LIX
En Vindsborg solía haber burlas y maliciosos regodeos generales cuando se castigaba a alguien, y aquella vez no fue la excepción; pero lo llamativo fue la actitud de Karl. Normalmente, razones de protocolo lo hacían ser respetuoso en forma incluso exagerada con Balduino o con Ursula, pero al parecer consideraba que esta última, esta vez, se había salido de la raya. Así que al día siguiente se levantó muy temprano sólo para asegurarse de que ella y Honney se dedicaran a la tarea encomendada. Las inclemencias climáticas de la víspera, lejos de menguar, habían arreciado, y los carpinteros de ocasión, nada más asomar la nariz afuera, se sintieron tan entusiastas ante la tarea que les aguardaba, como lo habrían estado subiendo al patíbulo para ser ahorcados.
-Bueno-intentó tímidamente Ursula-, en vista de que obligar a salir a una mujer bajo semejante tormenta sería condenarla a muerte, me parece que...
-¿Y ahora lo recordáis?-exclamó Karl, indignado-. Temporales como éste no os impidieron salir de cacería. Al trabajo-añadió, inflexible y severo.
-Karl, ¡recuerda que soy una princesa!...-protestó Ursula, aún más indignada que el viejo.
-Pues bien que lo disimuláis profiriendo blasfemias que avergonazarían hasta al mismo Diablo, hurgandoos la nariz con el dedo para sacaros los mocos y tirandoos pedos que resuenan como las trompetas del Juicio Final. Al trabajo-insistió Karl, implacable.
Muy harto de demasiadas cosas debía estar para hablarle así a Ursula; sin contar que, temporal y todo, fue tras ella y tras Honney para asegurarse de que cumplieran debidamente con el trabajo exigido. Allí hubiera quedado de no haber sido porque Balduino, temiendo por su salud, le ordenó entrar.
-Bien-replicó Karl a regañadientes-, pero más vale que esos dos hagan el trabajo como se debe, que si no...
Y cerró su único puño, el izquierdo, en actitud amenazante, como dispuesto a arremeter a trompadas contra Honney y Ursula.
Sobre las últimas horas del sábado, los atareados carpinteros ad hoc entraron en Vindsborg, y Honney el primero, reclamando la atención general mientras Ursula, sin dificultad, traía sobre sus espaldas el fruto de aquellos dos días de trabajo.
-¡Mira qué mesa te hicimos, señor Cabellos de Fuego!-exclamó Honney, muy orgulloso-. ¡Ved todos!... ¡Probad a romper ésta!... ¡Ya veis cómo esta ramera machuna en medio de todo es útil cuando se lo propone!
Hubo algunas risitas burlonas mientras Balduino, con expresión lastimosa, examinaba la creación de Honney y Ursula. A éstos, aquella hilaridad contenida no les gustó nada, y se volvieron belicosamente hacia sus compañeros.
-¿De qué os reís, imbéciles?-rezongó Honney-. ¡Es sólida, bien sólida!-y dio unos golpecitos en la superficie de la madera, que sonó recia. Pero al mismo tiempo se oyó un ruido que no debía haberse oído, y que patentizó uno de los más graves defectos de la mesita en cuestión.
-Será todo lo sólida que quieras, pero está desnivelada y tiene las patas torcidas-señaló Balduino, malhumorado-. Hasta un ciego se da cuenta.
-¡Ah!...-exclamó Honney; y agregó, ante el estupor furioso de Ursula:-. Ella iba a encargarse de controlar esos detalles... Yo debía velar por la solidez de la madera y la calidad del barnizado.
-¡CÓMO TE ATREVES!-bramó Ursula-. Así que eras hombre, al fin y al cabo; ¡y como todo hombre, descargando culpas en la mujer más próxima!
-¿Mujer?... ¿Y de qué mujer me hablas? Yo no me refería a ninguna mujer, hablaba sólo de ti.
-Si te has puesto tonto, recupérate... O te acomodo yo misma las ideas a golpes.
-¡Así se habla, Ursula!-arengó malignamente Andrusier-. ¡Bájale los dientes de un manotazo!
-Después me las veré contigo-lo amenazó Honney.
-Bueno, ¡se terminó!...-dijo Balduino, para cortar de raíz la discusión-. Nada de eso importa. Necesitábamos una mesa; ya la tenemos, y es lo que cuenta.
Honney y Ursula asintieron con la cabeza y se fueron a sentar, gruñéndose por lo bajo.
Al día siguiente vino Fray Bartolomeo a oficiar misa. Por lo visto tenía la mente en otra cosa, y no advirtió enseguida que la mesikta que hacía las veces de altar no era la de siempre, hasta que, puesto que tenía una pata más corta que las otras, empezó a fastidiarle el ruido que hacía cada vez que la empujaba accidentalmente. Pero cuando de verdad perdió los estribos fue cuando el desnivel redundó en que la copa llena de vino ya consagrado derramó parte de su contenido luego de uno de estos empujoncito.
-¡Por todos los demonios del Infierno!... ¿Puede saberse qué asno incompetente fabricó esta cosa inútil?-tronó, pateando la mesa y derramando más vino consagrado.
La pata despareja fue cambiada.