CLX
No era tanto por su propia vida que temía Damián; al fin y al cabo, de un modo u otro siempre se veía obligado a ponerla en riesgo, como todos los que defendían las costas de Andrusia. Lo que le horrorizaba era la posibilidad de impartir órdenes equivocadas y destinadas a culminar en desastre, acarreando un horrible fin para mucha gente. Señalar a dedo a los hombres que lo acompañarían incrementaría su culpa si algo salía mal, de modo que hizo una auténtica convocatoria de verdaderos voluntarios, no al curioso estilo demostrado recientemente por Hrodward de Gälster. Para su sorpresa, la respuesta superó sus expectativas. Los primeros en ofrecerse, previsiblemente, fueron sus amigos Joseph de Urasoil y Roland de La Mö, más dispuestos a respaldarlo que nunca desde su indeseado ascenso a la oficialidad. Siguieron David Ben Najmani y otros judíos, herejes y paganos que preferían arriesgarse voluntariamente al servicio de subordinados de Hrodward de Gälster, que servir de pasto a los Wurms por orden de Monseñor Larson: también ellos eran demasiado conscientes de que esa suerte podrían correr si el obispo asumía el mando. Por último, Calímaco de Antilonia e Ignacio de Aralusia se sumaron a la partida, cada uno por sus propios motivos. Calímaco, en el fondo, seguía sintiéndose cobarde; pero al menos controlaba en cierto modo esa cobardía, nominándose como voluntario para misiones que, como aquella, le parecían poco peligrosas. Lo que a él de verdad lo aterraban eran los Jarlewurms, y no creía en los rumores según los cuales Bermudo había reaparecido en los alrededores.
Distinto era el caso de Ignacio. Desde la doble muerte de su amigo Maarten Sygfriedson y Thorstein Eyjolvson, que tanto pesaban sobre su conciencia, se estaba volviendo, en cierta forma, temerario. Parecía buscar su propio fin, tal vez por creer que no merecía vivir o por suponer que su propia muerte compensaría aquellas dos y sobre todo la de Maarten.
Damián no quería a Ignacio bajo su mando; le hubiera gustado poder prohibírselo, y al menos intentó disuadirlo.
-No tenéis que hacer esto, no estáis obligado a nada-le dijo.
-Deja que yo decida eso-contestó Ignacio.
De algún modo, aquel tuteo, en el que sin embargo, no había sino la proximidad que inevitablemente confiere el compañerismo, impidió a Damián seguir hablando. Porque no hacía tanto, él había obedecido órdenes de Ignacio, por quien sentía enorme admiración y respeto desde el famoso y arriesgado rescate, comandado por el aralusio, de las dotaciones de Vestwardsbjörg y Östwardsbjorg. Lo veía como un héroe, y los héroes siempre parecen algo distantes a quienes se sienten sólo hombres comunes, lo sean o no. Damián no se sentía con autoridad suficiente para dar órdenes a un héroe y, muy a desgano, tuvo que admitir a Ignacio entre su grupo de voluntarios.