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¡Sorpréndeme!
EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO II
La segunda parte de la más extraña trilogía de la literatura fantástica, publicada por entregas.
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03 de Diciembre, 2010    General

XXXIV

XXXIV

      Ese mismo día, en Ramtala, el difunto Gran Maestre del Viento Negro, Thorstein Eyjolvson, hallaba su último lugar de reposo en la Catedral de San Miguel. Allí puede verse todavía su sarcófago de mármol negro, con su estatua yacente encima de él, y este epitafio grabado en la parte frontal:

THORSTEIN EYJOLVSON
(921-959)
Príncipe de Ulvergard
Gran Maestre del Viento Negro
Ahora sabéis cómo nos vemos desde arriba.
Mostradle al Señor nuestra pequeñez y rogadle que se apiade de ella

      La noticia de la muerte de Thorstein se dispersaba a gran velocidad, siendo recibida de maneras muy disímiles. Había sido el verdadero y más grande líder de la resistencia contra los Wurms; el que había reaccionado con más prisa y lucidez y, de esa manera, quizás salvado al Reino. Nadie tenía la menor idea de quién podría reemplazarlo. Por eso, en muchos lugares, había, no sólo ojos arrasados en lágrimas, sino también el más negro pesimismo; la certeza de que, sin él, no tardaría en sobrevenir el último acto de la terrorífica guerra que se estaba librando, con mal fin para el género humano. Pero en muchos otros puntos de Andrusia, la mala nueva venía acompañada de otra noticia tardía y más reconfortante, la de que Drakenstadt aún seguía en pie; algo que en parte del septentrión del Reino se ignoraba hasta ese momento. El señor Eyjolvson ha muerto, pero Drakenstadt resiste aún, pensaban. Todavía hay esperanzas... A veces los mensajeros, en voz baja, añadían por su cuenta algunos detalles. hablaban de que el difunto Gran Maestre había sido visitado por el fantasma de su amigo, el también finado Gudjon Olavson, venido expresamente para anunciarle su muerte inminente. No siempre se creía en la veracidad de esta historia, que además iba deformándose y exagerándose a medida que se propagaba. Muchos combatientes querían creerla en cualquiera de sus versiones. Habían visto morir en decenas de formas a muchos compañeros, a cuál de ellas más horrible. En tales circunstancias, a veces, y quizás demasiado a menudo, se preguntaban si de verdad habría un Paraíso o cualquier otra vida después de la muerte, o si el absurdo final del drama humano residía en la oscuridad de un ataúd. La supuesta vuelta de Gudjon en forma espectral, en tales condiciones, era una bienvenida prueba de que algo había tras el último suspiro, aunque no estuvieran seguros de qué.

      La mañana siguiente a aquélla en que Thorstein y Maarten fueron sepultados en Ramtala y Drakenstadt respectivamente, una araña negra y grande tejía su tela en un rincón de la torre de cierto castillo de la ciudad de Bersiksbjorg, en Halmurik, cuando algo la hizo ponerse en guardia: una mano tendida hacia ella.

      -No seas antipática-dijo una voz masculina, grave y serena, muy grata lo mismo al oído que al alma-. Sube un rato a mi mano...

      Tocó con suavidad uno de los hilos de la tela. La araña, indignadísima, adoptó una pose todavía más combativa.

      -Querida, espero de todo corazón, si los Wurms llegaran hasta aquí, que sientan por nosotros la misma aversión que te tengo a ti...-dijo la voz agradable-. Con la diferencia de que no es mi intención hacerte daño-y como en ese momento se oyeron unos golpes en la puerta, exclamó:- ¡Adelante!

      El joven que entró a continuación tendría unos veintidós o veintitrés años, cabello castaño muy espeso aunque no muy largo, ojos marrones y una gran nariz aguileña muy carnosa. Menudo de estatura, tenía en cambio hombros desproporcionadamente anchos para alguien tan bajo.

      -Buenos días-saludo con voz de constipado.

      -Buenos días, Diego-contestó el hombre de la voz agradable.

      -¿Diego?... Ya me rebautizásteis otra vez-dijo el otro, indignado.                                                     
                                                                                     
      -Oh, lo siento-hasta la misma voz parecía sonreír con amabilidad y petición de disculpa-. me distraigo y me olvido. Es que es tan grande el parecido con vuestro difunto tío... Claro que estaréis harto de oírlo.                                             

     -Birad, hay algo de eso. Pero ya be ha pasado que algo be hartaba y luego be arrepentía de haberbe hartado. De niño, be bolestaban esas tías que, al verbe, ponían cara de idiotas y exclababan¡No lo puedo creer, está enorbe!, como si lo natural fuera quedarse enano por toda la eternidad. Cuando dejé de crecer y seguían diciendo lo bisbobe bolestó más aún; pero pasé a directamente odiarlas cuando hasta ellas se dieron cuenta de que parecían tobarbe el pelo y ya no me dijeron nada. Fue buy duro asibilar que bi tabaño no aubentaría bás y que, cuando quisiera cabalgar un rato, debería bontar un pony... ¿Todavía estáis con esa araña? No la culpéis si os buerde.

       -No la culparé. Cualquier cosa que tenga ocho patas siempre me aterrará y fascinará por igual, y la fascinación viene implícita en el mismo terror, que está ahí para ser vencido.

      -¿Tanto os aterran, todavía, unas simples alibañas?

     -Sí, y siempre me aterrarán.

      -¿Qué sentís, exactabente, al verlas?

     -Un pánico que nunca podríais imaginar, ni yo expresar con palabras. De repente, lo único que parece existir es esa araña que tengo ante mis ojos. Es horrible... Algo que ni a mi peor enemigo desearía.

      -¿Y cóbo hacéis para controlar sebejante horror?

      -Depende del momento. A veces tengo que imaginar que esa araña no existe, o que estoy lejos de ella; pero funciona con los ojos cerrados, rara vez si los abro. Como sabéis, tengo cierta deuda hacia ellas, puesto que gracias en parte a que en una oportunidad me vi de cerca frente a muchas arañas llegué adonde estoy ahora. Otras veces pienso que también ellas son criaturas de Dios. Intento admirar sus habilidades como tejedoras o cazadoras... Un hereje me dijo una vez que mi ángel de la guarda era una araña. De alguna manera, esto resultó cierto. Trato de pensar en ello cuando veo una araña particularmente grande...Claro, es un tanto escalofriante pensarse entre las patas de una gigantesca araña; pero cierro los ojos, imagino y me digo que entre aquellas patas estoy muy seguro. Cuando abro de nuevo los ojos, la araña ya no me parece enorme, sino pequeña. Ya no me causa tanto miedo.

     -¿Y puede saberse qué extraños herejes creen que los ángeles de la guarda son anibales?

     -Los angelitas. Ahora casi desaparecieron del todo, pero hasta unos años después de lo del Monte Desolación, estaban muy extendidos en el centro del Reino. Tengo entendido que empezaron adorando animales como dioses. Creían en el tótem: el espíritu animal protector de cada uno de ellos. La Iglesia trató de desviar esa devoción hacia el Angel de la Guarda, y por eso hay en el centro de Nerdelkrag tantas iglesias consagradas al Santo Angel de la Guarda. El resultado fue que mucha gente siguió venerando al tótem, pero llamándolo Angel de la Guarda. Parece que era una creencia muy difícil de desterrar. Pero ahora, los angelitas fueron reemplazados casi totalmente por otros herejes, en especial por los anselmistas.

       -Raro que vos creyerais en esas cosas...

     -No es que creyera. Deseaba poder ver en la imagen de la araña a una criatura protectora, y no a un ser malvado y de apariencia horrible. Un día, sin proponérmelo, acudió a mi mente la imagen de una gigantesca araña cerniéndose sobre mí, amparándome con su poderoso cuerpo. Fue mientras me estaban torturando. Esa imagen me ayudó a resistir... Ya sabéis qué ocurrió a continuación.

      -Lo creo sólo porque be lo contó bi tío.

      -No os culpo. ¿No mejora ese constipado?

      El joven de la nariz carnosa se preguntó si el otro le tomaba el pelo.

      -Oh, sí . Bucho-contestó-. De hecho, be siento baravillosamente bien. Bejor que nunca en bi vida, salvo el detalle de que por donde paso sepulto a todos en bocos.

      Respuestas como aquélla eran tan habituales en Maximiliano de Cernes Mortes, Mariscal de Halmurik, que más valía a quienes convivieran con él acostumbrarse a ellas, si no querían terminar estrangulándolo. El hombre de la voz agradable no contestó. La araña parecía haberle concedido una tregua, y acababa de subirse a su mano.

      Maximiliano se acercó a la ventana y miró hacia el mar, un tanto de mal humor. Su tío Diego le había enseñado a no hacer diferencias entre nobles y villanos, pero él en particular pensaba que los primeros habrían tenido derecho a ciertos privilegios exclusivos. Por ejemplo, el Altísimo podría dignarse a promulgar una Ley concediendo a los nobles el derecho a no contraer constipados. Asimismo, debía prohibirse a los mosquitos ensañarse con gente de la nobleza. Además, alguien de ancestral linaje podía gozar del privilegio de no padecer demasiado frío ni demasiado calor, ¿no?, y ya que estábamos, del derecho a crecer cuanto se le antojase y de portar una nariz de un tamaño normal...

      -Pues no-deploró con un resignado encogimiento de sus anchos hombros-.Hebe aquí, sufriendo al papá y la babá de todos los resfríos, de tal bodo que el Palacio del Boco (pues esto que tengo ahora supera hasta la ya respetable categoría de naso) ahora es el Palacio del Boco Chorreante... ¿Estatura? Bal, gracias. Ni subir de uno en uno los peldaños de una escalera puedo; be veo obligado a treparlos. Cuando le disputé el Baestrazgo a Tancredo de Cernes Bortes, hubo balvados que be desearon suerte, así por una vez en la vida sabría qué era llegar buy alto... ¿Que si tengo frío? Qué va, apenas si be estoy congelando... Siendo invierno, uno pensaría que al benos los bosquitos de la región habrían pasado a bejor vida. Pero ellos, ni enterados. Para colbo, por el tabaño se parecen a Béntor, están fabélicos be han incluido en su dieta cobo plato principal.

      -Bueno... La Naturaleza puede no haberos favorecido en cuanto a estatura y tamaño de vuestra nariz, pero ya quisieran muchos tener hombros tan anchos como los vuestros.

      -Quisiera poder usarlos para llorar sobre ellos a causa de bi ridícula estatura y descobunal nariz.

      -Tenéis también un magnífico sentido del humor...

      -Es lo único que be queda. Decidbe: ¿por ventura conocéis algún rebedio verdaderabente eficaz contra el constipado? Be recobendaron varios, pero ninguno ha surtido efecto, hasta ahora.

      -Ninguno, que recuerde.

       -¿Contra la jaqueca, tampoco?

       La araña acababa de morder al hombre de la voz agradable. Este no podía culparla por haber perdido la paciencia. Rápidamente la dejó de nuevo en su tela, ocultando de la vista de Maximiliano de Cernes Mortes la mano dolorida y próxima a hincharse, no fuera a ser que el joven se saliera con un nuevo sarcasmo.

      -¿Contra la jaqueca?... Sí, conozco uno-murmuró-. Tengo entendido que da bastante resultado tocar la trompa de un elefante, en especial si éste estornuda.

      Maximiliano de Cernes Mortes se volvió hacia su interlocutor, con la seguridad de estar sobre la pista de la causa por la que los judíos eran tan unánimemente rechazados. A éste en particular él tenía no menos ganas de morderlo que la araña.

      -Qué baravilla... Llabaré a un criado, entonces, para que vaya al bercado y be consiga una docena de elefantes.

      -Oh-dijo el otro, súbitamente consciente de la tontería que había sido su consejo-. No sabía que el de la jaqueca erais vos.

      -Pero si os pregunto por un rebedio para la jaqueca, es evidente, be parece, que lo necesito para , no para Aníbal el Cartaginés-gruñó el Mariscal de Halmurik-. ¡Elefantes!... Quisiera saber de donde sacasteis tan accesible y práctico consejo bédico.

      El hombre de la voz agradable se volvió, olvidando la araña y su tela, y caminó unos pasos hacia Maximiliano y saliendo así de la penumbra. Tenía un rostro feo conforme a los cánones estéticos de la Europa medieval, pero armonioso a su manera, y lo más importante: inspiraba confianza. Su cabellera negra y prematuramente entrecana, revuelta y como hecha de alambres ; su tez aceitunada; su barba ensortijada cubriéndole el mentón, y su típica nariz afilada delataban en el al semita.

      Miró a Maximiliano a los  ojos, sonriendo.

     -Mi antiguo escudero lo leyó de la Historia Natural de Plinio el Viejo-contestó.

      Maximiliano de Cernes Mortes, La Pulga para sus múltiples enemigos y para algunos de sus admiradores, vaciló ante aquella mirada, la mirada de El Justo. Incluso él, el maestro del sarcasmo y los comentarios incómodos y punzantes, hallaba difícil no intimidarse un poco ante aquellas pupilas azabachadas, aunque en éstas no se advirtiese siquiera la sombra de una amenaza o una chispa de maldad.

      -Ajá. Pero a no be sirve-dijo, no sabiendo qué otra cosa decir. Conocía a Benjamin Ben Jakob desde hacía años; pero hasta donde sabía, sólo desde hacía uno o dos había adquirido esa mirada ultraterrena que tan nervioso lo ponía a veces-. Y ahora, ¿qué tal si hacebos algo útil?

      Benjamin asintió, pero la verdad era que su mente estaba en otra parte, en un punto de su vida situado cuatro años atrás, cuando, en concordancia con sus necesidades de proscritos, él y el grupo  de Caballeros bajo su mando habían trasladado su refugio a otra parte, en unas cuevas en las montañas. Se estaban instalando a la luz de unas antorchas, cuando Benjamin, sorpresivamente, se topó con una telaraña y casi cara a cara con su gorda y activa tejedora. Su horror fue tal que pareció salir propulsado de un disparo de catapulta hacia atrás, con el semblante pálido y la mirada desencajada.

      Balduino de Rabenland, quien más tarde sería su escudero, era por entonces sólo un joven bachiller de dieciséis o diecisiete años, y un rostro ya muy expresivo; y en ese rostro confluían en aquel momento muchas emociones mientras su mirada pasaba alternativamente  de la araña a Benjamin. Era obvio  que el hecho no terminaba de cerrarle;  que le parecía el colmo de la cobardía dejarse amedrentar por un animal tan pequeño, pero a la vez no estaba seguro de que todo aquello no fuera una broma. Encogido sobre sí mismo, Benjamin sudaba frío sin parar de estremecerse. A los trece años, lo único que en Balduino podía provocar semejante reacción eran los aullidos de los lobos desgarrando la quietud de la noche, cuando él vagaba solitario tras abandonar el palacio Ducal de Rabenstadt.

      Tal vez ante cualquier otro se hubiera impuesto el desdén, pero aquel era el hombre a quien debía precisamente el fin de aquellos días de angustia y el rumbo que ahora había tomado su vida. Y milagrosamente, reaccionó con una caridad impropia de él. Rodeó con su brazo los hombros de Benjamin, pasando a ser de protegido a protector.

       -Venid. No hay nada que temer-le aseguró.

      Benjamin sabía que no era sensato fiarse de promesas como aquélla, hechas por personas necias y maliciosas que acto seguido terminaban arrojándole la araña a la cara. Así le había sucedido muchas veces. Pero con muy poca frecuencia aparecía en el semblante de Balduino un atisbo de amor al prójimo; y no obstante, cuando tal sentimiento aparecía era sincero, sin dssagradables trampas ocultas. Esta era una de esas ocasiones; de modo que confió en él.

      -Es una pena que no hayáis leído  la Historia Natural  de Plinio el Viejo-dijo el muchacho pelirrojo, llevando a Benjamin hacia la araña sin despegarse de él-. Plinio sentía admiración por las arañas. Por la Naturaleza en general, en realidad. Cuando uno lee la Historia Natural se siente invitado a la aventura; siente que el mundo es un lugar fascinante y lleno de maravillas.

     Un poco más tranquilo, Benjamin alzó los ojos hacia el rostro pecoso de su aprendiz. Era evidente que éste ya se había sumido en su mundo interior, el mundo de Plinio. Como alguna vez debía haberlo hecho el propio erudito, contemplaba embelesado a la araña en su tela, con tanta atención que parecía hechizado. En una de sus brillantes pupilas, Benjamin vio el reflejo de la araña pero, esta vez, no se sobresaltó. Al contrario: se sintió en presencia de Dios, como si el Señor se estuviera valiendo de Balduino para mostrarle que aquello que tanto horror le inspiraba era más bien digno de admiración.  Luego, al mirar a la araña directamente, mantuvo esa tranquilidad.

      Todavía hoy, el recuerdo de aquel reflejo en la pupila del joven pelirrojo le ayudaba a veces a mantener la calma cuando volvía a jaquearlo su eterno terror. Pero eso no quería decírselo a La Pulga. Eso era entre Dios y él. Tal vez Balduino tuviera derecho a saberlo algún día, pero de momento nadie más.

      Lástima que enseguida, después de aquello, maltrató de palabra a Anders y me enojé con él, recordó, torciendo el gesto, mientras él y Maximiliano bajaban las escalinatas de la torre para inspeccionar las defensas y pasar revista a las tropas. hacían buen equipo los dos. A su llegada a Bersiksbjorg habían sido unánimemente rechazados, Benjamin por ser judío y Maximiliano porque Halmurik tenía ya un Mariscal y no necesitaba otro. Pero habían logrado revertir la situación complementándose de maravillas: La Pulga demolía verbalmente la autoridad de los renuentes, y Benjamin construía una nueva en torno a ambos.

      Descendieron la escalinata de la torre y ganaron el patio del castillo, pero una vez allí quedaron atónitos al ver que unos cuantos guardias rodeaban a un mensajero que, evidentemente, acababa de llegar. Unos y otros miraban a Benjamin de una forma que resultaba inquietante. Sin duda el mensajero traía malas noticias, y éstas concernían de manera especial al judío. Este se abrió paso hacia él, seguido de La Pulga; y el joven correo, tras hincar rodilla en tierra, entregó el mensaje. Durante la lectura, Benjamin permaneció impertérrito; pero Maximiliano de Cernes Mortes, cuya estatura diminuta le impedía leer por encima del hombro de su camarada y apenas pudo captar algunas palabras, comprendió sin embargo de qué se trataba.

      Al terminar de leer, Benjamin enrolló de nuevo el mensaje y se lo pasó a La Pulga, y en ese momento lo sacudió un sollozo. Maximiliano, comprensivo, le puso una mano en el hombro.

      -Tomaos el tiempo que necesitéis para reponeros de esto. Hasta entonces me las arreglaré solo-dijo.

      Benjamin asintió, alzó  hacia el cielo su rostro semita y sonrió, y su sonrisa era como el arco iris tras la tormenta. Maximiliano de Cernes Mortes se preguntó qué habría detrás de esa sonrisa en un momento tan triste. Tal vez el hallazgo de que la vida seguía siendo hermosa aun con su cuota de dolor y miseria, o un recuerdo feliz o, quizás, la visión en el Cielo de su amigo muerto... O la dicha de haber sido honrado con la gracia de haber conocido a una persona maravillosa, aunque ésta se hubiera ido para siempre.

      Lo vio regresar sobre sus pasos hacia la torre. Se preguntó si los judíos rezarían Khadish también por los cristianos que les eran queridos y que fallecían.

      Tuvo la certeza de que Benjamin no necesitaría demasiado tiempo para superar aquel golpe. Por suerte: su ayuda le resultaba valiosa de veras.
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publicado por ekeledudu a las 17:18 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
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SOBRE MÍ
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Eduardo Esteban Ferreyra

Soy un escritor muy ambicioso en lo creativo, y de esa ambición nació EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO, novela fantástica en tres volúmenes bastante original, aunque no necesariamente bien escrita; eso deben decidirlo los lectores. El presente es el segundo volumen; al primero podrán acceder en el enlace EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO I: INICIO. Quedan invitados a sufrir esta singular ofensa a la literatura

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