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El suceso que -a su modo, puesto que lo conocía sólo de oídas- narró Andy a Bruno, había tenido lugar dos días antes, una mañana en que, al decir de Roland de La Mö -aquel Caballero belvenio cuyo sano juicio ponían en duda hasta sus mismos amigos- "no tenía cada de ataque de Wurm". Este último detalle en particular, Andy lo recordaba de manera muy clara, porque Calímaco de Antilonia, exasperado al oírlo, había rezongado que Roland siempre insistía con aquella zoncera según la cual determinado día tenía o no "cara de ataque de Wurm"; y rezongaría más aún al final de la jornada, al constatar que la predicción expresada de modo tan torpe había sido exacta: los Wurms no atacaron.
En los alrededores de Drakenstadt, los Jinetes Ballesteros habían salido a dar una batida en busca de Thröllewurmspara ultimarlos. Los taimados aprendían a ocultarse cada vez más hábilmente, y la abundancia de pantanos y de turberas al sur de la ciudad les complicaban las cosas a los Ballesteros, que habían anunciado ya que no volverían a internarse en esas regiones donde habían muerto varios de sus compañeros. No importaba con qué castigo los amenazasen: no lo harían más. Así de acobardados estaban.
El caso es que a su regreso, los Ballesteros habían hallado merodeando por los alrededores a un individuo de lo más sospechoso: melenudo, de tez morena y -lo más inquietante de todo- con sus ropas completamente sucias de sangre seca y restos de barro igualmente seco. Costras similares podían verse en sus cabellos.
-Es evidente, señor, que lleva varios días sin bañarse-dijo de él uno de los Ballesteros, al conducirlo maniatado ante Edgardo de Rabenland-. Al parecer, iba precisamente a adecentarse en el Kronungalv cuando lo encontramos. Capturarlo requirió de cinco de nuestros hombres, hirió a tres de ellos y se negó a responder a nuestras preguntas.
-¿Y yo qué tengo que ver en todo esto?...-preguntó Edgardo, estupefacto-. Esto es cosa de la justicia de Drakenstadt, no mía.
-Pensamos que tal vez vos lo conoceríais. Dijo que sólo a vuestras preguntas contestaría.
Edgardo echó un vistado al forajido, cuya dura mirada sostuvo la suya, y estuvo casi seguro de jamás haberlo visto antes.
-¿Cómo te llamas?-le preguntó.
-Me dicen El Saltamontes-fue la respuesta.
-Me dicen... Me dicen...-gruñó burlonamente Edgardo, irritado.
Pero, con gran humor negro, decidió que, después de todo, no importaba tanto el nombre del sujeto; no si era inocente, y mucho menos aún si era culpable, en cuyo caso pronto dejaría de necesitar nombre alguno: pasaría a ser, simplemente, un ahorcado.
-¿Y de dónde sabes cómo me llamo yo... O por qué pediste expresamente hablar conmigo?-preguntó.
-Por vuestro hermano.
-¿Cuál de ellos?, pues tengo varios.
El Saltamontes se empantanó. Por cierto: ¿cuál?... No recordaba el nombre del dichoso hermano, tenía mala memoria para esas cosas. Si había logrado recordar el de Edgardo, era por haberle concedido gran importancia: después de todo, era su as bajo la manga para ingresar en la milicia. Logrado su objetivo, quizás terminara olvidándolo. Ni el mismo Saltamontes habría sabido precisar si la costumbre de llamar a todo el mundo prátar, "hermano", le hacía difícil recordar los nombres, o si, por el contrario, tal recurso suplía su dificultad para memorizarlos.
-Siempre olvido los nombres-se vio forzado a admitir.
Edgardo meneó la cabeza, entre el desconcierto y la impaciencia. O este individuo era un criminal que debido a sus fechorías intentaba ocultar su identidad e inventaba incoherencias para salvarse, o era un rematado imbécil que, para empezar, había olvidado cómo se llamaba él mismo, y por ende mucho menos podía pedírsele que recordara nombres ajenos.
Pero bien que sabe el mío, pensó con recelo.
-¡Cabellos de Fuego!...-exclamó de pronto El Saltamontes, radiante.
-¿Eh?...
-¡Señor Cabellos de Fuego! ¡Así le dicen!
-¿Cómo?...-preguntó Edgardo, comenzando a sospechar que, antes que nada, el sujeto estaba más loco que una cabra.
-Llevo un mensaje de él a mi cintura.
-Haber empezado por ahí, hombre...-murmuró cansadamente Edgardo, mientras el Ballestero que escoltaba a El Saltamontes revisaba a éste, quien no podía buscar personalmente el mensaje, por seguir con las manos atadas-. Dime: ¿puedes adelantar alguna buena razón que justifique o explique tu lamentable facha?
-Venganzas, señor. Los Landskveisunger nos atacaron durante el sueño. Exterminaron a casi toda mi tribu, entre ellos a mi padre... Nos llevó más de un mes descubrir quiénes eran.
-¿Nos llevó? ¿A ti... y a quién más?
-A mi primo Fabio. Acabamos con todos ellos-y añadió El Saltamontes, dirigiéndose al Ballestero que lo miraba interrogante, sosteniendo en su mano una bolsita de cuero:-. Sí, ahí está.
Edgardo tomó el rollo de pergamino que el Ballestero retiró de la bolsita, y lo desplegó para leer su contenido. Se fijó en la firma antes que nada. No habría sabido reconocerla, pero el nombre era legible, al menos; y una oleada de inmenso afecto lo invadió al instante.
-Si liquidaste con tu primo a una banda Lnadskveisung, cosa que, al parecer, no saben hacer quienes tendrían que ocuparse de ello-pensó en Miguel de Orimor-, es que eres astuto. Si tuvieron que atacarte entre cinco para dominarte es que, además, eres salvaje y duro. Esas cualidades nos son necesarias en este momento. Además, te recomienda mi hermano... Balduino...
-Balduino-repitió El Saltamontes, pensando que lo menos que podía hacer por aquel benefactor era recordar su nombre para bendecirlo y solicitar para él también la bendición del Señor.
-...¿Quieres servir en el ejército? Dalo por hecho. Por ahora, sin embargo, eres un prisionero, y debes atenerte a las leyes de Norcrest; las de Drakenstadt, si lo prefieres-especificó Edgardo, sospechando que quizás El Saltamontes no tuviera grandes nociones geográficas-. No opongas resistencia y ve mansamente a la celda que te asignen, que te prometo que no estarás mucho tiempo en ella.
El Saltamontes vaciló. Las prisiones no solían ser benévolas con los egipcios, considerados siempre culpables sin demasiadas pruebas y apenas por su mala traza.
-Confía en mí-insistió Edgardo, acercándose más a él y poniéndole una mano en el hombro.
Muy raro era que un gadzo, un no egipcio, se dignara a tocar a alguien de piel tan morena, excepto para golpearlo o aprendeherlo. En medio de su cansancio y su recelo, El Saltamontes sonrió cálidamente.
-Gracias, prátar-dijo.