Blog gratis
Reportar
Editar
¡Crea tu blog!
Compartir
¡Sorpréndeme!
EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO II
La segunda parte de la más extraña trilogía de la literatura fantástica, publicada por entregas.
31 de Octubre, 2011    General

CLXVII

CLXVII

       Ante ese mismo despacho compareció más tarde, éste por voluntad propia, Damián de Aord Aimorn, pidiendo que se lo degradara: se culpaba a sí mismo por el desastre de la Legua Sangrienta, donde para colmo haría perecido su amigo Roland de La Mö. Hrodward de Gälster no quiso acceder a su pedido; sin embargo, en razón de aquella pérdida personal, accedió al menos a estudiar la posibilidad de apartarlo temporalmente del mando. Buscaba en su mente un posible sustituto cuando, sobre el final del día, llegó una noticia increíble: Roland de La Mö acababa de regresar vivo a Drakenstadt, ¡e incluso traía consigo a Gudjon, el hijo del carretero Ulvrik!

          Pero junto con esta noticia, de la que se informó por un mensaje remitido por Felipe de Flumbria, le llegaron a Hrodward de Gälster ciertas versiones sobre las circunstancias en que había tenido lugar el regreso de ambos. Al conocerlas, muy inquieto, reunió otra vez a Dunnarswrad y a Edgardo de Rabenland, aunque a éste último sólo por mero formalismo: preocupado como estaba por su amigo Ignacio, sólo una batalla, en este momento, habría logrado que diera lo mejor de sí. Pero los únicos Caballeros que no estaban realmente desanimados de un modo u otro eran Felipe de Flumbria y su séquito de buitres, y a éstos los prefería lejos: ya habían demostrado un gran talento para aportar más problemas que soluciones.

       Hrodward comentó con Edgardo y Dunnarswrad lo que había oído acerca del regreso de Roland y Gudjon. Edgardo oyó su relato sólo a medias, pero lo que oyó le interesó vivamente, sacándolo de su ensimismamiento; y se hallaban debatiendo la cuestión los tres, cuando sonaron unos golpes en la puerta del despacho.

       -Adelante-indicó Hrodward de Gälster.

        Apareció un guardia.

        -Están aquí, señor-dijo.

        -Hacedlos pasar-respondió Hrodward.

       Y de uno en uno entraron el pequeño Gudjon Ulvrikson, el padre de éste y Roland de La Mö. Este último estaba de pésimo humor: Felipe de Flumbria, de guardia al momento del regreso de Roland y Gudjon, los había enviado a prisión como a vulgares criminales, sin dar explicaciones. Obviamente encontraría o habría encontrado ya un pretexto para justificar ante sus superiores aquel acto inaudito, pero sin duda había estado feliz de arrestar a un miembro de la Orden de los advenedizos del Viento Negro. Por un lado, Roland tenía ganas de quejarse bien alto al respecto; por otro, se preguntaba si valdría la pena dar a Felipe el gusto de hacerle saber que lo había molestado de veras.

        En cuanto a Gudjon, todavía llevaba en su rostro las huellas del horror vivido a lo largo de ese día. Su cuerpo estaba lleno de moretones y otras heridas leves, pero se había deshecho de los harapos sanguinolientos en que se habían convertido sus ropas, luego de que varios soldados le procuraran una muda obtenida de algún lado. Miraba hacia todos lados como sin entender; como si recién despertara de una pesadilla extremadamente realista y sólo ahora comprendiera que había sido un sueño, sin que nada le importase, excepto esa certeza tranquilizadora.

          Ulvrik, su padre, estaba desconcertado y nervioso. La alegría de saber vivo a Gudjon se había aguado con la noticia de su arresto; no entendía los motivos de este acto, ni qué podían querer del niño o de él mismo. Nada malo habían hecho, pero a veces la inocencia de nada sirve.

         -Me alegro mucho de veros-dijo Hrodward, saliendo al encuentro del trío-. El señor Felipe de Flumbria se tomó una libertad por la que me disculpo en mi nombre y en el suyo aunque, a la vez, no me disculpo y la asumo como mía; porque hubo una buena razón. Creo que en su lugar yo habría procedido de la misma manera; de todos modos, me complace informaros que en sólo unos minutos quedaréis libres... Sólo quiero haceros unas preguntas.

         Acto seguido se inclinó sobre Gudjon. Hrodward de Gälster tenía gran carisma para con los niños, que le inspiraban ternura protectora y cuya confianza solía ganarse de inmediato. Si en este caso no obtenía de entrada el éxito habitual, ello era sin duda achacable a las circunstancias: Gudjon estaba aturdido y medio muerto de miedo por los sucesos de aquel día.

         -A ver... Te llamas Gudjon, ¿no? Buen nombre, nombre de héroe al que un día, espero, harás honor... Si Dios te salvó tan milagrosamente de las mandíbulas de los Thröllewurms, quizás tu destino sea salvar a otros cuando ya seas hombre-dijo Hrodward de Gälster-. ¿Quieres una almendra garrapiñada, Gudjon?-el niño respondió algo, pero en voz tan baja que nadie pudo oírlo-. Disculpa, no te escucho...

         -Bueno-respondió Gudjon, alzando la voz, pero aún con evidente timidez.

         Hrodward fue entonces por una copa de plata cincelada llena de almendras garrapiñadas que había sobre su escritorio. Al instalarse en aquel despacho, Hrodward había protestado al chambelán tanto por la copa, bellamente trabajada, como por las golosinas. La primera era un objeto de lujo, demasiado contrastante con la austeridad que querían practicar las Milicias de San Leonardo; las segundas, un insulto a la moral en tiempos en que los alimentos estaban por las nubes y tanta gente padecía hambre. Pero el chambelán siguió colocando religiosamente copa y almendras, y finalmente Hrodward se resignó a tenerlas allí y hasta comprendió que podrían serle útiles. En efecto, la gente simple y superficial a menudo queda impresionada por la ostentación de riqueza, y la deslumbrante copa era sintomática en ese sentido. Y convidar golosinas a una persona con la que era difícil lidiar, servía para romper el hielo y comenzar a ganarse su buena disposición; y en todo caso, una boca llena no puede decir tonterías, y permite escuchar lo que otros digan.  El único problema era que la gula de Hrodward hacía que cada vez con mayor frecuencia no hubiera almendras que convidar.

        Por suerte esta vez quedaban algunas. Hordward acercó la copa a Gudjon, quien tomó una y se la llevó a la boca.

       -Toma otra-lo instó Hrodward.

      Roland de La Mö vio de soslayo la cara de pocos amigos de Dunnarswrad, e intuyó ambiente enrarecido. El también tenía antojo de almendras, pero a la vista de semejante jeta, no le pareció prudente abrir la boca. ¿Qué rayos pasará aquí?, se preguntó.

        -Señor...-dijo Ulvrik, sin aguantarse más los nervios-. No sé de qué se acusa a mi hijo... Pero ¿qué mal habría podido hacer el pobrecito, si hasta lo lloré por muerto? Por favor...

       -Repito que sólo quiero hacerle unas preguntas. De nada se le acusa, con su arresto simplemente la intención era aislarlo, aunque admito que el señor de Flumbria podía haber encontrado para ello mejor sitio que un calabozo-respondió Hrodward.

         El carretero no cortaba ni pinchaba en todo aquel asunto. Se lo había traído con los otros dos sólo porque parecía cruel separarlo nuevamente de su hijo tras darlo por muerto y recuperarlo luego. Pero la verdad era que tratar con adultos a veces era el colmo del fastidio. Los niños, instintivamente, sentían que los Caballeros eran sus protectores; sus padres eran los que en presencia de la autoridad empezaban a temblar y gemir y repetir que nada malo habían hecho, aun antes de que se los acusara de algo.

        -Bueno, Gudjon-dijo amablemente Hrodward al niño, cuando éste hubo terminado de masticar-, quiero que me consideres tu amigo, ¿eh?

         -Sí, señor-replicó Gudjon, cohibido.

         -Cuéntame, aquí en confianza, cómo fue que te salvó el señor de La Mö, aquí presente.

          El chico vaciló en responder. Hrodward lo animó un poco poniéndole una mano en el hombro y mirándolo con franqueza a los ojos.

         -Nos salvó el Thröllwurm-dijo al fin.

          -¿Eh? ¿Cómo es eso?... ¡Explícate!

          -El Thröllwurm que me tenía atrapado me soltó y nos defendió de los otros-contestó Gudjon.

          Dunnarswrad resopló furiosamente. Que a él no le pidieran paciencia para oir tonterías de chicos, de grandes, ni de nadie.

         -Pero eso no puede ser, Gudjon-rebatió Hrodward de Gälster-. Los Thröllewurms no salvan a la gente: la devoran. No digo que mientas-se apresuró a aclarar, viendo que el chico se asustaba ligeramente-. Sé que no me mentirías ahora. Sólo digo que en los pantanos del Sur hay miasmas perniciosas que hacen que la gente vea cosas que no son.

         Roland de La Mö quedó pasmado ante aquellas palabras. En cuanto se recobró, estuvo a punto de objetar; pero prefirió callarse por el momento, para que al menos aquella parte del interrogatorio concluyera de una vez por todas, y padre e hijo pudieran irse a la posada donde pasarían la noche.

       -Gudjon, estás vivo gracias a Dios nuestro Señor, al coraje del señor de La Mö aquí presente, y a tu propio valor personal... Y a nada más-insistió Hrodward de Gälster-. Cualquier otra cosa que creas haber visto o sentido, creeme, no es cierta. Tú y yo somos amigos ahora, y cuando crezcas, quizás llegues a convertirte en guerrero, como yo; porque sobrellevas con gran valentía lo que te ocurrió hoy. Por eso, de amigo a amigo y de guerrero a guerrero, debo pedirte que, cuando te pregunten cómo te salvaste, digas que te rescató el señor de La Mö; pues ésa es la verdad. Si dijeras otra cosa, nos harías un gran daño a todos, sin quererlo. No preguntes por qué; no lo entenderías-hizo un breve silencio, a la espera de una respuesta que no llegó-. ¿Tengo tu palabra de que harás como te pido?

          Gudjon permaneció vacilante unos segundos, antes de volverse interrogante hacia Roland de La Mö.

          -Haz como quiera el señor de Gälster. Sin duda habrá sucedido todo como él dice, y no como nos parece a nosotros, que estuvimos allí...-dijo sarcásticamente el belvenio.

         -¡¡¡ROLAND!!!-estallaron Dunnarswrad y Edgardo de Rabenland, al unísono.

        -...en ese terreno lleno de miasmas perniciosas que hacen imaginar cosas que no son, eso es lo que quise decir-concluyó malignamente Roland.

        -Entonces... Bueno, os doy mi palabra, señor-prometió Gudjon, mirando de nuevo a Hrodward.

         -¡Buen chico!...-dijo aquél-. Ven, toma otra almendra. A descansar ahora, Gudjon, y vuelve a verme cuando quieras. Tengo para mostrarte un montón de armas y otras cosas interesantes... Pero ahora debo atender otros asuntos.

         Se despidió del chico con un beso, de su ansioso padre con una inclinación de cabeza, y aguardó a que ambos se hubieran alejado lo suficiente por el pasillo antes de dirigirse a Roland, adelantándose a Edgardo y fundamentalmente a Dunnarswrad, quien parecía impaciente por convertir al belvenio en embutidos.

          -En parte gracias a vos este niño me dio su palabra, que quizás incluso cumpla-dijo severamente-; y por ello pasaré por alto vuestra flagrante falta de respeto.

          Roland se relajó. Aun siendo irritante resultaba Hrodward tan amable, que era imposible enojarse con él.

          -Señor, lejos de mí la intención de mostrarme irrespetuoso-respondió, sintiéndose casi criminal por su anterior falta de reverencia-; pero, ¿podía reaccionar de otra manera... forzado a fingir que las cosas no ocurrieron como ocurrieron? ¡Y de qué miasmas hediondas me habláis, si ni siquiera las había adonde fui a dar intentando salvar al niño! No llegamos hasta los pantanos propiamente dichos; si así fuera, creo que no habríamos contado el cuento.

         -¿Y qué otra explicación razonable hay, fuera de las miasmas?-rugió Dunnarswrad-. A menos que estuvieras bajo un hechizo... ¡Recuerda el Mar en Sangre y atrévete a afirmar que los Thröllewurms son amigables con los seres humanos!

       -Un momento-intervino Edgardo de Rabenland-. Roland, que yo sepa, no generalizó. Dice sólo que uno de esos monstruos, al parecer, muestra cierta benevolencia hacia el género humano. Olvidas muy pronto que no es la primera vez que oímos una historia así... A fines del año pasado, uno de tus chicos del Leitz Korp rescató a otro niño, en realidad una niña si mal no recuerdo, quen también aseguró haberse salvado gracias a un Thröllwurm que lo protegió de las fauces de sus propios congéneres.

        -Los chicos del Leitz Korp acostumbraban contar absurdos que ellos mismos terminaban creyendo como ciertos-gruñó Dunnarswrad.

          -Y aunque la historia fuera cierta, Edgardo, ¿qué?-objetó Hrodward de Gälster-. ¿Dejaremos de matar Thröllewurms sólo por temor a herir a ese único que nos es favorable, en medio de cientos que son asesinos sanguinarios? Lamento recordaros que fue uno de esos monstruos quien le arrancó una pierna a vuestro amigo Ignacio de Aralusia... No, no conviene que esta historia trascienda en el estado de ánimo de nuestros hombres, que se aferrarían a una esperanza así, por insensata que sea-se volvió hacia Roland-; y por ello, para evitar que continuarais repitiéndola, es que el señor Felipe de Flumbria os hizo arrestar preventivamente; de lo que, insisto, me excuso en su nombre y en el mío.

         -Oh, y seguro que por ello al pobre Felipe los remordimientos de conciencia le impedirán dormir esta noche...-ironizó Roland.

         -No se está juzgando aquí al señor de Flumbria-dijo Hrodward de Gälster, cortante. A él tampoco le caía bien el tal Felipe, pero quería ser justo y admitir cuándo hacía algo correcto; y por otra parte estaba un poco harto de que a veces los Caballeros se portaran como chiquilines buscándose cuarda unos a otros-. Establecemos sólo qué es verdad en este asunto y qué ha de hacerse con esa verdad.

         -Pues por lo pronto, la verdad en este asunto es que esas almendras garrapiñadas me hacen agua la boca-respondió Roland de La Mö, avanzando resueltamente hacia la copa de plata que descansaba sobre el escritorio-. ¿Puedo?...-preguntó a último momento a Hrodward de Gälster.

         -Sí, sí, adelante...-gruñó este último, más interesado en el silencio de Roland que en las almendras garrapiñadas.

         Muy imbécil se sintió Edgardo de Rabenland, cuya gula se excitaba también a la vista de las famosas almendras y que, sin embargo, no se animaba a solicitar una. Maldijo para sus adentros la estúpida, pomposa etiqueta marcial de la que tan gallardamente prescindía Roland de La Mö, quien, dicho sea de paso, estaba atacando las golosinas con el mismo ímpetu con el que habría acometido contra los más odiosos enemigos.

         -Al grano, Roland-dijo Hrodward de Gälster-: necesitamos que juréis silencio acerca de esa fantástica historia vuestra del Thröllwurm que salva vidas humanas. Lo que menos falta nos hace es que nuestros guerreros se vuelvan emocionales respecto a esos monstruos. Están al borde de la desesperación, se sienten sumidos en las tinieblas y ansían un rayo de esperanza, pero en este caso la luminosidad es un destello de los Infiernos.

         Roland findió pensarlo, y mientras tanto se comió otras dos almendras además de la que ya tenía en la boca.

         -Pero eso es hacerme cometer grave pecado, señor. Me estáis exigiendo que mienta-alegó después.

          Hrodward de Gälster inició entonces una larga perorata, de la que posiblemente ni él mismo entendió palabra y que estaba destinada a demostrar que esa mentira que Roland calificaba de pecado era en realidad algo así como un deber cristiano. No decía más que zonceras, y él lo sabía, pero quizás lograra marear convenientemente a Roland, y arrancarle el juramento que necesitaban de él. Mientras tanto, el belvenio siguió devorando almendras garrapiñadas con auténtica fruición.

         Al fin interrumpió Hrodward de Gälster su farragosa y verborrágica argumentación, y quedó a la espera de una respuesta por parte de Roland.

         -Pero es que es demasiado tarde-dijo éste, entre dos almendras garrapiñadas-. Ya conté la historia a demasiadas personas; ¿vais acaso a buscar a todas ellas, una por una, para exigirles que presten el mismo juramento que ahora pretendéis de mí?

          Edgardo estaba nervioso. Lo preocupaba su amigo Ignacio de Aralusia y se preguntaba si acabaría sobrellevando su mutilación de un modo digno. Su ansiedad le reclamaba esas almendras garrapiñadas que devoraba Roland de aquella copa cuyo nivel bajaba a ritmos alarmantes.

         Hrodward principió otro interminable y rebuscado monólogo. Sintéticamente, su contenido era éste: Roland no podía negar su versión anterior, pero sí podría restarle importancia, culpando a las famosas miasmas y a las alucinaciones que éstas provocaban. A otro podría haberle sugerido que culpara al Diablo; pero era demasiado sabido que Roland, hereje declarado, creía poco en Satanás, por lo que semejante declaración, en su boca, sonaría insincera... Y luego de desestimar su anterior versión de los hechos, sacaría a relucir la nueva, en la que él asumiría un papel más heroico.

          -¿No es también pecado atribuirme en todo este asunto un mérito superior al real?...-protestó Roland-. Porque, francamente, ¡no puedo decir que mi gloria fuese mucha!...

         Armándose de paciencia, iba Hrodward a contestarle, cuando se le anticipó Dunnarswrad:

        -Ah, ¡a la mierda con todo este palabrerío inútil!-tronó-. ¡Se nota que te ha venido una piedad insólita de no sé dónde, y que te preocupa mucho pecar de cualquier forma, excepto por lo visto de gula! Abreviemos: ¿jurarás o no?

         -No juraré.

          -¿Y por qué carajo no lo dijiste antes?-bramó el medio ogro.

         -Es que recién ahora se acabaron las almendras garrapiñadas...-repondió Roland, con insólito descaro.

         -¡MIERDA!-rugió Dunnarswrad-. ¡Y HASTA HABLA EN SERIO!

       -Por supuesto que hablo muy en serio-dijo firmemente Roland-. Estas almendras garrapiñadas son lo mínimo que merezco después del susto que, tratando de salvar a Gudjon, pasé entre aquellos monstruos, aun con uno de ellos a favor nuestro... Y luego nuestro querido Felipe nos encierra en una celda inmunda, como si fuéramos malhechores... Sí, claro que hablo muy en serio. Supongo que aquí desentono en eso... Sí, porque suena a broma que sea nada menos que un monje quien me incite a pecar.

       -¡ME CAGO EN...!

         -Bueno, bueno, Hreithmar, suficiente...-intervino Hrodward de Gälster, conciliador-. Os agradecería que tuvierais presente que, después de todo, es a un Caballero a quien os dirigís...

          -¿Y?...-replicó Dunnarswrad, hostil-. ¡Me tiene sin cuidado la condición caballeresca de este gusano, que después de todo nació tan plebeyo como yo! ¡Y hasta empiezo a preguntarme si no tendrá razón el ganso de Tancredo de Cernes Mortes al afirmar que la Caballería es privilegio de nobles! ¡Ved primero a este bufón y luego, por ejemplo, al señor de Rabensland, aquí presente! ¿Creeis, acaso, que su dignidad permitiría a éste rebajarse a mendigar almendras garrapìñadas, como ni un niño osaría hacerlo?...

        -No profundicemos al respecto, Hreithmar, te lo ruego-terció Edgardo de Rabenland.

         -Y a nadie de condición caballeresca exime ésta del hambre-dijo tranquilamente Roland de La Mö-. Puedo llevar la Caballería en el alma, pero mi estómago sigue siendo el de un villano... Y si aquí, en Norcrest, los villanos tienen siempre llena su barriga (aunque últimamente no dan esa impresión), en Belvenia no ocurre lo mismo. Hay que aprovechar las ocasiones cuando se presentan, incluida cualquier ocasión para comer.

         -Sí, Roland, pero tienes que reconocer que lo tuyo fue más antojo que verdadera hambre-contestó Edgardo.

         Pero no se atrevió a seguir hablando, ya que la suya era la voz de la Envidia.

        -A veces pienso-se lamentó Hrodward de Gälster, derrumbándose sobre su silla tras el escritorio-, que obraría más cuerdamente cediendo mi puesto a Monseñor Larson, ya que tanto lo anhela... No sé él, pero yo viviría más tranquilo.

          -Señor, yo no puedo prestar un juramento que ignoro si cumpliré-le dijo Roland de La Mö-, pero puedo prometeros intentar comportarme como exigís de mí... Intentarlo, al menos...

           -Mirad, haced lo que os plazca... Pero desapareced.

        Era evidente que Hrodward de Gälster estaba completamente harto. Roland no se hizo rogar: se esfumó luego de despedirse con una inclinación.

         -Que diga lo que quiera-opinó entonces Dunnarswrad-. Todos saben que está medio chiflado. Hasta sus amigos dicen que lo es...

        -La palabra que usan ellos es majadero, en realidad-acotó Edgardo.

         -...y podemos usar eso para desacreditarlo, llegado el caso-concluyó el medio ogro-. No olvidemos que se trata de la misma persona cuyos insólitos dichos incluyen eso de que el día tiene cara de esto o no tiene cara de aquello-se volvió hacia Edgardo-. ¿Cómo se tomó Ignacio lo de su pierna?

         -Mal-contestó el interrogado, sombrío-. Muy mal.

         -Iré a verlo mañana. Lo malo es que no sé qué le diré. Son tiempos tristes éstos que vivimos. Recuerdo que el ataque de Sundeneschrackt, hace ya más de diez años, dejó muchos hombres baldados de un lado y del otro, pero sabíamos que los Kveisunger no se achicarían mucho por quedar desportillados, y nosotros no queríamos ser menos. Así que, igual que ellos, si uno de nosotros perdía una pierna, se ponía una pata de palo y rumiaba un posible desquite. Ahora es distinto, porque desportillados o no, ya somos menos que los Wurms, y cada hombre que queda baldado es como si se hundiera en la humillación y el fracaso, y no se lo puede culpar por ello, porque ¿qué desquite puedes proyectar contra monstruos así?...
Palabras claves , , , ,
publicado por ekeledudu a las 10:39 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
Más sobre este tema ·  Participar
· CCXX
Comentarios (0) ·  Enviar comentario
Enviar comentario

Nombre:

E-Mail (no será publicado):

Sitio Web (opcional):

Recordar mis datos.
Escriba el código que visualiza en la imagen Escriba el código [Regenerar]:
Formato de texto permitido: <b>Negrita</b>, <i>Cursiva</i>, <u>Subrayado</u>,
<li>· Lista</li>
SOBRE MÍ
FOTO

Eduardo Esteban Ferreyra

Soy un escritor muy ambicioso en lo creativo, y de esa ambición nació EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO, novela fantástica en tres volúmenes bastante original, aunque no necesariamente bien escrita; eso deben decidirlo los lectores. El presente es el segundo volumen; al primero podrán acceder en el enlace EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO I: INICIO. Quedan invitados a sufrir esta singular ofensa a la literatura

» Ver perfil

CALENDARIO
Ver mes anterior Abril 2024 Ver mes siguiente
DOLUMAMIJUVISA
123456
78910111213
14151617181920
21222324252627
282930
BUSCADOR
Blog   Web
TÓPICOS
» General (270)
NUBE DE TAGS  [?]
SECCIONES
» Inicio
ENLACES
» EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO I: INICIO
FULLServices Network | Blog gratis | Privacidad