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EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO II
La segunda parte de la más extraña trilogía de la literatura fantástica, publicada por entregas.
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12 de Octubre, 2011    General

CLV

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       Dos noches más tarde, la Princesa Gunilla despertaba en medio de su sueño, entre confusa e indignada, al oír un reiterado golpeteo contra los postigos de la ventana de sus aposentos. Lo primero que pensó fue que un guardia aburrido mataba el tiempo tirando piedras desde el patio hacia lo alto, idea que la llenó de fastidio. Muy buena puntería hubiera debido tener en verdad el bromista de ocasión para acertar hasta en medio de la oscuridad, pero eso a ella no se le ocurrió; estaba demasiado adormilada aún para razonamientos tan lúcidos. Sin embargo, sí comprendió, en un instante de claridad mental, que si de verdad tan veloz golpeteo lo producían piedras arrojadas contra los postigos, o el individuo en cuestión era un hecatónquiro -un monstruo de cien brazos- o se trataba de todo un grupo de chistosos. Ambas cosas resultaban igualmente improbables. ¿Granizo?... No sonaba como tal. Más parecía como si algún animal volador, probablemente una lechuza, chocara una y otra vez contra el postigo, tal vez por haber quedado atrapado de alguna manera contra éste; pero Gunilla no entendía cómo podía haber sucedido tal cosa. Si se le ocurrió además que algún fantasma, demonio u otro ser desencarnado pudiera ser quien provocaba los golpes, cosa bastante dudosa, habrá pensado menos en quedarse temblando en la oscuridad que en poner en su lugar al espíritu en cuestión... Las mujeres andrusianas solían ser muy, muy temperamentales.

        Como fuera, aquel condenado golpeteo al parecer continuaría toda la noche si ella no hacía algo para evitarlo. No estaba dispuesta a seguir en vela hasta el amanecer. Demasiado somnolienta para vestirse a fin de que un guardia entrara en su habitación y la hallara en un estado decente y presentable, decidió primero encargarse ella misma del asunto, y recién solicitar ayuda en caso de verse derrotada.

        Con mucha cautela, abrió los postigos y quedó perpleja al encontrar una cuerda en posición vertical que nada tenía que hacer allí y que, aunque gruesa, no podía haber producido el sonoro golpeteo al ser mecida por el viento e impactar contra la madera. Y antes de que pudiera seguir conjeturando, hete aquí que una figura se descolgó ágilmente por esa misma cuerda hasta ganar la ventana y traspasarla de un decidido salto, arrastrando a Gunilla consigo. La Princesa lanzó un grito al sentir un brazo rodeándole con fuerza la cintura. Una mano le tapó la boca, pero el centinela apostado en la puerta ya estaba alerta.

        -¿Señora, señora!...-exclamó, aporreando la puerta-. ¿Estáis bien?

          En realidad, la Princesa estaba mucho mejor de lo que hubiera podido imaginar ése o cualquier otro guardia. El abrazo del intruso era lo bastante potente para impedirle todo movimiento, pero no tanto para dañarla. Los pies de la joven, sin embargo, podían patear y pisar, y lo hacían, ¡y cómo!... Gunilla, furiosa, quería oír chillar y gemir al inesperado invasor, y se esmeraba mucho por lograrlo. Su rabia era que el otro, aunque tenía por fuerza que estar muy dolorido, lo soportaba todo estoicamente, parloteando con suavidad acerca de quién sabía qué cosas que a ella no le interesaban. Lo único que quería era desembarazarse de aquel sujeto y ponerlo de patitas en la calle... O mejor aún, en un calabozo.

          -Por favor, señora, no os haré daño, nunca sería capaz de cosa semejante-susurró la voz masculina en la oscuridad-. Soy yo: Edgardo... Edgardo de Rabenland. Os voy a soltar, ¿sí?... Os lo ruego, no me delatéis. Sólo conversaré un rato con vos y me iré. Yo no quería que esto sucediera así, pero no me dejasteis otra opción.

        Gunilla quedó perpleja al oír tales palabras y reconocer, por poco que la hubiese escuchado antes, la voz que las pronunciaba. Dejó de resistirse, y Edgardo la soltó. La verdad era que, aunque Gunilla hubiese querido gritar, no habría podido: estaba sencillamente atónita.

          -¡Señora, señora!...-seguía clamando imperiosamente el centinela, aporreando la puerta como decidido a convertirla en astillas.

         Había que decidirse. O denunciaba a aquel atrevido que de manera tan subrepticia como audaz se había infiltrado en sus aposentos, o hacía callar de algún modo al centinela antes de que alarmara a toda la guardia palaciega, la cual, dicho sea de paso, debía ya estar acudiendo convocada por esos gritos. Optó por la segunda opción.

         -Lo siento, estoy bien. Yo... he tenido una pesadilla. Una pesadilla horriblemente real, eso es todo-contestó, componiendo la mejor voz de adormilada que pudo.

      Pero ya no estaba en absoluto adormilada, y su alma era un caldero en el que mil emociones disímiles bullían amenazantes.

       -¡Ah!... ¡Bien!-exclamó el guardia, tranquilizado.

          Edgardo y Gunilla aguardaron unos instantes en silencio, por si el hombre no estuviera del todo convencido y permaneciese a la espera de más ruidos extraños o cualesquiera otras anomalías. La Princesa sintió entonces una mano que tanteaba en la oscuridad. La tocó en el hombro, pero ella rechazó el contacto, irritada.

         -Todavía puedo hacer que os envíen a la horca-amenazó con dureza; pero se calmó enseguida, porque cuando la mano volvió a tocarla, a tientas, no se dirigió hacia el cuerpo cubierto por el camisón, sino hacia el rostro, y evidentemente no por error de cálculo, sino con toda la intención.

          -Eso no importa-contestó Edgardo, acariciando con ternura el rostro y los cabellos de aquella mujer que de modo tan increíble lo había inflamado de amor y locura-. No puedo estar ante vos y no adoraros; porque sois hermosa, más hermosa que el sol del alba, más hermosa que un jardín en flor una mañana de primavera. Y aunque no pueda veros en este momento, os siento cerca de mí, y me abraso. No ofenderé vuestro pudor, me detendré allí donde vos me ordenéis; pero, os suplico, no me privéis al menos de aquellas caricias que puedan llamarse inocentes. Tal vez para vos no signifiquen nada, pero para mí, haber podido tocar el rostro de la mujer amada lo será todo.

        Sabía que quizás ella lo rechazara con desdén, pero eso a él no le importaba ahora; al menos por una sola vez en su vida tendría entre sus manos aquel rostro de belleza única, sin parangón. Y ella, pese a su fama de mujer de hielo, implacable y dura, se conmovía indeciblemente ante el contacto.

          -Pero, señor-le reprochó-, ¿era preciso que arriesgarais de este modo vuestra vida sólo por eso?... Podríais haber caído desde lo alto y haceros pedazos contra las losas del patio, podríais haber sido acribillado a flechazos por los guardias...

         -Me halagais, señora, preocupandoos así por mi seguridad-la interrumpió Edgardo-; pero sinceramente, por una vez en mi vida, mi pellejo me importó muy poco.

           -Pues entonces podríais haber pensado al menos que a quienes os quieren bien sí les importa la suerte que corráis.

         -A veces, señora, las circunstancias hacen que uno se sienta invencible e imparable. De todos modos, he venido con amigos para cubrir mis espaldas... Pero, señora, ¿estáis por ventura vos misma entre esas personas que temen por mi suerte?

         -¿Pero no es evidente, acaso? ¿Qué queréis, que me humille pidiendoos de rodillas que cuidéis mejor vuestra integridad física? Lamento informaros que eso sí que no lo pienso hacer, y mucho menos si vuestro entendimiento o vuestro corazón son tan duros que no os permiten comprender que es obligación vuestra, por consideración a quienes os aman, cuidar de vos mismo.

           -Pero es que... señora... yo no podía saber... Como estaba el señor de Flumbria...

            -¿Eh?... ¿El señor de Flumbria?-la voz de Gunilla revelaba una inmensa extrañeza-. ¿Y puede saberse qué tiene que ver él en todo este asunto?

          -Pues... Como él os cortejaba y vos parecíais encantada por ello...

           -¡Pero por Dios!...-exclamó Gunilla, sin poder contenerse-. ¿Encantada...yo? ¿Y nada menos que con ese redomado idiota?

           Edgardo volvió a aferrarla con un brazo y le colocó un dedo sobre los labios para advertirle que había hablado demasiado alto. Lamentó tener que hacerlo. Felipe de Flumbria le caía mal, por supuesto; pero que en este caso Gunilla tuviera tan pobre opinión de aquél, era para el pelirrojo la mejor noticia que recibía en mucho tiempo; y la noticia en sí misma, música para sus oídos.

         Dio la impresión de que el guardia, del otro lado de la puerta, aceptaba que la Princesa hablaba en sueños. Sin embargo, si seguía oyendo más ruidos extraños, inevitablemente terminaría maliciando algo.

           -Parecía de veras que él os gustaba-insistió Edgardo.

          -Os ruego, señor, que ya no me ofendáis insinuando cosas semejantes-contestó Gunilla-. La verdad es que ese hombre es un asno y un petulante que me aburre soberanamente con el relato de sus espléndidas hazañas de torneo, que para colmo son siempre las mismas. Por desgracia, no lo conozco bien y me cae aún peor, y encima parece muy ligado a vuestro Gran Maestre, el señor Tancredo de Cernes Mortes, de cuyas huestes está Drakenstadt tan necesitada. En suma, mi temor es que el señor de Flumbria, si lo rechazase abiertamente, lograra persuadir al Gran Maestre de volver al Sur con sus Caballeros; pues para la intriga, por desgracia, parece ser mucho más astuto que para la seducción, y quizás capaz de venganzas así de ruines. Por lo tanto, soy cauta con él, le dejo creer que quizás me agrade, pero bien que me bato en retirada cuando intenta avanzar más. Y allí termina todo. Por lo demás, ¿por qué creíais que me he encerrado en estos aposentos, si no es para evitarlo a él? No puede oponerse a que me aísle para orar y meditar. Tal vez crea, incluso, que si elevo al Señor mis plegarias, es para pedirle que nunca lo aleje de mí. Como sea, aquí me deja en paz. Pide ser recibido, pero acepta la negativa que le da el centinela y las pertinentes explicaciones...

         Se hizo el silencio. Entre las sombras, Edgardo tomó las manos de Gunilla entre las suyas. Cada tanto, se las llevaba a los labios y las besaba.

           -¿Puedo esperar tener éxito donde fracasó el señor de Flumbria?-preguntó.

           -No-respondió sinceramente Gunilla.

         -¿Por qué no?... Vuestra preocupación por mí, hace unos instantes, parecía concederme ciertas esperanzas.

           -Lo que ocurre, señor, es que hay límites éticos que me niego a trasgredir. He hecho ciertas averiguaciones, y gracias a ellas sé que sois casado.

          -Es verdad, me casé dos veces. Mi primera mujer falleció un año después de la boda, y mi padre no tardo en lanzarse a la búsqueda de una nueva esposa para mí; pero aborrezco esa costumbre de hacer de los hijos bienes de cambio con los que adquirir poder. Amo a esta segunda esposa tan poco como a la primera. Con ninguna de las dos tuve hijos.

          -Es posible, señor, pero aun así, con ambas formulasteis votos de fidelidad ante Dios, si no os molesta recordarlo. Quiero respetar eso y que vos mismo lo respetéis; de modo que debo rogaros que volváis por donde vinisteis, que no volváis nunca más y os olvidéis de mí.

          Y así diciendo, se apartó de Edgardo y se acercó a la ventana, y con un gesto de la mano le enseñó la cuerda, reiterando tácitamente la invitación a retirarse. El, aturdido, caminó como hechizado hacia esa cuerda; pero cuando pareció que descendería por ella, se volvió hacia Gunilla, a quien tomó entre sus brazos, por primera vez con cierta accidental brutalidad, hasta que un leve gemido de ella lo forzó a controlarse.

            -Lo siento-se disculpó-. Os basta ordenar para que yo obedezca; y puesto que me ordenáis retirarme, exactamente eso haré. Pero creo que antes tengo derecho a una respuesta sincera: ¿qué habría ocurrido si yo hubiera estado soltero?

          -Lo sabéis tan bien como yo.

           -¿Saber?... No sé nada en absoluto, Princesa. Llegué a temer que os rierais de mí en mi propia cara. Tal vez teníais motivos... ¿O acaso olvidais que soy el mismo imbécil que trató de impactaros dándose aires hablando un latín mediocre?

            -¿Cómo podría olvidarlo?... Aquello del casum bellum y los demás disparates... Mediocre es poco, eso fue un atentado lingüístico-replicó Gunilla.

          Pero no reía ni se burlaba en modo alguno. Por primera vez desde aquel extraño encuentro, estaba asustada, no de Edgardo, en cuyo honor confiaba plenamente, sino de sí misma, ya que sentía flaquear su voluntad.

          -Sí... Quedasteis como un imbécil total-concedió-, pero uno muy simpático, y lo bastante valiente para no arredrarse ante el ridículo. ¿Qué más queréis que confiese? ¿Que estoy perdidamente enamorada de vos? Si no lo estaba antes de esta noche, cosa que dudo, sí lo estaría ahora. ¿Podría acaso no estarlo cuando, pudiendo abusar cobardemente de mí, os contentais en cambio con prodigarme las más tiernas, dulces caricias con que haya sido halagada mujer alguna? ¿Y qué creíais, que hice averiguaciones acerca de vuestro estado civil... por qué? ¿No sabéis que no pasa día sin que haga preguntar a mis doncellas, como cosa suya, si continuais con vida y sano, temiendo lo peor, siendo que del frente de combate siempre alguien regresa muerto o mutilado? ¿No sabéis que, también por mis doncellas, me enteré de que os hallabais físicamente desmejorado, y también como cosa de ellas rogué a vuestros amigos que os cuidaran bien? Ahora mismo se me encoge el corazón ante la idea de que, precisamente por esa misma desmejoría, pudieran traicionaros las fuerzas durante el descenso, y terminarais hecho pedazos, siendo para colmo yo misma, indirectamente, la causa de vuestra muerte. De modo que hacedme la merced de marcharos de una buena vez y, como os dije antes, de no regresar; y si de veras, como decís, sentís amor por mí, cuidad mejor de vuestra persona, que de veras me tuvisteis preocupada los últimos días.

          Otra vez pareció, por un momento, que Edgardo obedecería; pues, para empezar, soltó a Gunilla. Pero una vez más cambió de opinión a último momento, volvió a tomarla entre sus brazos y sin pausa, cruzando el Rubicón que ella quería imponerle, la besó apasionadamente. Gunilla habría querido tener la fuerza de voluntad necesaria para resistirse, pero no la halló; en ese momento sentía demasiado hombre a Edgardo, y se hallaba demasiado perturbada por sus propias y contradictorias emociones. Todavía más: cuando por fin Edgardo separó el beso, ella volvió a buscar los labios de él con los suyos, casi con desesperación, con un anhelo que la consumía en su interior. Y luego permaneció con la cabeza apoyada en el pecho de él, odiando la idea de que se marchara y renuente asimismo a que se quedase.

           -No volváis nunca más por aquí. No tiene sentido que nos dañemos-rogó.

           -Señora, quiero obedeceros; pero ayudadme a ello. No os encerréis así. Sufro cuando transcurre tanto tiempo sin veros... La visión de vuestra belleza me es esencial. Su recuerdo es lo que me impulsa a resistir frente a los Wurms, lo que de veras me da fuerzas.

            -De acuerdo, veré qué puedo hacer; pero ahora sí tendréis que marcharos.

           -Vos mandáis, mi señora... Adiós.

          -Adiós... Y recordad lo que os dije acerca de cuidar de vos mismo.

           Y Edgardo esta vez obedeció sin dudas ni demoras, descendiendo de prisa por la misma soga por la que había subido. Gunilla permaneció junto a la ventana, horrorizada ante la idea de que cediera el gancho de asalto al que estaría sujeta la cuerda, o resbalaran las manos de Edgardo, o se deshicieran los nudos y, en cualquiera de los tres casos, el pelirrojo se matara. Aferró la tensa soga con sus propias manos, pero supo que en caso de accidente no sólo no evitaría que Edgardo muriera, sino que ella misma sería arrastrada en la caída. No le importó, pero sintió cierto alivio al advertir que ningún peso colgaba ya de la cuerda fláccida y que, por lo tanto, Edgardo ya estaba en tierra.

           Pronto quedó claro que, en cuanto a que cediera el gancho de asalto, ello no habría sucedido. Muy por el contrario: el problema era justamente que se había aferrado con tal firmeza a quién sabía qué saliente, que ahora no había forma de lograr que zafara, por más que Calímaco y Edgardo aunaban esfuerzos para conseguirlo. Y lo más grave: mientras tanto, Ignacio y Bruno, en algún lugar del patio, reanimaban a dos guardias a los que se había tenido que poner fuera de combate durante la imprudente aventura. Tratarían de hacerles creer que aquella intrusión a los terrenos palaciegos simplemente era una puesta a prueba de la seguridad perimetral, pero no habría posibilidades de engañarlos si el gancho no zafaba y, en consecuencia, quedaba colgando la maldita cuerda delatora.

           De repente, jalando Edgardo suavemente de ésta, la sintió escapar de sus manos y deslizarse hacia arriba.

            -¡EH!...-protestó, entre el asombro y la indignación, mientras manoteaba inútilmente tras el último trozo de cuerda, hallando sólo aire entre sus manos. Evidentemente, alguien en lo alto había hallado la soga, y la estaba enrollando.

              -Por lo que más quieras... ¡Baja la voz!-rogó Calímaco-. Y mejor vámonos... En cuando el que encontró la cuerda dé la voz de alarma, estaremos todos sentenciados al patíbulo, a menos que nos demos prisa. Ven, te digo... ¡Rápido, idiota!

          Edgardo comprendió que nada más quedaba por hacer, así que fue corriendo detrás de Calímaco y no tardaron ambos en unirse a Ignacio y a Bruno, a quienes hallaron con los todavía aturdidos guardias golpeados y aquejados de dolor de cabeza. Algo en Calímaco persuadió a Ignacio y Bruno de huir a toda la velocidad que pudieran, pero la increíble noche vivida y el recuerdo del rostro maravilloso de Gunilla infundían a Edgardo mayor coraje del habitual; de modo que tuvo el descaro de quedarse a reprender enérgicamente a los guardias por dejarse sorprender incautos, prometiéndoles sin embargo que, si ellos no abrían la boca, él no informaría a Dunnarswrad de sus torpezas, pero que más valía que en lo sucesivo permanecieran más atentos.
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publicado por ekeledudu a las 16:04 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
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SOBRE MÍ
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Eduardo Esteban Ferreyra

Soy un escritor muy ambicioso en lo creativo, y de esa ambición nació EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO, novela fantástica en tres volúmenes bastante original, aunque no necesariamente bien escrita; eso deben decidirlo los lectores. El presente es el segundo volumen; al primero podrán acceder en el enlace EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO I: INICIO. Quedan invitados a sufrir esta singular ofensa a la literatura

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