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¡Sorpréndeme!
EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO II
La segunda parte de la más extraña trilogía de la literatura fantástica, publicada por entregas.
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05 de Octubre, 2011    General

CXLIX

CXLIX

       Anochecía en Drakenstadt, conclusión de otra amarga jornada que se resistía a terminar. Los Wurms llevaban varias horas atacando sin tregua a la ciudad, y no daban muestras de retirarse. Varios Thröllewurms habían remontado el Kronungalv, y casi seguramente otros los seguirían al amparo de la oscuridad. Los Jarlewurms tal vez lo intentaran también aunque, por ahora, no habían vuelto a repetir su relativo éxito del Día de la Gehenna. Ahora sus atronadores rugidos estremecían por igual los muros de la ciudad y a los guerreros que bregaban por defenderlos, sin que unos ni otros, sin embargo, cedieran. Expandiéndose más allá, tales rugidos llegaban hasta la Catedral de Nuestra Señora, donde resonaban en toda su malignidad como un griterío espantoso y triunfante de demonios próximos a surgir del Hades para invadir el mundo. Al oírlos, los eclesiásticos se santiguaban y rezaban con mayor vehemencia. En el hospital, sus ecos se mezclaban con los ayes de los heridos más graves y con los alaridos repentinos y escalofriantes de los afectados por la Peste Wurm, todo lo cual, entreverado, volvía aquel sitio aún más lúgubre de lo que ya era... Así debía sonar el mismísimo Infierno. O al menos eso pensó Bruno de Pfaffensbjorg cuando, con las últimas luces del crepúsculo y casi a la rastra, llegó al hospital tras ser relevado de su puesto de combate, exhausto y lleno de congoja, pero al menos en una sola pieza.

         Apenas entró, vio a una muchacha que tendría, quizás, escasos dieciséis años, a impartía instrucciones a otras, de las cuales algunas eran mayores que ella. Angeles Curadores... ¡Bien les quedaba el nombre!... En aquellas jóvenes parecía residir el único aliento y el único apoyo que el Cielo brindaba a quienes, de un modo u otro, iban a dar al hospital. Desde luego, no era la primera vez que veía Bruno a aquella muchacha de peculiar carisma que no pretendía imponer su autoridad a las otras sino que, simplemente, por contar con más experiencia que ellas podía precisarles cuál era la manera correcta de hacer las cosas. El había llegado a conocerla un poco durente los últimos días de su propia convalecencia en el hospital; aun así, le costó reconocer, en aquel rostro no particularmente agraciado pero sí de facciones muy peculiares e luminado por una intensa espiritualidad, a Marianne de Spär. Ella, en cambio, reconoció de inmediato la expresión abatida en los ojos grises del Caballero, aun cuando la melena negra, la barba y el bigote no estuvieran tan cuidados como meses atrás.

         Se acercó a él, respondiendo por el camino las preguntas que continuaban haciéndole las otras doncellas.

           -Ah, señor de Pfaffensbjorg, ya quisiera yo poder daros una mejor bienvenida-dijo, inclinando la cabeza ante el Caballero, que habría querido hincar rodilla en tierra ante ella como ante toda gran dama, pero de lo que desistió, a sabiendas de que en aquel lugar, por motivos prácticos, convenía ahorrarse esas etiquetas cortesanas-. Por desgracia, y como podréis imaginar, tenemos mucho trabajo... ¿En qué podemos seros útil?

         -Deseo no tener yo que ser realmente útil aquí-repuso Bruno, sonriendo tenuemente-, aunque tampoco estorbar.

         -O sea que venís a garantizar la seguridad de la señora Gerthrud-replicó Marianne, devolviendo la apenas insinuada sonrisa-. Como siempre, agradecemos vuestra presencia, esperando sin embargo que la misma termine siendo sólo mera visita de cortesía y no una necesidad,  tal ycomo vos mismo habéis expresado... Sin embargo, y dado que la señora Gerthrud está en pleno trabajo de parto, deberemos rogaros que no os mováis del sitio que os encontraremos de inmediato... A menos que se hiciera imprescindible, que hubiera que hacer huir a la señora Gerthrud, naturalmente. Por el momento ella está bien, el niño no ha nacido aún y esto es todo cuanto podemos decir. Ya os informaremos mejor, cuando haya novedades...

         -Desde luego. Como dije antes, no es mi intención molestar.

        -Si algo no hacéis los defensores de Drakenstadt, es molestar... Seguidme, señor, os lo ruego.

         Marianne instaló a Bruno en un pabellón donde ya había otros guerreros sentados o acostados en el suelo, todos ellos con las armas al alcance de la mano. Era un sitio frío e incómodo; los más confortables se reservaban para heridos y enfermos. La mayoría de los presentes dormitaba, de modo que sólo a uno que estaba bien despierto, aunque con una mirada sumamente inquietante -en la que se temía reconocer uno de los primeros síntomas de los afectados de Peste Wurm- saludó Bruno en silencio, al mismo tiempo que contemplaba con envidia a un par de individuos profundamente dormidos, que hasta roncaban y todo.

         Sabía que él no gozaría de la misma suerte; que por agobiado que estuviera, no lograría conciliar el sueño. Aun así, se tendió en el suelo de todos modos. De inmediato, sus pensamientos teñidos de pesimismo acapararon toda su atención al punto de que luego no supo precisar cómo, o en qué momento, se desarrollaron las escenas ulteriores.

        Y sucedió, sin embargo: los ruidos fueron acallándose uno a uno, incluidos los potentes rugidos de los Wurms, pese a que sin duda no se había producido pausa alguna en el combate. Al mismo tiempo se propagó una especie de oscuridad antinatural, diabólica casi. Ocurrió en segundos apenas; cuando Bruno salió de su ensimismamiento, aparte de este tenebroso panorama en el que todo excepto él mismo parecía haberse desvanecido, descubrió aterrado, al tratar de tantear en la oscuridad en busca de sus armas, que algo lo paralizaba; lo único que podía mover eran sus ojos. Estaba por completo a merced de algo cuya naturaleza misma producía escalofríos aunque sólo pudiera adivinársela

       Entonces notó que no estaba solo; pero lejos estuvo esa certeza de procurarle consuelo, porque las tres presencias que acudieron junto a él eran auténticas inmundicias espirituales. Así lo comprendió Bruno luego de sólo sentirlas primero, y verlas luego a ojo de gusano. El del medio era Reiner, escoltado por Gottfried a la izquierda y por Hunnberth a la derecha: los espectros de aquellos tres malos individuos a quienes alguna vez, equivocadamente, había llamado amigos hasta desengañarse en El manantial de los unicornios, la posada donde había compartido una mesa junto a ellos por última vez. Bruno no creía que pudieran dañarlo, pero eso no impidió que verlos allí lo llenara de horror y angustia.

         No lo dañarían, porque ya no quedaba daño que pudieran provocarle. Venían a saborear su triunfo final, el cumplimiento de la premonición de Reiner:  El destino de los malos es que recibamos nuestro castigo; el de los buenos es peor todavía. Recordarás mis palabras cada vez que estés deshecho en sufrimientos; y ése será mi triunfo... Los vio sonreír, soberbios y burlones, y fue la última imagen que captó su mente consciente antes de diluirse en la nada y fundirse con ella.
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publicado por ekeledudu a las 18:01 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
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SOBRE MÍ
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Eduardo Esteban Ferreyra

Soy un escritor muy ambicioso en lo creativo, y de esa ambición nació EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO, novela fantástica en tres volúmenes bastante original, aunque no necesariamente bien escrita; eso deben decidirlo los lectores. El presente es el segundo volumen; al primero podrán acceder en el enlace EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO I: INICIO. Quedan invitados a sufrir esta singular ofensa a la literatura

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