CII
Ya se había habituado Balduino a que Hansi no pasara tanto tiempo en Vindsborg ahora que habían mejorado sus relaciones con Friedrik, su padre. Incluso lo tranquilizaba un poco que así fuera ahora que el impredecible Kehlensneiter estaba libre. Con éste no era sabio confiarse: parecía muy tranquilo, pero su siniestro historial exigía vigilarlo con mucha atención.
Al caer el crepúsculo, cuando los pescadores volvieron al malecón, Hansi venía con ellos, por supuesto; y al ver los carromatos egipcios, sintió curiosidad, por lo que pidió y obtuvo de su padre permiso para pasar la noche en Vindsborg. A quien no pidió permiso, tan seguro estaba de que lo autorizaría, fue a Balduino, pero a éste no hizo mucha gracia el asunto porque, por alguna razón, Kehlensneiter estaba muy nervioso ese día. Balduino creía que podía deberse al incesante ir y venir de gente que hubo ese día. Si no estaba trabajando, Kehlensneiter llevaba mayormente vida de animal, limitada casi en exclusividad a comer y dormir. Nada parecía interesarlo, lo que quizás fuera un progreso si se tenía en cuenta la fama de asesino que llevaba a cuestas; pero lo malo era que la gente, al verlo, sí mostraba indisimulado interés en él. La nariz y las orejas cortadas le conferían un aspecto estremecedoramente monstruoso, y él debía saberlo y odiar mucho a cada uno que se detenía a mirarlo. Balduino recordaba con espanto cómo Kurt había considerado descortés que Kehlensneiter no lo saludara, y cómo se le había plantado al lado, regañçandolo hasta forzarlo a estrechar su mano. Kurt, si se quería, era ejemplar más digno de un zoológico que el mismo Kehlensneiter; tal vez por haberlo notado, éste, esa vez, no pareció enojarse con él, y en lo sucesivo accedió a saludar siempre a Kurt, con tal de que que luego lo dejase en paz. Pero otros aldeanos, en general, miraban desde la distancia y con mucha inquietud a aquel Kveisung.
Como los trabajos de aquel día quedaron suspendidos, Kehlensneiter se echó a dormir, para lo que buscó refugio en la herrería, adonde no sería molestado. Pero en cierto momento tuvo que ir al retrete, y los egipcios no se privaron de mirarlo y comentar la fealdad de aquel semblante tétrico en cuanto lo vieron. Qué decían exactamente, imposible saberlo, pero era obvio que hablaban de él. Tal vez esto irritó a Kehlensneiter, quien quedó súbitamente desvelado y no regresó a la herrería ni se ocultó en ninguna otra parte sino que, por el contrario, pareció exhibirse a propósito ante todo el mundo, fiero y desafiante. Llevaba cuchillo al cinto, y a Balduino mle preocupó lo que pudiera hacer si algo terminaba de sacarlo de quicio.
-Kehlensneiter, reemplaza a Snarki en el torreón-le ordenó, pese a que las guardias del día estaban programadas de otro modo y Kehlensneiter no figuraba en ellas.
Esto había sucedido a la tarde. A la noche concluía la guardia de Kehlensneiter; de qué humor regresaría éste, imposible saberlo. Para colmo, daba la impresión de que en el campamento egipcio habría actividad hasta bastante avanzada la noche. Y ahora Hansi quería pasar la noche en Vindsborg... Parecía impensable que Kehlensneiter se descontrolara al punto de dañar físicamente al chico, sobre todo teniendo en cuenta el cariño que por éste sentía Tarian, quien a su vez era amado por Kehlensneiter; pero sólo un necio habría estado completamente seguro.
-Tarian-recomendó Balduino al muchacho-pez-: esta noche, más que nunca, confío en ti para mantener sosegado a Kehlensneiter... No lo pierdas de vista ni un segundo.
Tarian asintió en silencio mientras obsequiaba a Hansi una conchilla de un tipo que el niño nunca había visto antes y que pasaría a engrosar su ya vasta colección.
Ni a propósito podrían aquellos egipcios haberle traído más dificultades a Balduino, quien tenía que reconocer sin embargo que aquéllos parecían sentirse muy a gusto en compañía de la dotación de Vindsborg y viceversa. Habían hecho buenas migas, sobre todo, con los Kveisunger. Balduino pensaba que sus hombres merecían un relajamiento, y ya que se presentaba esa oportunidad de hacer sociales, ¿por qué no aprovecharla?
El Saltamontes resultó un muchacho extraordinariamente carismático y de gran simpatía. Cuando con la caída del sol vinieron varios aldeanos curiosos con pretextos tontos para ver de cerca a los extranjeros, éstos decidieron demostrarles sus talentos; y mientras un grupo hacía música, El Saltamontes se avino a bailar, lo que hizo con gracia fuera de lo común, sin caer en la femineidad. Para ello fue hasta el camino, ya que en la playa arenosa su extraño, rítmico y elegante zapateo habría quedado muy deslucido.
Finalizada tal exhibición, Anders -que parecía haber vuelto a la normalidad luego de su extraña conducta de la tarde- invitó a El Saltamontes adentro, beber un poco de aquavit; después de lo cual bajaban ambos la escalinata cuando Andrusier, reunido en la playa con Hundi y Honney en torno a un fogón, con la empalizada a sus espaldas, sugirió con voz sobradora:
-¡Y quieres ser soldado!... Un consejo: dedícate a la danza, que es para lo que sirves.
Durante un segundo, un relámpago de helada cólera destelló en los ojos de El Saltamontes; y en el instante siguiente, a velocidad prodigiosa, un cuchillo salió de su vaina, sin que ojo humano fuera lo bastante veloz para detectar el reflejo de la luna en la hoja, antes de que el arma saliera disparada.
-¡Epa!...-exclamó Andrusier, más admirado que asustado, al sentir el silbido amenazante y el roce siniestro del cuchillo contra su mejilla derecha. Seguidamente se oyó la vibración metálica de la hoja al hendirse en uno de los troncos de la empalizada.
Andrusier fue a investigar. El cuchillo había penetrado bastante en la madera; debía haber sido lanzado con notable fuerza. Lo retiró en silencio y, sosteniéndolo con la mano, avanzó hacia El Saltamontes, con Honney y Hundi a la zaga.
Anders se inquietó, temiendo lo peor, y no supo qué hacer. Pero como El Saltamontes había sido provocado y, en definitiva, su reacción había sido muy moderada en medio de todo, se le acercó en tácita señal de apoyo. El egipcio, por su parte, permaneció donde estaba, mirando con altanería a los tres Kveisunger que se le acercaban. Pero Andrusier se paró frente a él y lo miró con su fea cara mal afeitada; y devolviéndole el cuchillo, le sonrió con salvaje deleite.
-Así nos gustan a nosotros los hombres; valientes y orgullosos-aprobó, palmeándole la espalda-. Bienvenido a Vindsborg, amigo.