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EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO II
La segunda parte de la más extraña trilogía de la literatura fantástica, publicada por entregas.
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05 de Octubre, 2011    General

CXLVIII

CXLVIII

       Por aquellos días, en circunstancias infinitamente menos felices, tenía lugar otro nacimiento muy esperado: daba a luz Gerthrud Svendsdutter, La Dama de Todos los Caballeros, eterna compañera del ahora difunto y todavía llorado Maarten Sygfriedson. Los combatientes le habían conferido, lo mismo a ella que a la vida que llevaba en su vientre, cierto carácter simbólico; en parte, porque en gran medida temiendo por la seguridad de ambos era que Maarten, casi sin pensar en lo que hacía, se había enfrentado en combate singular contra el sanguinario Jarlwurm conocido como Talorcan el Negro. Su increíble victoria en tan desparejo enfrentamiento permanecía viva en la memoria de todo el mundo, aun cuando él estuviese muerto. Por salvar a la mujer que amaba y al hijo que ésta llevaba en su vientre había salvado a Drakenstadt cuando la ciudad estaba más cerca que nunca de caer bajo el avance de los Wurms, y ahora los Caballeros se hallaban decididos a devolverle, póstumamente, el favor. El último acto de la ruina de Drakenstadt, si ésta llegara a producirse, debía ser la muerte de Gerthrud y de su hijo por nacer; y estaban resueltos, para burlar la definitiva victoria de los Wurms, a impedir que tal acto tuviese lugar. La supervivencia de ambos se convertiría en la única esperanza de continuidad de la ciudad condenada y, eventualmente, en su postrera venganza.

         Para garantizar que así ocurriría, alguien había propuesto sin éxito apostar una guardia permanente junto a la joven encinta. Dunnarswrad, muy a su pesar -se decía que estaba secretamente enamorado de Gerthrud- era uno de los que habían desaprobado la idea: todos los hombres eran necesarios en el frente, no se podía dotar a nadie de custodias personales... Sin embargo, también era indudable que todos los hombres necesitaban un descanso en medio del combate, y nada les impedía tomárselo, si así lo querían, cerca de Gerthrud, para ayudarla a huir en caso de que la situación se pusiera de verdad fea. Contra esto nada tenía Dunnarswrad que objetar y, de hecho, a veces era el primero en plegarse a tal iniciativa; pero por razones lógicas, había exigido que no todos los que, tras ser relevados, se hallaran en descanso, acudieran a velar, pasivamente, por la seguridad de Gerthrud.

         Estas razones tenían que ver, sobre todo, con el hecho de que la joven casi no se movía del hospital. Un poco en memoria de Maarten, otro poco para ayudar de alguna manera a ganar la Guerra y también para mantenerse ocupada y no meditar demasiado en su tragedia personal, se había abocado a cuidar a los guerreros enfermos y heridos que, cada vez en mayor número, iban llegando día a día. Para esto había demostrado ser incansable, y su ejemplo había inspirado a muchas otras mujeres a hacer lo mismo; entre ellas, las cuatro hermanas de Spär: Martha, Dolly, Marianne y Alexandra, primeras en únirsele en la humanitaria labor. Hasta los últimos días de su embarazo, Gerthrud había permanecido en el hospital, organizando la atención de los enfermos y ocupándose de ellos personalmente en la medida de sus posibilidades, y esto hacía que un gran número de hombres sanos y dormitando en previsión de que los Wurms entraran en la ciudad y forzaran la huida de Gerthrud, en el fondo, sólo estorbaran, por buenas que fuesen sus intenciones.

       Otra razón para regular el número de integrantes de aquella improvisada y voluntaria escolta era que el hospital de ningún modo resultaba el mejor lugar de reposo para hombres que acababan de ser relevados de sus puestos de guardia e incluso de combate y necesitarían volver a ellos frescos y con renovados ímpetus. Alaridos espantosos de hombres traídos medio cubiertos de brea o a los que había que amputarles algún miembro, perturbaban de súbito el sueño de quienes, en su descanso, venían a garantizar la salvaguarda física de Gerthrud y su hijo aún no nacido; por doquier se oían gemidos agónicos o semiagónicos. La mayor parte de los heridos sobreviviría, muchos incluso seguirían en condiciones de regresar a la lucha más tarde o más temprano... Y todos ellos estarían en deuda por su recuperación, no sólo con los médicos, sino con Gerthrud Svendsdutter y sus Angeles Curadores, como empezaba a llamarse a las mujeres que, a ejemplo de aquélla y bajo su dirección, se ocupaban de atender y dar ánimos a los pacientes, más necesitados de lo segundo que de lo primero.

        Ultimamente, un nuevo flagelo causaba estragos en las filas de los defensores de Andrusia, haciéndose sentir con especial fuerza en Drakenstadt. Se lo llamaba Peste Wurm, Mal Wurm o Locura Wurm, y consistía en un estado de demencia total o parcial, cuyo síntoma más notorio, aparte de eventuales alucinaciones y desvaríos, era un temor obsesivo al fuego o a cualquier cosa que irradiara calor. Inicialmente se había pensado que lo profocaba el envenenamiento con ofistón, supuesto gas tóxico que, se creía, era el principal componente del aliento de los Jarlewurms; pero los médicos admitían ahora que se habían equivocado en tal conjetura, porque quienes contraían el extraño padecimiento no necesariamente habían estado expuestos al gas en cuestión, cuya misma existencia era méramente teórica y, según se concluiría siglos más tarde, errónea. En sus más tempranas fases, la Peste Wurm no era peligrosa en sí misma, pero sí podía serlo indirectamente para el propio enfermo, ya que su terror a las fogatas y al calor en general lo hacía exponerse al frío y, por lo tanto, a eventuales congelamientos. Los médicos recordaban ahora que, luego del Día de la Gehenna, muchos guerreros habían optado por dormir, no en ambientes climatizados y benignos, sino a veces incluso a la intemperie, sin animarse a explicitar la causa. Muchos habían enfermado por la exposición al frío o sufrido amputaciones de miembros congelados; alguno o algunos incluso habían muerto, y a quienes siguieron vivos, la experiencia no les hizo escarmentar. Varios de ellos, arrinconados a preguntas, tuvieron que reconocer finalmente su temor irracional al fuego y al calor, que les recordaban las terroríficas llamaradas de los Jarlewurms. Luego de cierto tiempo de tratarlos médicamente, se los daba por curados, y eran enviados de nuevo al frente de batalla; pero nuevas recaídas, cada vez peores en intensidad, solían enviarlos de regreso al hospital. Los doctores no lo dejaban ver, pero cada vez se sentían más pesimistas respecto a las posibilidades de curación absoluta de aquellos desdichados, y era temor secreto entre ellos que, en algún momento, ya no hubiera forma de regresarlos ni siquiera temporalmente a algún estado que pudiera definirse como próximo a la cordura.
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publicado por ekeledudu a las 15:57 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
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SOBRE MÍ
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Eduardo Esteban Ferreyra

Soy un escritor muy ambicioso en lo creativo, y de esa ambición nació EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO, novela fantástica en tres volúmenes bastante original, aunque no necesariamente bien escrita; eso deben decidirlo los lectores. El presente es el segundo volumen; al primero podrán acceder en el enlace EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO I: INICIO. Quedan invitados a sufrir esta singular ofensa a la literatura

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