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¡Sorpréndeme!
EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO II
La segunda parte de la más extraña trilogía de la literatura fantástica, publicada por entregas.
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09 de Octubre, 2012    General

CCIV

CCIV

      Al día siguiente, domingo, Fray Bartolomeo acudió como siempre a dar misa en Vindsborg, y con él vino Hansi, por supuesto. Su primera preocupación ni bien llegó fue confesar a quien deseara hacerlo, pese a que rara vez los feligreses de Vindsborg, y los Kveisunger menos que nadie, se creían en la obligación de descargar sus conciencias. La excepción habitual era Snarki, así que el cura se volvió hacia él en primer término.

          -Ven, hijo mío-le sugirió.

         Algunas miradas se dirigieron burlonas hacia Emmanuel, pero ya Snarki seguía a Fray Bartolomeo hacia la cocina, que era donde tenían lugar las confesiones, muy a pesar de Varg, quien se veía obligado a tolerar esta intrusión. Todos sabían que aquélla sería la confesión más prolongada, por lo que hubo cierta irónica sabiduría en el comentario que esta vez hizo Hendryk al respecto:

          -Este bribón de Snarki debe ser un degenerado que fantasea con violarnos a todos, o cosa por el estilo. De lo contrario no se entiende que tenga tanto para confesarle al cura, ¡si es incapaz de matar siquiera una mosca!

         -En efecto, en efecto...-fue la aprobación general.

          Pero Balduino añadió:

         -Pues precisamente ése es el asunto, los más buenos son quienes más tienden a mortificarse por culpas reales o imaginarias.

         -No sé, ¡yo no!...-aclaró Andrusier, con la expresión intrigada de quien se enfrenta al más complejo de todos los enigmas.

           -Bueno... Para todo hay excepciones, supongo...-respondió Balduino. Sus Kveisunger se tenían por poco menos que un dechado de virtudes, y él ya lo tenía asumido. Sólo Ulvgang, y ocasionalmente Gröhelle, se admitían abiertamente a sí mismos y al grupo como criminales.

          Arn quedó pensando en que el tal Snarki del que hablaban era el mismo que lo había amenazado con acuchillarlo luego de que él hiciera cierto comentario sobre ese cerdo que estaban criando en Vindsborg. Si ése era el incapaz de matar siquiera una mosca, ¡cómo serían los malos de verdad!... Bueno, que me maten, si es su deseo. Al menos así acabarán mis sufrimientos, pensó.

         Acabó al fin la confesión de Snarki. Este se unió a los demás, y fray Bartolomeo se encaminó directo a la mesita que hacía las veces de altar. Iba a dar comienzo a la misa, cuando Hansi tiró de su manga. El cura se volvió hacia él.

         -¿Qué pasa?-preguntó.

       -¿Y las demás confesiones, hermano?...preguntó el chico.

         -¡Bah!... Si alguien quisiera confesarse, ya lo habría pedido.

          -Pero es que...

         -¿Alguien se quiere confesar?-preguntó Fray Bartolomeo, en voz bien alta, para que lo oyeran todos y su monaguillo quedara conforme. Y ante el silencio subsiguiente, gruñó por lo bajo:-. Cómo me haces perder tiempo, mocoso, ¡cómo me haces perder tiempo!

         Se dispuso una vez más a iniciar la misa, cuando Hansi volvió a tironear de su manga. Fray Bartolomeo, con expresión sufrida, giró hacia él una vez más y, con voz lánguida, preguntó:

         -Y ahora, ¿qué, eh?...

          Con un gesto de su índice, Hansi le indicó que se acercara para poder decirle algo al oído. El cura, habituado a esos secretismos de su acólito, por primera vez notó lo poco que tenía que agacharse ahora para oírlo, y se asombró. ¡Cómo crece este sabandija!, pensó. El pensamiento lo distrajo, y tuvo que pedir a Hansi que repitiese lo que acababa de decirle en susurros:

           -Creo que deberíais insistir, pues hay al menos alguien más que precisaría aliviar su conciencia-recapituló Hansi.

          -¿Eh?... ¿Y cómo lo sabes, y a quién te refieres?-preguntó Fray Bartolomeo, estupefacto-. ¿Qué dices?... ¡No te oigo!

          Hansi se impacientó: hoy, Fray Bartolomeo parecía más sordo que Gilbert.

            -¡A quien sea que haya puesto ese ojo negro al señor Arn!-repitió, elevando notoriamente el volumen del susurro.

        Los demás pudieron no haber entendido la frase completa, pero el volumen demasiado alto les permitió al menos oír de quién se susurraba. Fray Bartolomeo castigó con un buen coscorrón la indiscreción de su monaguillo, y éste no volvió ya a insistir: ¿qué sentido tenía señalar una violencia ajena a un cura tan proclive a ella?

          Sin embargo, Hansi dedujo que al parecer Fray Bartolomeo había quedado preocupado por el asunto, puesto que celebró la misa un tanto caóticamente, equivocándose a cada rato. Omitió corregirlo: no quería ser premiado con un nuevo coscorrón. La mayor parte de la misa era siempre en latín, y los feligreses no entendían ni jota de todos modos. Si Hansi, quien tampoco entendía más que unas pocas palabras traducidas alguna vez por el cura, sabía sin embargo en qué orden venía cada frase, era por haberlas oído hasta el hartazgo durante continuas misas; así que, ¿qué importaba?

        Concluida la misa, cuando todos se retiraban cada uno a lo suyo (es decir, a aprovechar el día de descanso como mejor les placiera), Fray Bartolomeo interceptó a Balduino:

          -Hereje, ¿quién golpeó a... en fin, ya sabes a quién?

            -Yo-respondió Balduino, con una sonrisa rebosante de orgullo malévolo y satisfecho.

           -Ya me lo temía, y veo que cometí un gran error insistiendo en que te lo llevaras contigo...-comenzó el cura.

          -Error que aún estáis a tiempo de reparar-señaló Balduino sin muchas esperanzas.

        -...pero me siento ahora en la obligación de ayudarte. Por experiencia propia sé que ese sujeto puede ser muy pesado; de modo que hablaré con él y trataré de meterle ciertas cosas en la cabeza, ¿de acuerdo?

         -Ya que por lo visto haréis la vista gorda a mi indirecta...-murmuró Balduino, resignado.

          Así que Fray Bartolomeo buscó a Arn, y ambos se retiraron afuera, a un sitio apartado de los demás. Recordó entonces el cura que no había preguntado a Balduino qué nombre falso usaba Arn. Tal vez fuera mejor así: si iba a tener una charla franca con él, ningún sentido tenía llamarlo por un nombre ficticio.

           -Hijo mío-comenzó-, sé que estás atravesando un momento de grandes tribulaciones...

           -¿Sabéis? ¿Qué sabéis, hermano?-preguntó agresiva y amargamente Arn-. No sabéis nada.

       -En ese caso-dijo pacientemente Fray Bartolomeo-, tal vez quieras decírmelo, así yo te ayudaría a...

          -No podéis ayudarme-interrumpió Arn-. ¿Qué vais a hacer, decir a esta caterva de zafios que me guarden el debido respeto?

          -Es muy bueno que te traten como a uno más de ellos, así no llamará la atención si...

           -¡Me han puesto apodos!

          -No es nada personal. Ellos...

         -¿Que no es nada personal? ¿Y no podían, entonces, llamarme al menos de una forma un poco más acorde con mi majestad?

         Fray Bartolomeo prefirió no señalar que la majestad de Arn no superaba por lo visto la de un gusano, y estaba buscando una respuesta apropiada, cuando el quejumbroso añadió:

         -¡Podían, por ejemplo, haberme apodado Adler!

         Este hombre ya me tiene harto. Parece un niño acusando ante sus mayores a otros niños que lo tuvieran a maltraer, pensó el cura, agobiado.

          -Ya existe aquí alguien apodado así...-suspiró cansadamente.

         -¿Y os parece lógico que cualquier palurdo lleve un mote más glorioso que yo, que soy noble?

         -¡Si a Adler lo han apodado así, águila, por ese naso que tiene y que lo asemeja a dicha ave! ¿Dónde veis la gloria en ello?

           -¡Y además hay otras palabras para designar al águila! ¡Podían, por ejemplo, haberme apodado Ar!

          -Como suena tan diferente de Arn...-ironizó Fray Bartolomeo.

             -Lo que más me duele es la traición de Balduino y Anders, en quienes confiaba-prosiguió Arn, estallando en lágrimas.

        -¡Traición!...¡No digáis zonceras! ¡El hereje...!

          -Han olvidado toda promesa de lealtad, toda bella frase pronunciada ante mi trono... Proceden conmigo como si fuera uno de sus siervos, a mí, que era su señor y que tanto los ayudé...

         -Msé... Incluyendo cierta paliza que el hereje recibió por cuenta vuestra en Kvissensborg, si no os molesta recordarlo.

        -¡No me estáis escuchando, hermano!--exclamó Arn, con redoblado llanto.

          -¡Vos sois quien debe escucharme a mí y no lo hace!... Oíd...

            -¡Hoy, al despertar, me quité un piojo de mi cabellera! ¡Un piojo!... ¿Podéis creerlo?

        Lo que no puedo creer, es que existan cretinos como éste, así de maricas-reflexionó Fray Bartolomeo, superado por los lloriqueos de Arn y completamente harto de ellos-. Decididamente, el hereje, al morir, irá a pararf de cabeza al Cielo. Una hora de escuchar toda esta sarta de lamentaciones, como castigo, es mucho peor que una eternidad en el Infierno, y luego de sufrirlas, no le quedarán ya pecados que expiar.

       -¿Un piojo?... ¿Sólo uno?-bromeó-. ¡Felicitaciones, pues! Daos por conforme si tenéis apenas un piojo, que aquí sólo los calvos están a salvo de ellos, y los demás...

          ¡Y encima he de soportar vuestras burlas!-sollozó Arn-. ¿Qué clase de vida es ésta?... ¡Ojalá Erik hubiera logrado matarme!

         Fray Bartolomeo resopló furioso.
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publicado por ekeledudu a las 12:50 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
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SOBRE MÍ
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Eduardo Esteban Ferreyra

Soy un escritor muy ambicioso en lo creativo, y de esa ambición nació EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO, novela fantástica en tres volúmenes bastante original, aunque no necesariamente bien escrita; eso deben decidirlo los lectores. El presente es el segundo volumen; al primero podrán acceder en el enlace EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO I: INICIO. Quedan invitados a sufrir esta singular ofensa a la literatura

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