V
Mientras tanto, en la posada, todo era revuelo y caos. Hunnberth y Bruno se habían trabado en combate con espadas, provocando destrozos a diestra y siniestra; en tanto que a Gottfried lo tenían a raya Andy, Meinard y Rob.
-Tres contra uno, qué valientes-se burló; pero nadie le hizo caso. Este era el que, gracias a idéntica ventaja, le había advertido a Bruno que podía darse por muerto; que viera qué se sentía ser atacado por varios, entonces. Además, él poseía espada con qué defenderse, ventaja de la que ellos carecían y que no habrían podido aprovechar por no saber manejarla adecuadamente.
El posadero tomó una pesada silla y amenazó con ella a los tres escuderos, que habían estado a punto, tras muchas vacilaciones, de acudir en defensa de sus respectivos amos. Wilfred apareció al pie de la escalera, asombrado por el estrépito, y quedó de una pieza al ver todo aquel escandaloso desorden y tanta refriega. Si algún resto de cordura quedaba en el mundo, ahora parecía haber desaparecido.
Bruno tenía varios cortes superficiales, pero su contrincante veía con alarma que pese a ello le era imposible doblegarlo. Cada estocada contra Hunnberth venía dirigida con vengativa, justiciera cólera, y con tremendo ímpetu. A pesar de la protección de la cota de mallas, sentía los golpes, y además las anillas se estaban desencajando de sus sitios, de modo que algunas saltaban hacia todos lados, ensangrentadas; por lo que Hunnberth empezaba a sentir miedo de verdad. No era mal espadachín; pero si se es cobarde, conviene tener la conciencia limpia, así uno no se desmoraliza frente a un adversario igual de diestro, pero de corazón más noble, que ofrece una imagen de justiciero enviado por Dios. Como no era el caso, el ánimo de Hunnberth no tardó en desinflarse, y Bruno, desarmándolo, lo redujo enseguida.
-Piedad-jadeó el vencido, bañado en sudor.
-No vales nada, pero ya hablaremos de tus opciones-respondió Bruno, con desprecio; e indicó a Wilfred que lo mantuviera vigilado.
-Más allá, Gottfried hacía un triste papel de bufón acometiendo contra Andy, quien lo esquivaba una y otra vez con la celeridad del rayo. Bruno se preguntó de dónde habría sacado el muchacho tan increíbles reflejos, más dignos de un gato que de un ser humano.
-Me toca a mí, Bruno-dijo entonces Reiner, irguiéndose-. Vas a matarme, pero igual quiero la oportunidad de terminar mi vida como lo que siempre he sido: un Caballero. ¿Vas a negármela?
-¿Caballero? Tú no eres un Caballero, sólo un vulgar rufián disfrazado de tal-contestó Bruno en tono despectivo.
-Como quieras; pero siempre fui valiente. Eso no lo podrás negar.
-Mal que me pese, eso sí pareces ser. Está bien. Toma, te devuelvo tu espada; yo usaré la de Hunnberth.
Al restituir el acero a su propietario se preguntó Bruno si éste no aprovecharía ese instante en que él estaría a su merced para atacarlo traicioneramente. Reiner, sin embargo, se mostró leal y digno en ese aspecto, y esperó a que su oponente se hallara de nuevo debidamente armado. Bruno no pudo menos que lamentar que tal conducta no hubiera sido en Reiner un sello para todo un estilo de vida.
-Sólo quiero que sepas esto, que aunque yo caiga muerto aquí y ahora, eso no te vuelve menos imbécil-dijo Reiner-. El destino de los malos es que recibamos nuestro castigo; el de los buenos es peor todavía. Recordarás mis palabras cada vez que estés deshecho en sufrimientos; y ése será mi triunfo.
-Si diciendo eso esperas que me ponga de tu lado...
-¡De ningún modo! Te pondrás de mi lado algún día, pero mucho después de que me hayas matado. No esquivaré mi destino, ni tú el tuyo, Bruno. Sólo quería que sepas lo que va a pasar. El que a hierro mata, a hierro muere; el inocente, en tanto, acaba en medio de atroces suplicios en lo alto de una cruz.
-Sí... Pero acaba resucitando.
-¿No me digas?... Haz la prueba, entonces.
Bruno empalideció, y por primera vez en su vida vio el Evangelio como una tonta y edulcorada historia para niños, mujeres y afeminados.
-Me parece que igual es un final apropiado para un valiente, Reiner-alegó.
-Se es valiente sólo hasta cierto punto. Humillado y desangrándose de a poco, con el cuerpo atravesado por gruesos clavos, no hay coraje que resista mucho tiempo. Pero mejor vayamos a lo nuestro. Por ahora todo esto es pura palabrería, pero vivirás para reconocer que cuanto digo es cierto.
Bruno inclinó la cabeza y avanzó hacia su enemigo, espada en mano. Reiner hizo otro tanto. Giraron amenazantes el uno en torno del otro, y por fin Reiner tiró un veloz y potente mandoble que Bruno se apresuró a parar. Fintó acto seguido por la siniestra y atacó por el lado opuesto, pero el falso lance no engañó a Reiner, quien consiguió la primera sangre al herir a su contrincante a la altura del ombligo. La camisa blanca de Bruno empezó rápidamente a teñirse de rojo mientras Reiner sonreía, más satisfecho de sí mismo que burlón.
Ahora aquel combate singular era el único en el interior de El manantial de los unicornios. Gottfried, exhausto y sudoroso, se había desplomado. Meinard se le había sentado sobre la espalda, impidiéndole incorporarse, en tanto que Andy y Rob mantenían inmóviles los brazos del vencido pisándolos con fuerza. Todos seguían con mucho interés la contienda entre Bruno y Reiner. Realmente persuadido de que no tendría otra ocasión de lucirse, este último exhibía una destreza admirable, digna de un maestro del señorial arte de la esgrima. En cambio, el desempeño de Bruno era decididamente mediocre, muy por debajo de su excelencia habitual, y él lo sabía. Ya estaba muy herido, aunque por suerte la mayoría de los cortes eran superficiales, y sólo el milagro podía explicar que mostrándose tan torpe siguiera vivo y luchando todavía. Varios de los espectadores empezaron a temer que acabara derrotado, incluso aquéllos que poco y nada sabían de este tipo de combates. El propio Reiner se convenció de que, tal vez, fuera capaz de revertir el resultado temido por él.
Pero no. Bruno peleaba mal porque tenía la mente en otra parte y, concretamente, en su anterior diálogo con Reiner, que le había sido perturbador en grado sumo; pero si bien parecía dormido, al menos despertaba a último momento, con tiempo suficiente para que las estocadas de su enemigo ya no fueran mortales, lograran o no su cometido de herir. Más por azar que por pericia, alcanzó con su espada primero la cabeza de Reiner, protegida por la cofia de mallas pero no por el casco, que no llevaba puesto. El golpe no fue del todo contundente, pero atontó a Reiner quien, antes de poder recobrarse, sintió un filo poderoso e inmisericorde abriéndose paso a través de su pecho. Era el fin. Cayó de rodillas, agonizante.
-Peleé mejor que tú. No ha sido un final justo-se quejó entre sus últimos estertores-. No importa. Tampoco yo lo he sido...
Alzó la mirada hacia Bruno.
-...pero tú tendrás una vida horrible y un fin más mísero y amargo que el mío. Ya sea que lo desee yo, o no-profetizó antes de derrumbarse sobre el piso, boqueando y sangrando; y murió segundos más tarde.
Bruno disimuló como pudo su malestar ante el espantoso vaticinio, pero la verdad era que tenía miedo. Reiner sólo quería encontrar una forma de vengarse de mí incluso después de muerto. No creía realmente en lo que dijo, pensó; pero el que no creía en sus propios pensamientos era él. Reiner simplemente parecía haber expresado lo que para él era la verdad.
Wilfred, Rob, el posadero y la familia de ésta también se hallaban impresionados por el funesto pronóstico. Una sombra de desgracia parecía cernirse sobre Bruno y cuantos lo rodeaban.
-Hijo, ¡estás herido!-exclamó angustiada la mujer del posadero, viendo a Andy sangrar por la cadera izquierda, y acudiendo inmediatamente a su lado.
-No es nada-dijo Andy, aunque el corte era bastante profundo.
-¿Qué hay con nosotros?-preguntó Hunnberth, quien seguía bajo la vigilancia atenta de Wilfred.
-De otro prisionero podría exigir rescate, pero no de ti ni de Gottfried-contestó bruno-. Sois vasallos de mi hermano. Esto significa que me pagaríais con bienes que ya son de mi familia y oprimiendo, para obtener la suma exigida, a los súbditos de mi hermano.
-¿Y entonces, Bruno?-preguntó Gottfried.
-Iréis a los calabozos de mi hermano para ser enjuiciados por traición y casi seguramente condenados a muerte. De todos modos, no saldréis absueltos, eso es seguro. Vuestras familias sufrirán vergüenza por culpa vuestra, y serán apartadas de todo derecho sucesorio sobre vuestros títulos y tierras.
-Pero dijiste que habría opciones para nosotros.
-Sí. Una sola opción. Todo el mundo nos vio partir hacia el Norte para sumarnos a la guerra. Si no regresarais, todos pensarían que moristeis gloriosamente en combate. Vuestros hijos crecerían henchidos de orgullo por sus heroicos padres, cuyos ejemplos se esmerarían por imitar... Y no habría necesidad de desengañarlos.
-¿Estás proponiendo que nos suicidemos?-exclamó Hunnbert-. ¿Y ésa es tu gran opción? ¿Esa?
-¡Pero nos condenaríamos por toda la eternidad!...-protestó Gottfried.
-Eso ya no tiene remedio-alegó Bruno-, y si lo tiene, quizás lo que os propongo lo sea. Quizás Dios tenga a bien fijarse en que vuestro último acto sobre la Tierra fue para proteger a seres inocentes. Tal vez en vuestro autosacrificio hallaríais redención... En cualquier caso, es eso o seguir combatiendo; pero sospecho que ni aunque me vencierais saldríais vivos de esta posada donde no os hicisteis precisamente de amigos.
-Podrías ordenar a esta gente que nos deje ir, si ganásemos nosotros-dijo Gottfried, en tono levemente implorante.
Bruno meneó la cabeza.
-No, no lo haré-dijo-. Es cierto que no deseo hacerlo; pero además, no están a mis órdenes, y nada los obligaría a obedecerme una vez yo hubiera muerto.
Hunnberth y Gottfried se quedaron pensando. Mientras tanto, la puerta de la posada se abrió tímida, furtivamente. Si se trataba de un enemigo, éste tenía que ser muy torpe y descuidado, porque el ruido fue de todos modos lo bastante audible; y aunque varias cabezas se volvieron en esa dirección, Bruno ni por un momento desatendió a Hunnberth y Gottfried.
Era sólo Hildi quien había entrado, venida de las caballerizas, adonde había dejado a sus hermanos menores para ver cómo había terminado todo. En ese momento su madre desnudaba a Andy de la cintura para arriba y le bajaba un poco las calzas para examinarle la herida de la cadera. Hildi lanzó una exclamación de espantado dolor, y Andy sintió en su interior agradecido afecto hacia su hermana hasta que, indignado, la vio dirigirse hacia Bruno y colmarlo de arrumacos. Lanzó un gruñido desaprobatorio: las mujeres eran todas iguales.
Hunnberth llamó a su escudero.
-Ayúdame a quitarme la armadura. Después, tendrás que sostener mi espada, con la punta hacia arriba.
El escudero empalideció y asintió en silencio; y Gottfried, viendo que su compañero había ya tomado una decisión, llamó a su propio escudero y le dio la misma orden.
Hildi no entendía qué estaba ocurriendo, y le dijeron que era mejor que saliese, que lo que iba a ocurrir no era apto para jovencitas. Como no quería despegarse de Bruno, su madre tuvo que sacarla casi a la rastra. llena de miedo, se atrevió a espiar por la rendija de la puerta antes de que ésta se cerrara del todo. Alcanzó a ver así el respingo asustado de Meinard, su hermano de trece años, poco habituado a la sangre y a la más cruda violencia; y un segundo más tarde, dos horribles alaridos de agonía traspasaban los límites de la cabaña, y dos jóvenes escuderos, cómplices del suicidio de sus amos, retrocedían tapándose la vista con las manos y preguntándose qué sería ahora de ellos.