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¡Sorpréndeme!
EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO II
La segunda parte de la más extraña trilogía de la literatura fantástica, publicada por entregas.
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25 de Septiembre, 2010    General

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       -Por supuesto, esto no puede durar eternamente.

      Tal el veredicto de Thorstein Eyjolvson, pronunciado aquella misma tarde ante un selecto grupo de oficiales de ambas órdenes de Caballería. Calímaco había estado presente, pero ni aun ahora, recordando esos momentos en la oscuridad, entendía el motivo de su inclusión en el consejo de guerra, como no fuera el prestigio de Antilonia o el hecho de que tres miembros de dicho consejo fueran amigos suyos.

      Thorstein Eyjolvson, hombre de treinta y siete o treinta y ocho años, dirigía teóricamente a la Orden del Viento Negro desde hacía alrededor de una década, y en la práctica desde hacía aún más tiempo. De cabello rubio ondulado, ojos celestes y nariz recta y alargada como el pico de un pájaro, tenía un temperamento reflexivo, muy contrastante con su vieja y falaz imagen de tarambana creada por él mismo.

      Había venido de Ramtala a raíz de la prematura y falsa noticia de la caída de Drakenstadt, a ver si podía salvarse algo o qué había quedado vivo o en pie. Al hallarla aún invicta, pero en situación un tanto precaria, se había quedado a dar una mano; algo muy bien recibido por los guerreros en general y los Caballeros en especial, hartos de dirigentes que hablaban mucho y hacían poco. Estaban satisfechos de que alguien sensato se hiciera cargo del mando; y lo habían demostrado insistiendo en que ocupara la cabecera ahora que faltaba quien hubiera debido naturalmente presidir el consejo, el Duque Olav.

      A su derecha, Thorstein Eyjolvson tenía sentado a su par de la Doble Rosa, Tancredo de Cernes Mortes. Se le había concedido tal deferencia como quien da un dulce o un juguete a un niño para que no moleste a los adultos mientras éstos tratan algo importante; pero a juzgar por su expresión, Tancredo de Cernes Mortes era en todo caso un niño enfurruñado, rabioso del ascendiente del que Eyjolvson gozaba incluso entre los Caballeros de la Doble Rosa. Sólo una mínima camarilla dentro de ésta, para colmo diseminada por varias ciudades, era incondicional a Tancredo, su Gran Maestre.

      Frente a este individuo, alguien había tenido la cuestionable idea de sentar al famoso Hreithmar Hjalmarson, apodado Dunnarswrad, "Cólera del Trueno", uno de los pocos plebeyos invitados a la reunión. Ni siquiera Miguel de Orimor, El Toro Bramador de Vultalia, tenía el aire temible de este bruto, ni alcanzaba su intimidante, descomunal talla: todo el mundo coincidía en que era el hombre más gigantesco que hubieran visto jamás. Se decía que por sus venas corría sangre de ogro. Curiosamente, dentro de los límites de la sobriedad y el buen gusto, siempre se hallaba entre los más prolijos y aliñados, lo que no menguaba  ni un ápice su aire feroz. Parecía deseoso de demostrar que, pese a que su aspecto físico dijera lo contrario, también podía ser tan civilizado como el que más; algo que también su rudeza e irascibilidad, que le valían el apodo, tendían a desmentir.

      Dunnarswrad toleraba malamente a Tancredo de Cernes Mortes. Ello no era asombroso: últimamente, Tancredo cosechaba muy escasas simpatías. No obstante, la aversión del coloso era especialmente notoria, porque los villanos solían intimidarse y ser menos demostrativos en sus antipatías hacia los Caballeros, lo que en este caso no ocurría. ¿Por qué habría de ser así?, si hasta las montañas parecían temblar y empequeñecerse un poco si Dunnarswrad avanzaba hacia ellas. De cualquier manera, el sentimiento en este caso era mutuo. Tancredo de Cernes Mortes, hecho sabido, seguía sintiendo desprecio o condescendencia hacia las gentes de bajo nacimiento. El se consideraba tolerante para con ellas, pero le indignaba que se sentaran a la misma mesa que él, como era el caso.

      Por qué los habían ubicado uno frente al otro, era un misterio. Tal vez fuera para irritar a Tancredo de Cernes Mortes, o quizás se tuviera la secreta esperanza de que Dunnarswrad lo demoliese a trompadas cuando sus estupideces acabaran sacándolo de quicio. Tal era el sueño dorado de muchas personas, incluso de algunas que ni de lejos simpatizaban con Dunnarswrad.

      Luego estaban los otros, unas veinte personas en total. La mayoría de ellos tenía semblantes tan singulares, que parecían de leyenda: inescrutables, ultraterrenos, sombríos; hecho extraordinario si se tenía en cuenta que, fuera de aquel recinto, casi todos eran hombres de trato sencillo, amable y propenso a las bromas. El sentido de la responsabilidad, el respeto que les inspiraba Eyjolvson, el honor que implicaban sus altos cargos y haber sido convocados para aquel Consejo, la necesidad de dejar muchas cosas de lado para despersonalizarse y lograr mayor cohesión entre sí, todo contribuía a conferirles un aire de involuntaria lejanía respecto al resto de los mortales, ante el que Calímaco se había sentido cohibido y fuera de lugar.

       -Durante varios días hemos abandonado parte del ganado de los alrededores librado a su suerte, para que esos dos Jarlewurms se alimentaran de él y nos dejaran en paz; algo así como pagar tributo a un enemigo poderoso y contra el que hay escasas posibilidades de victoria en un enfrentamiento-dijo Eyjolvson, paseando la mirada entre los asistentes al Consejo-. Muchos no estuvisteis de acuerdo con la medida, pero yo asumí la responsabilidad; de lo que no me arrepiento. Pero ahora ha llegado el momento de empuñar las armas. Tenemos pruebas de que los Jarlewurms son cobardes. Si les dejamos ver que tenemos más miedo que ellos, se envalentonarán, y seguramente exigirán más que ganado. Señores, vamos a demostrarles a esos dos reptiles que no aceptaremos su vasallaje ni el de ninguno de los de su especie. Vamos a demostrarles de qué estamos hechos.

       Nadie estalló en grandes ovaciones ante esta arenga, pero en casi todos los rostros resplandecieron duras y feroces sonrisas de venganza.

       El Gran Maestre del Viento Negro, por su parte, calló durante un momento, pensando en su amigo Benjamin Ben Jakob. Alrededor de veinte años atrás, Eyjolvson había aprendido de él, gracias a su ejemplo silencioso, que ningún hombre es realmente insignificante, y que a la vez todos lo son.

      Estudió los rostros que lo miraban ansiosamente, a la vez deseosos y temerosos de que continuara. El no era Calímaco de Antilonia, y no veía en ellos a héroes de leyenda, al menos en el sentido habitual del término. Veía, sí, a hombres tan extremadamente sensibles al miedo y al dolor como cualquier otro y que, en la lucha por superar tales sensaciones, paradójicamente se habían visto más expuestos a ellas. Por algo Aquiles había logrado su invulnerabilidad en la Estigia, la laguna de los Infiernos... Y no obstante, ni siquiera él había podido trascender del todo los límites impuestos por su envoltura mortal.

      Para la mayoría de los hombres se trata de algo infinitamente más penoso. Eyjolvson lo comparaba con un duro ascenso por una áspera montaña, en el que se sube tres pies para luego involuntariamente descender seis a causa de un resbalón o un tropiezo. Se experimenta la amarga sensación de estar siempre en un mismo sitio. Mirar hacia arriba es deprimente: la cima parece inalcanzable.. Y sin embargo, cuando uno piensa que al fin ha logrado subir un poco y se digna mirar hacia abajo, lo acomete una sorpresiva sensación de vértigo al comprobar cuán abajo quedó el llano.

      Ninguno entre los presentes llegaría jamás a esa gloriosa cumbre que suponía librarse del miedo y el dolor que los Wurms les traían. No obstante, en pos de alcanzarla habían dejado atrás muchos otros temores y flaquezas menores. Ni ellos sabían hasta qué grado se estaban ennobleciendo.

      Ahora en su mayoría se hallaban tensos, agobiados, por mucho que Calímaco los viera como seres superiores y casi míticos. Otra vez había que hacer frente al peligro y el horror de los Wurms, y se preguntaban cuánto más podrían resistir sin caer en la cobardía o la locura.

      -Pongámonos de pie. Hay una mala noticia que no quise anunciar al comienzo de esta reunión pero que, pensándolo bien, no tiene sentido callar-dijo Eyjolvson, circunspecto-. Haremos un minuto de silencio.

      Los semblantes se alborotaron como pájaros ante la presencia amenazante de un gato. ¿Quién había muerto ahora?... Un angustioso e interrogante intercambio de miradas confirmó que nadie estaba al tanto de que en las últimas horas se hubiese llevado a cabo un operativo contra los Wurms, y menos que alguien hubiera caído en él. Varios repasaron mentalmente a quiénes habían visto vivos durante todo ese día entre todos sus conocidos.

       -Dos de los Ballesteros de Drakenstadt intentaron detener a un enorme Thröllwurm que sembraba el terror al Sur de la ciudad-explicó lentamente Eyjolvson, cuando todos se hallaron de pie-. No lo lograron. Pese a todos sus esfuerzos por evitarlo, el reptil se internó en las turberas, donde quedó empantanado, imposibilitado de salir-y concluyó, con teatral angustia:-. Está muerto, pobre...

      El inesperado final produjo entre la asistencia dos segundos de estupefacción antes de estallar en una interminable ola de carcajadas, a cuál más estruendosa. Algunos rieron tanto que cuando, dificultosamente, recobraron la seriedad, tenían los ojos lagrimeantes y el rostro colorado. Entre medio, olvidando jerarquías y protocolo, unos cuantos se dirigieron a Eyjolvson prometiéndole estrangularlo. Pero Tancredo de Cernes Mortes sonreía insinceramente. Al parecer, la risa era algo que estaba muy por debajo de su dignidad.

       -Buena broma, Thorstein... Pero apreciaría que recordarais que estamos en un Consejo de Guerra.

      -Y yo apreciaría que te fueras a la mierda-le respondió alguien en lo que, tal vez, intentó ser un susurro, pero que resultó harto audible.

       Pero Thorstein Eyjolvson no se inmutó por la reprobación de Tancredo de Cernes Mortes. Este no era más que un triste insecto, un tanto molesto, sí, pero insecto al fin. Ni valía la pena rebajarse a aplastarlo de un manotazo. Lo importante era que aquellos hombres se hubieran relajado y ardiesen en ganas de darles un escarmiento a los Wurms.

       -Desde luego-concedió, inclinando su cabeza ante Tancredo-. Os pido mis humildes excusas.

        -Aceptadas-replicó Tancredo-; pero en lo sucesivo, hacedme la merced de recordar que somos guerreros, no bufones.

       -¡Oh, señor!-intervino una voz-, un guerrero puede ser lo que a él le plazca, incluso un bufón. El problema está en los bufones que pretenden ser guerreros...

      Tancredo habría podido acomodar la frase a su gusto y darle un nuevo sentido, y tal vez lo hubiera hecho; pero al volverse hacia quien había hablado, halló el rostro de un joven de melena pelirroja y ojos verdes, de apostura menguada por cicatrices de quemaduras en casi todo el mentón y el lado derecho de la cara, las cuales, sin embargo, le daban aire de noble acero probado en la fragua.

       A buen entendedor, pocas palabras. Tancredo sabía que aquel muchacho, Caballero de su propia Orden, lo despreciaba tal vez más intensamente que ningún otro; y al hacerse cargo para sus adentros de la indirecta, no se le ocurrió ninguna salida ingeniosa, y se contentó con corresponder a la sonrisa del pelirrojo. Sonrisa, es una forma de decir. La cortesía no es otra cosa que gallarda falsedad en ciertos casos, y éste pretendía ser un gesto de obligada y mutua cortesía... Lástima que los protagonistas lucían cada uno como si el otro le estuviera pisando un callo.

        -Sentémonos, señores-propuso Eyjolvson, haciendo un esfuerzo. Como varios de los presentes, hallaba difícil no reír viendo las caras de aquellos dos; pero mejor entrar en tema antes de que la comedia deviniera tragedia.

       -Edgardo, ¡siéntate!-susurró al pelirrojo alguien situado a su izquierda: un doncel de rostro de poeta y que, como tal, hubiera parecido más en su ambiente en una biblioteca que en aquel Consejo de Guerra.

      Edgardo de Rabenland se sentó entre gruñidos de disgusto. El sí parecía en su ambiente en aquel Consejo de Guerra; tanto que, hablando de guerras, con gusto habría emprendido una, personal y en extremo violenta, contra su propio Gran Maestre, Tancredo de Cernes Mortes.

       -Antes que nada, empezaré por honrar el coraje de los exploradores que enviamos a rastrear a esos dos Jarlewurms-comenzó Eyjolvson, cuando todos estuvieron sentados-. Desde luego, no es que un Jarlwurm sea difícil de encontrar; sí es difícil mantener la calma sabiéndolo cerca, sí es difícil resistirse a la tentación de echar a correr y delatar así la propia posición cuando se tiene a uno de esos monstruos a sólo pocos pasos de distancia, sí es difícil conservar la sangre fría si se sospecha que ronda por ahí un tercer monstruo, que será casi invisible a nuestros ojos, en tanto que nosotros no lo seremos a los suyos. Nuestros exploradores no sólo hicieron eso sino que, en su mayoría, volvieron sanos y salvos, y nos han proporcionado información inestimable. En primer lugar, Bermudo no está en los alrededores. Sabe Dios qué fue de él; sin embargo, con toda seguridad decidió volver a mantenerse al margen de esta guerra. Mi amigo Méntor, el Drake, trató con él en una ocasión. Parece ser que Bermudo no se crió entre los de su especie, sino entre humanos. Esto suena increíble, pero cosas más extrañas suceden a veces. Tal vez un grupo de gente halló abandonado el huevo del que saldría Bermudo, o la cría recién nacida, y la tomó a su cuidado. No sé. Pero el caso es que se crió entre humanos. Al llegar a cierta edad, advirtió cuán diferente era de éstos, y buscó a los de su raza; pero entre ellos tampoco se sintió del todo cómodo. Eso explica que en esta guerra comenzara manteniéndose aparte. ¿Por qué no persistió luego en esta postura? Es simple especulación, pero supongo que, sintiéndose solo, hizo un nuevo intento por encajar entre los Wurms, el cual consistió en tomar partido por éstos durante el reciente ataque a esta ciudad. Fue un intento muy tibio ya que, por lo que sé, se limitó a tomar el islote en medio del río y desde allí rugir en son de desafío. Su capacidad para confundirse con el medio que lo rodea, haciéndose prácticamente invisible, pudo ayudarlo a entrar en la ciudad y a segar muchas vidas humanas. Si no lo ha hecho, es porque no tenía intención de hacerlo.

       -O quiere que creamos eso para que nos descuidemos-objetó Tancredo de Cernes Mortes.

      -Eso, por supuesto, es posible. Sin embargo, un hecho seguro es que no está en las cercanías. Nuestros hombres recorrieron grandes trechos, registraron una amplia zona. Por invisible que logre volverse, una criatura de ese tamaño es todo, menos sigilosa. Además, deja huellas. El profesionalismo de los exploradores enviados está fuera de toda duda; si ellos no han oído, olido ni visto señas de la presencia de Bermudo, es que Bermudo no está.

       Dunnarswrad se irguió con orgullo en su sitio, ya que los exploradores eran hombres bajo su mando, la mayoría de los cuales se había ofrecido voluntariamente para la misión. Su admirable valor los había hecho acreedores al honor de la Caballería, que les sería concedido por Eyjolvson, según éste, en cuanto se conjurara la amenaza representada por aquellos dos Jarlewurms que eran el tema de aquel Consejo.

      -Ahora bien, gracias a los informes de nuestros exploradores, sabemos que los movimientos de estos dos ejemplares son bastante predecibles. Se alimentan siempre en los mismos sitios, sus abrevaderos son siempre los mismos y, lo más importante, eligen siempre el mismo sitio para recogerse a dormir-prosiguió Thorstein Eyjolvson-. Frente a vosotros, en la mesa, encontraréis mapas en los que, en un círculo, figura marcada la posición de nuestros dos amigos Jarlewurms- los hombres se incorporaron a medias y desplegaron los rollos de pergamino que, distribuidos a razón de uno cada cuatro personas, había en la mesa-. Hasta donde sabemos, los Jarlewurms suelen tenerse mutua desconfianza: duermen en grupos separados unos de otros y se turnan para montar guardia durante la noche, ya que cada uno de estos grupos teme ser atacado por otro. Como estos dos que nos ocupan no tienen en este momento ese problema, esperaba y deseaba hallarlos separados y desconfiándose uno del otro. pero no. Están juntos y sólidamente aliados. ¿Y sabéis por qué?: porque nos temen. Ahora saben que podemos ser para ellos tan peligrosos como ellos para nosotros.

       Eyjolvson hizo otra pausa, como para que cada hombre, en su interior, tuviera tiempo de mirar hacia abajo para ver cuánto había ascendido y lo acometiera el vértigo.

      -Tal vez no nos teman a todos, sino sólo a uno de nosotros, señor-arriesgó Landelino de Urifernia, Caballero del Viento Negro, en tono pesimista. Y como si esta opinión fuese una orden, casi todas las miradas convergieron en el hombre situado a la izquierda de Dunnarswrad: un sujeto casi tan alto como éste, pero mucho menos corpulento, prematuramente calvo y de rostro huesudo, tosco y reflexivo, llamado Maarten Sygfriedson.

       -Yo no creo eso-rebatió Maarten, incómodo.

      El Día de la Gehenna, Maarten, casi solo, había dado muerte al siniestro Jarlwurm conocido como Talorcan el Negro: una hazaña increíble que lo había puesto en boca de todos y que jamás sería igualada, al menos en el transcurso de aquella guerra. Desde entonces, todos parecían olvidar que hablaban de alguien que había sido un simple palafrenero muy sufrido por incontables burlas generadas por su fealdad física... Ahora todos querían ser Maarten el Bravo, como se lo conocía desde aquella proeza única.

      Pero él estaba cansado, molesto y enfadado. De nada valía que dijera no saber cómo lo había logrado y manifestara serias dudas respecto de poder repetir la hazaña, de nada valía que hablara de milagro antes que de méritos propios. Lo admiraban, lo idolatraban hasta límites irracionales. Maarten creía poco en glorias personales, había visto a varios ser elevados a pedestales para luego ser rápidamente derribados de éstos; y lo único que quería era que los Wurms fueran vencidos de una vez. por todas.

      -Yo sí lo creo-intervino Edgardo de Rabenland-. Temen a quien mató a Talorcan. Pero no creo que recuerden quién fue, porque para ellos un hombre seguramente es igual a otro como para nosotros una hormiga es igual a otra; de modo que en la práctica nos temen a todos. Nuestra tarea ahora es demostrarles que tienen razón en temernos.

      -Muy bien expuesto-aprobó Thorstein Eyjolvson-. Esta noche no habrá luna. Tendremos mucha oscuridad, y esto nos vendrá que ni pintado para contar a nuestros buenos amigos Jarlewurms una historia de terror. Seremos para ellos como monstruos de ésos que los niños imaginan que vendrán a buscarlos en las sombras. Y como para garantizar que el Señor estará con nosotros, utilizaremos contra ellos una variante de la estrategia que Gedeón empleó contra los madianitas en el Valle de Esdrelón. Necesitaremos, una vez más, de los exploradores; pero éstos ya no estarán tan expuestos al peligro. El plan sería el siguiente...

      En breves palabras explicó su idea; tras lo cual calló y miró a los hombres, invitándolos tácitamente a emitir su opinión.

       -Muy riesgoso-gruñó Tancredo de cernes Mortes-. Sería mejor hacer un cerco de catapultas en torno a esos dos Jarlewurms.

      -Transportarlas hasta allí sería el primer problema, con las ruedas de las máquinas atascándose en la nieve-discutió Thorstein Eyjolvson-. El segundo es que necesitaríamos tantas, que no podríamos sacar las que hay en la ciudad, dejando a ésta indefensa. Tendríamos que construir otras especialmente, lo que llevaría tiempo. El tercer problema es similar: necesitaríamos muchos hombres, y no vale la pena, por sólo dos de esos monstruos; muchos otros, sin duda, están a la espera del momento propicio para atacar Drakenstadt. Por último, me encantaría saber cómo haríamos para acercarnos por sorpresa a los Jarlewurms llevando toda esa maquinaria. ¡Ni siendo brujos!...

      -Y ésa es área cubierta de bosque. Derribaríamos más árboles que Jarlewurms-añadió Dunnarswrad.

      -Aun así...-rezongó Tancredo de Cernes Mortes.

      A veces aquel hombre, por casualidad, decía algo sensato; como cuando había insistido en que las murallas meridionales precisaban ser reforzadas. Pero el problema era que, como siempre estaba en contra de cualquier propuesta de sus adversarios políticos, fuera necia o sabia, y ello en un momento en que era preciso dejar de lado las intrigas, muy pocos se tomaban la molestia de evaluar cuán sabios o necios eran los consejos de él. En este mismo momento, su terquedad estaba haciendo que varios amenazaran levantar presión.

      -Tancredo, yo estaría allí, compartiendo el peligro con nuestros hombres. No iríamos a una misión suicida, sino a una que tantas posibilidades tiene de salir bien como de salir mal. El factor suerte siempre es importante, y éste puede sernos adverso en esta ocasión, como en cualquier otra. Pero si vamos a quedarnos de brazos cruzados hasta no tener la seguridad de que todo irá bien, mejor abandonemos la lucha, dejemos que los Wurms destruyan la ciudad y muramos cómodamente bebiendo vino en la taberna más próxima-dijo Thorstein Eyjolvson, ahora sí en vías de impacientarse seriamente.

      -Pero el deber de todo buen líder es...-comenzó Tancredo de Cernes Mortes; pero Dunnarswrad ya estaba saturadísimo y con ganas de destriparlo.

      -Ah, a la mierda con tanto palabrerío inútil, ¡A VOTAR!-exclamó, malhumorado.

      -¡Sí!-aprobó entusiastamente Edgardo de Rabenland, quien no simpatizaba con el medio ogro, pero que ahora lo hubiera besado-. Propongo que el plan se lleve a la práctica, y recabo el honor de estar entre quienes lo ejecuten-añadió, incorporándose sin vacilar.

      -¡Y YO SECUNDO LA MOCIÓN Y ME OFREZCO TAMBIÉN COMO VOLUNTARIO!-bramó Dunnarswrad, poniéndose de pie y aporreando la mesa con su gigantesco puño. La madera crujió como quejándose de aquel maltrato. frente a Dunnarswrad, Tancredo de Cernes Mortes temblaba tanto como la mesa.

      -¡BIEN DICHO! ¡YO TAMBIÉN!-exclamaron casi todos los restantes miembros del Consejo, saltando de sus sillas en su eufórica prisa por dar a al menos dos de los Jarlewurms de su propia medicina.

      Ay, ay, ay... Qué dulce te parecería en este momento un sorbo de vinagre luego de tan mal trago, ¿eh, gusano?, pensó Edgardo de Rabenland, sonriendo con maligna satisfacción al ver la cara de Tancredo de Cernes Mortes. El Gran Maestre de la Doble Rosa parecía a punto de estallar de ira, pero hacía tan obvios esfuerzos por reprimirse, que se habría dicho de él que estaba sentado, no a la mesa de un Consejo de Guerra, sino en el retrete, con estreñimiento.
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publicado por ekeledudu a las 13:49 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
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SOBRE MÍ
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Eduardo Esteban Ferreyra

Soy un escritor muy ambicioso en lo creativo, y de esa ambición nació EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO, novela fantástica en tres volúmenes bastante original, aunque no necesariamente bien escrita; eso deben decidirlo los lectores. El presente es el segundo volumen; al primero podrán acceder en el enlace EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO I: INICIO. Quedan invitados a sufrir esta singular ofensa a la literatura

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