta vez ella no tenía la culpa de haberse lastimado (y tal vez por eso eran daños menores), cuando le pareció escuchar que, afuera, alguien la llamaba. Al principio no pudo estar segura, porque la vieja, para variar, seguía despotricando, aunque Wjoland quería creer que, esta vez, no contra ella, sino contra la súbita frenada. Pero el conductor del carromato se asomó y preguntó algo en su idioma; si todos estaban bien adentro, dedujo Wjoland. Entonces oyó ésta que, verdaderamente, una voz muy conocida la llamaba por su nombre.

      -¿Hrumwald?...-murmuró ella, perpleja.

      Se asomó al lado del egipcio que conducía el carromato. Y así era, nomás: allí estaba Hrumwald, recorriendo la fila de carros, buscándola con la mirada y llamándola por su nombre, sin gritar, apenas elevando un poco el volumen de su voz.

      La vio y se le acercó en el mismo momento en que El Saltamontes se le acercaba, muy dispuesto a consumar su venganza. Advirtiendo la situación desde lejos, Balduino se preparó para intervenir: no era cosa de que Hrumwald, luego de sobrevivir al paso entre decenas de grifos por las Gröhelnsklamer, muriera de manera tan tonta, a manos de un egipcio enfurecido.

      -Olvidaste eso, Wjoland-dijo Hrumwald, sacando de su bolsillo un pañuelo tan deeriorado que, al verlo, El Saltamontes se preguntó si era una broma, si Hrumwald estaba loco, o qué. Se detuvo donde estaba, interesado por descubrir la respuesta al enigma antes de consumar su crimen. Otros egipcios contemplaban la escena, igualmente intrigados; pero nadie más sorprendido y exasperado que Balduino. ¿Y para eso había atravesado al galope las Gröhelnsklamer tras Hrumwald, cubriendo las espaldas de éste y arriesgándose él mismo a ser devorado por grifos? ¿Para que Wjoland recuperara un pañuelo ya convertido en poco más que hilachas y trozos de tela a medio desintegrarse?... La próxima vez, lo dejaría ir solo, por muy buen hombre que fuese. Aquello era lo más absurdo que le había tocado ver en toda su vida; y eso que desde que estaba en Freyrstrande, había visto muchas cosas insólitas.

      Estaba decidido, por nada del mundo permitiría que los egipcios hicieran daño a Hrumwald: él mismo se encargaría de liquidarlo.

      -Creo que le tienes mucho cariño-prosiguió Hrumwald, alcanzándole el pañuelo.

       -Sí, gracias-respondió Wjoland, aturdida.

      Sí, ¡claro que le tenía mucho cariño a aquel pañuelo! Era el último recuerdo que le quedaba de su familia... Pero ella nunca se lo había dicho a Hrumwald: éste tenía que haberse dado cuenta solo, tal vez de tanto mirarla contemplarlo con afecto entre sus manos. Y después de todo, ¿y qué si lo había olvidado? Aquel pañuelo ya tenía sus años: no iba a durar mucho más tiempo. Cuando Wjoland descubriera que lo había olvidado, habría tomado la pérdida con filosofía precisamente por ese motivo.

      Pero Hrumwald había querido alcanzarle aquel pañuelo, sin importarle qué tan lejos hubiera llegado la caravana, ni su propia seguridad mientras cabalgaba acechado por grifos en las Gröhelnsklamer. Ni mención haría de ello: la verdad, no había pensado en el peligro que podría correr. Pero Wjoland sí pensaba en ello, y era obvio que estaba conmovida.

      -Adiós, Wjoland-dijo Hrumwald, besándole dulcemente la mejilla; y algo en ese gesto tan tierno hizo que, a su alrededor, los egipcios que lo presenciaron se sintiesen mal, sobre todo cuando el porquero volvió grupas su blanca cabalgadura  y empezó a alejarse, llevando al animal al paso, sin prisas esta vez, y no por el camino que atravesaba las Gröhelnsklamer, sino por el que las bordeaba.

      Wjoland lo siguió con la mirada, El Saltamontes, cruzado de brazos y ya sin intenciones de venganza, lo siguió con la mirada. Todos los egipcios lo seguían con la mirada, con el desencanto de niños ante un cuento con final triste.

       Entonces Balduino, tras quedar un rato pensativo, insinuó una sonrisa, súbitamente consciente de que ése no era el final del cuento. Ahora él iba a explicarles cómo seguía la historia.

       Como los otros, Wjoland se hallaba como bajo un hechizo, sin terminar de recobrarse, acariciándose con la mano la mejilla besada por Hrumwald, como si aquel contacto la hubiera convertido en algo muy valioso. En ese estado emocional, ni oyó el ruido de cascos que hizo Svartwulk al moverse; pero de repente notó una firme mano extendida hacia ella en señal de invitación tan cortés como indeclinable. Dudó al principio, pero alzó la vista, recorriendo con los ojos el brazo tras aquella mano y luego el hombro, hasta llegar a un rostro, el de Balduino. Y había en ese semblante la más bella, espléndida sonrisa que pueda iluminar una faz humana: la de quien adivina para el prójimo una inmensa felicidad que él puede ayudar a concretar y que, por esa razón, es feliz él mismo. ¿Vamos?, preguntaba esa sonrisa.

      Entonces se quebró el hechizo, y Wjoland misma sonrió. Se aferró a aquella mano, y Balduino acercó más su caballo al carromato. El egipcio a las riendas de éste ayudó a Wjoland a pasar a la grupa de Svartwulk entre una estruendosa mezcla de aplausos y exclamaciones de júbilo por parte del resto del público. En ese momento, Balduino sintió un cálido amor hacia aquellos egipcios y hacia la Humanidad en general; y el recuerdo de aquel momento le impediría olvidar, incluso en los momentos más negros, que no sólo es gente la que se corroe de envidia ante la dicha del prójimo y se alegra de verlo caer; que por podrida que pudiera parecer por momentos la estirpe de Adán, tras esa cáscara de pudredumbre quedaba algo noble, bello y valioso. Cuando él y Wjoland alzaron sus manos para saludarlos y fueron correspondidos, había entre todos ellos un sentimiento deunión capaz de trascender cualquier distancia.

      Hrumwald se sorprendió cuando Svartwulk dio alcance a su caballo y vio que Wjoland venía en la grupa. Cuando Balduino tascó el freno, ella, sin esperar a que se la ayudara, bajó sola, y con una prisa verdaderamente insólita.

      -¿Qué pasó?-preguntó Hrumwald, temiendo que hubiera ocurrido algo malo.

      -Baja del caballo-respondió Wjoland, mirándolo como por primera vez, y sin poder evitar que el sentimiento la desbordara y llenara de lágrimas sus ojos.

      Balduino sonrió y siguió su marcha, ya que le pareció muy indiscreto quedarse a ver el resto, aunque una vez, desde la distancia, miró por encima de su hombro y los vio a ambos abrazados, seguramente en un silencio que decía más que todas las palabras del mundo. La imagen lo puso tan feliz, que sintió que tampoco para él quería que ese día fuera como cualquier otro. ¿Qué haría? ¿Contar en Vindsborg lo que había pasado? No: Lambert empezaría con sus eternos sarcasmos sobre el matrimonio y la vida en pareja en general. Y los demás, recordando la fortuna de Hrumwald, empezarían a especular gansadas sobre los motivos por los que Wjoland se quedaba con él, pero esto ya era lo de menos... No: esperaría unos días, y luego, si para entonces la noticia no había llegado por sí sola a Vindsborg, la daría él.

      Obedeciendo a un impulso, fue a las dehesas de pastoreo junto al Duppelnalv. Ya desde lejos lo vio Gudrun, y sonrió. No fue la única: Copito de Nieve lo avistó también, y fue corriendo hasta ponerse a la par de Svartwulk, mirando al jinete sin parar de balar.

     -Copito de Nieve-le reprochó Balduino-, ¿por qué ahora ya no me dejas intimidad con tu pastora, si no es encerrándote en el redil?-desmontó, y de inmediato el animalito, raquítico, malformado y afectuoso, empezó a refregarse contra las calzas del pelirrojo, quien puso cara de circunstancias y lo alzó entre sus brazos-. Y encima, aumentaste de peso, pequeña plaga. ¿Cómo puede una oveja tan pequeña aproximarse tanto en peso a un Jarlwurm?-se quejó, mientras llegaba con su carga hasta Gudrun.

      -Alguien malcrió tanto a ese animal, que ahora es casi insoportable-observó ella, mientras el resto del rebaño se acercaba en masa a dar la bienvenida a Balduino con un coro de balidos que fueron inmediatamente contestados por Copito de Nieve, quien desde su sitial, según su costumbre, parecía burlarse de sus congéneres por haber alcanzado un lugar de privilegio, para ellos inaccesible.

      -El que malcrió a Copito de Nieve, creo, nada tuvo que ver en la malcrianza del resto de tus animales...-observó acertadamente Balduino, señalando la majada.

      -No hace falta, señor Cabellos de Fuego. La malcrianza de uno es mal ejemplo para el resto. Mis ovejas son los animales más envidiosos de la Creación, y si uno disfruta de un privilegio, las demás querrán hacer otro tanto... ¿A qué debo el honor de vuestra visita?

      -Quería saber si podríamos vernos esta noche-respondió Balduino-. Estoy tratando de hacer momoria, pero no recuerdo-añadió con voz traviesa-: según decías la noche del casamiento de Kurt y Heidi, ¿para qué me resulta motivadora la felicidad ajena?

      -Ah-sonrió Gudrun, entendiendo y abrazándose a él-. Hmmm... Trato de hacer memoria, pero tampoco yo recuerdo, señor Cabellos de Fuego... Pero venid a casa esta noche. Estoy segura de que entre los dos lograremos hacer memoria.

      No coqueteaba exactamente, pero la combinación de gestos de fingida inocencia en su rostro tosco y el contacto de su cuerpo femenino pero firme junto al de Balduino, provocó en éste una reacción que no sólo fue de excitación física, sino también de pasión emocional, de amor feroz y avasallante.

      Depositó en el suelo a  Copito de Nieve, quien baló indignado al verse despedido de su sitial de honor, y continuó protestando luego, cuando Balduino tomó entre sus brazos a Gudrun con movimientos decididos y fuertes, pero sin brusquedad.

      -Ven aquí, mujer. Quizás puedas servirme de inspiración ahora para, esta noche, estar en condiciones de explicártelo.

      Y la besó, y en ese beso volcó todo su amor por Gudrun, su amor por Freyrstrande y su amor por la vida, un sentimiento eufórico, brioso y juvenil que arrollaba cuanto encontraba a su paso.

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publicado por ekeledudu a las 13:34 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
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SOBRE MÍ
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Eduardo Esteban Ferreyra

Soy un escritor muy ambicioso en lo creativo, y de esa ambición nació EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO, novela fantástica en tres volúmenes bastante original, aunque no necesariamente bien escrita; eso deben decidirlo los lectores. El presente es el segundo volumen; al primero podrán acceder en el enlace EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO I: INICIO. Quedan invitados a sufrir esta singular ofensa a la literatura

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