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¡Sorpréndeme!
EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO II
La segunda parte de la más extraña trilogía de la literatura fantástica, publicada por entregas.
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01 de Junio, 2011    General

XCIX

XCIX

      Ahora bien, a la mañana siguiente, frisando el mediodía, se vio venir del Este lo que parecía una especie de caravana. Esto era raro, porque el comercio estaba paralizado en prácticamente toda Andrusia debido en parte a los Wurms y en parte a los Landskveisunger; de modo que tanto carromato forzosamente llamó la atención.

      -Esto hay que investigarlo-decidió Balduino, dirigiéndose a todos sus hombres, ocupados en ese momento en la construcción de la catapulta de turno-. Detendremos esa caravana hasta averiguar quién es esa gente y adónde se dirige. No pudiendo demostrar que sean malhechores, les dejaremos continuar su camino, pero hasta entonces los demoraremos tanto como sea necesario. Os quiero a todos preparados por si hubiera lucha.

      Y mientras sus hombres se armaban convenientemente, Balduino fue a las caballerizas y sacó a Svartwulk debidamente ensillado.

      -¿A dónde vas?-preguntó Anders.

      -A ningún lado, pero si pretendo que esas personas me obedezcan, tengo que impresionarlos de algún modo. Zaparrastroso y de a pie, no voy a conseguirlo-contestó Balduino-; así que más vale que monte y confíe en que la soberbia estampa de Svartwulk haga olvidar mi deplorable aspecto.

      Y ya sobre la montura y en el camino, esperando que la caravana llegara hasta él, ordenó:

      -Ulvgang, Kehlensneiter: quedaos cerca por si os necesitara.

      Tarian buscó con su mirada la de Balduino y éste hizo un suave asentimiento con la cabeza. El hijo de Ulvgang se situó un poco más atrás de Kehlensneiter. Seguía siendo difícil confiar en este último, y Balduino prefería tener a Tarian vigilándolo.

      -Egipcios...-identificó el pelirrojo en un murmullo cuando la caravana estuvo más cerca y fueron ya muy visibles los rostros morenos y las ropas de colores chillones y más bien holgadas.

      -Por Dios, ¡son feísimos!-exclamó Andrusier-. Hasta nosotros por belleza parecemos príncipes al lado de ellos.

       -Cállate, bestia-ordenó Thorvald, mientras Balduino reflexionaba que aunque los egipcios no fueran exactamente la raza más bella del mundo, era muy optimista de parte de Andrusier afirmar que, a su lado, él tenía apostura principesca.

      En realidad, Balduino hasta ese momento había visto egipcios sólo de lejos, y al tenerlos cerca sintió emociones complejas. En los ojos de ellos leyó muchas cosas que, por alguna razón, a la vez le gustaron y le inquietaron. Se preguntó si no estaría prejuzgando. Los egipcios tenían muy mala fama; se decía que siempre robaban lo que podían, niños inclusive. Por los días en que Balduino iba a ser armado Caballero, un grupo de ellos había acampado cerca de una de las tantas guaridas de la por entonces proscrita Orden del Viento Negro, generando gran polémida entre algunos oficiales de la misma, que no sabían qué hacer con aquellos potenciales delatores. Balduino no había tenido mejor idea que proponer una solución extrema basándose en los rumores que acusaban a los egipcios de amigos de lo ajeno; y tan terrible fue la reacción de Benjamin Ben Jakob ante tal propuesta que el pelirrojo, por primera vez, tuvo miedo de su mentor. Por suerte entre la oficialidad del Viento Negro muchos habían discurrido ideas igualmente drásticas, y el señor Ben Jakob, rebatiéndolas -combatiéndolas- no tardó en olvidar el desatino propuesto por su discípulo favorito, aunque no sin amonestarlo previamente por dar crédito anticipado a rumores y prejuicios.

      -Los egipcios son todos ladrones de la misma manera que los judíos somos todos asesinos de Cristo-había dicho Benjamin Ben Jakob-. No hay por qué aceptar una cosa sin aceptar que la otra también sea posible. Decide entonces de qué lado prefieres estar.

      -Del vuestro, siempre.

      -No se hable más del asunto, entonces.

      Balduino recordaba todo el asunto como si hubiera sucedido el día anterior, y estaba más que dispuesto a hacer buena letra. Sin embargo, no era tan sencillo como parecía. Para empezar, intentar comunicarse con los egipcios fue ímproba tarea desde el principio. Ni bien la caravana estuvo lo bastante cerca, los seis perros de Hundi salieron disparados hacia ella, como uno solo, a correr tras caballos y ruedas. Ni qué decir que quedaron fascinados con el entretenimiento, que duró poco, porque enseguida Balduino salió al paso del cerromato que iba en cabeza y lo forzó a detenerse, a ése y a los que venían siguiéndolo. Los perros entonces recorrieron la fila de carromatos detenidos, sin dejar de ladrar, como exigiendo que se reanudara la marcha, hasta que por fin se situaron junto a Balduino y, por consiguiente, también junto a Svartwulk, sobre cuya montura seguía el pelirrojo. Como siempre, el corcel pareció arder en deseos de silenciar a la jauría a fuerza de coces.

      Con este escenario como fondo, se produjo una situación bastante tensa a medida que los egipcios iban saliendo de los carromatos y se descubrían rodeados por los hombres de Balduino. De un lado y del otro había mayoría de armas al cinto: hojas cortas como dagas cuhillos, en cuyas empuñadura descansaban las diestras. En torno a ambos bandos palpitaba un clima hostil que creó la certeza de que aquel encuentro terminaría en matanza.

      Mientras tanto, el egipcio que al parecer lideraba el grupo se esforzaba por entender a Balduino y a su vez hacerse comprender. Estaba más que dispuesto al diálogo; sabía perfectamente que su tribu, en la opinión pública, cargaría con toda la responsabilidad por lo que pudiera suceder.

      -Yo José-declaró cuando el pelirrojo, tras presentarse, le ordenó identificarse.

      -¿José qué?-preguntó Balduino.

      -¿Eh?

      -Que cuál es vuestro apellido.

      Evidentemente, el tal José seguía sin entender qué se le preguntaba ya que, tras pensarlo un poco, respondió:

      -Vamos Drakenstadt.

      Sí que se complicaba la comunicación, pero como la disposición al diálogo de José parecía excelente, Balduino creía que hallarían la forma de entenderse. Para su desgracia, en ese momento otro egipcio, con mucho mejor dominio del idioma y mucho menor dominio de sí mismo, avanzó hacia el pelirrojo: un individuo flaco aunque bien formado, de piel más tostada que los otros y mirada turbulenta.

      -Pues mira, señor Caballero-dijo agresivamente-: primero tienes que probar que eres quien dices. Pero aunque lo seas, sabe que un gayané va adonde quiere.

      Por pedante que fuera la frase, a aquel egipcio le nacía directamente del corazón; y también de corazón estaba a punto de responder Balduino que en ese caso más valía que un gayané quisiera ir a la cárcel, pues allí exactamente terminaría, cuando intervino José, conciliador:

      -¡Santiago!...-reprendió al otro egipcio; y volviéndose hacia Balduino, suplicó:-. Tú disculpa hermano, señor, ¿sí?

      -Hermano disculpado-accedió Balduino, benévolo.

      Pero Santiago no estaba muy dispuesto a dejar las cosas así, y Balduino descubrió de repente que aquel hombre le era sumamente antipático aunque, en realidad, sólo José entre toda aquella gente le caía de verdad bien. El resto miraba demasiado furtivamente, intercambiando miradas de complicidad siniestra y por lo visto más de acuerdo con la postura belicosa de Santiago que con la pacifista de José.

      -Y ahora, fulano, te haces a un lado y nos dejas pasar, que el camino es tan nuestro como tuyo, por más que desde lo alto de tu caballo nos mires como si fuéramos bosta.

     A la nueva provocación siguió una nueva reprimenda por parte de José, y los dos hermanos se pusieron a discutir en su incomprensible lengua. Balduino, entre tanto, se apeó para que Santiago no repitiera que se lo miraba como a un montón de bosta desde lo alto de la montura. Aquel egipcio se estaba comportando como un niño respondón y malcriado, y Balduino no pensaba tolerárselo pero, por lo demás, estaba sereno.

      -Santiago...-murmuró, plantándose ante éste. Y Santiago dejó de discutir con su hermano y lo miró; y entonces, ante la sorpresa general, Balduino lo derribó de un directo al mentón.

      -A ver si así aprendes modales, que otro noble, en mi lugar, te encerraría en una mazmorra para que te pudrieses en ella-dijo con severidad-. Si no lo hago es por consideración a tu hermano y porque en otro tiempo yo era tan desagradable como tú. También a golpes fue que aprendí un poco de humildad. trata de que no sean necesarios otros correctivos... Por tu propio bien.

      Tendido en el suelo cuan largo era, Santiago miraba con rencor a Balduino, pero la expresión de sus ojos se ablandaba a la vista de la mano que Balduino le ofrecía amistosamente para ayudarlo a levantarse. No tuvo tiempo de hacer nada. Sobrevino el caos cuando otro egipcio arremetió contra Balduino. Kehlensneiter y Ulvgang estaban a punto de detenerlo, pero, inesperadamente, se les adelantó nada menos que Terafá. Andando de aquí para allá, el cerdo al parecer había sentido necesidad de estar con su amo; y al ver que éste era atacado, su reacción fue digna de un demonio. Derribó al agresor y lo mordió en la pierna, y sus colmillos perforaron sin piedad el cuero de la bota. Algunas egipcias chillaban  algo de que un jabalí atacó a Lisandro; y entonces varios hombres de ambos bandos decidieron intervenir. Hasta ese momento, la sorpresiva y furiosa acometida de Terafá había alelado, no sólo a los hombres de José, sino también a los de Balduino. Que el cerdo aquél era bravo, ya lo sabían, pero no imaginaban que lo fuera tanto.

       Entre Balduino, Anders y Ursula separaron a Terafá de su víctima, a la que el combativo cerdo llevaba a la rastra, mientras HonneyAndrusier y los Björnson evitaban que los egipcios se involucraran y convirtieran al animal en embutidos. Y en medio de todo el revuelo, se oyó de repente un alarido jubiloso:

      -¡Anders!... ¡Prátar!...

      Anders, atónito, alzó la vista al oir aquella palabra familiar para él, una palabra que en dialecto gayané (aunque para él era simplemente lengua egipcia) significaba hermano.

      Saltamontes!...-exclamó alborozado, corriendo hacia un egipcio uno o dos años mayor que él, esbelto, ágil y con una gran dentadura muy blanca que destacaba en el rostro de piel morena, e intercambiando con éste risas, saludos y abrazos.

      Alrededor de ambos muchachos, la multitud que, dividida en dos bandos, había estado a punto de generar una carnicería momentos atrás, miraba aquella escena sin comprenderla. Por el lado egipcio, sin embargo, algunos empezaron a tejer quién sabía qué conjeturas, y de a poco se iban relajando. En cuanto a Balduino, creía enterarse, por fin, de con quién había ido de parranda Anders mientras él velaba las armas la víspera de ser armado Caballero. Aquella noche, los egipcios todavía acampaban cerca de la guarida de los Caballeros del Viento Negro con los que estaba Balduino; y el señor Ben Jakob -por cuya boca se había enterado el pelirrojo, el pasado enero, de aquella trapisonda de Anders- había manifestado ya sospechas, por no decir temores, de que el joven escudero hubiera estado ventilando secretos entre los egipcios.

       Y volvemos a encontrar aquí al mismo grupo. Qué pequeño es el mundo, pensó Balduino, mientras Anders y su amigo egipcio seguían palmeándose las espaldas e intercambiando abrazos entusiatas.

      Finalmente, ambos se acercaron a Balduino.

     -Permíteme que te presente al señor Balduino de Rabenland, el amo a quien tengo el honor de servir, y mi mejor amigo, además-dijo Anders el muchacho egipcio-. Balduino, éste es mi amigo, El Saltamontes.

     El apodo del joven egipcio era decididamente adecuado, dadas sus largas piernas y su extraño andar, en el que luego de tres o cuatro pasos elásticos venía un gran brinco para retomar la marcha normal, al principio un poco más acelerada, antes del siguiente salto.

      -¡Anders!...-exclamó risueño El Saltamontes-. ¡Siempre sirviendo a amos pelirrojos, tú!... Qué bueno que te sacaste de encima al otro, al antipático.

      Era obvio que al conocerse él y El Saltamontes, Anders había hecho a éste una pésima publicidad de Balduino, a quien miraba ahora de reojo, con mucho embarazo. Al verlo reír, divertido de aquella metida de pata por parte del joven egipcio -quien no advertía que tenía enfrente al antipático-, él mismo sonrió, mientras continuaban las presentaciones por parte de ambos bandos, que parecían haberse puesto tácitamente de acuerdo para olvidar que habían empezado relaciones con el pie izquierdo y comenzar de nuevo.

       Pero este reinicio no dejó de tener matices extraños y preocupantes, ya que El Saltamontes fue de los pocos que se comportó de manera natural y espontánea. Curiosamente, otro que a partir de allí se desenvolvió con naturalidad fue Santiago. Este, por lo visto, era un amargado: su semblante permaneció sombrío y hosco en todo momento. Sin embargo, cuando Balduino estrechó su mano creyó ver en él buena voluntad para a duras penas contenerse y deponer hostilidades, y nada más. Por poco impática que resultara tal actitud, al menos era coherente con lo que parecía ser la verdadera personalidad de Santiago.

      José, en cambio, se comportó de un modo ciertamente raro, comenzando por el hecho de que volvió a presentarse, y de un modo un tanto diferente esta vez:

      -Yo José-anunció-, Conde del Alto y Bajo Egipto.

      Balduino no permitió que su rostro se alterara ni traicionara sus pensamientos más íntimos. Pero si José era Conde, él bien podía ser el Papa. ¿A qué venían de repente esas fanfarrias nobiliarias?

      -Ya conocéis hijo mío mayor, Uriel-añadió, y El Saltamontes, a quien señalaba con la mano, dio un paso adelante e inclinó cortésmente la cabeza para que quedara el claro que se estaba refiriendo a él-. Este el menor: Emmanuel.

      Emmanuel era un muchachito de unos catorce años, bastante parecido físicamente a su hermano El Saltamontes pese a llevar el cabello algo más corto, pero decididamente muy distinto en actitud. Al ser presentado a Balduino se puso muy nervioso, y en vez de estrecharle la mano como informalmente hicieron todos los demás, él hincó rodilla en tierra.

      -Mi señor...-murmuró, con una devoción digna de un Caballero ante un rey noble de corazón y no sólo en virtud de la sangre.

      -Pero muchacho, ¡levántate!-exclamó Balduino, turbado por tanta inexplicable y exagerada pleitesía.

      -Nosotros permiso a vos pedimos-dijo José, siempre con esa habla un tanto enrevesada-. Permiso para quedar dos, tres días aquí, ¿no?

      -Desde luego. Permiso concedido-replicó Balduino.

      No quería malquistarse con amigos de Anders sin conocerlos bien, pero la verdad era que aquellos egipcios olían cada vez más raro. Todos ellos se veían frescos, cosa que no habría sucedido si hubieran estado marchando toda la noche. Por lo tanto, habían pernoctado durante las horas de oscuridad y reanudado viaje al despuntar el día, como era normal. Disponían de varias horas de luz para seguir viaje;¿y ya pensaban acampar de nuevo? ¿Y en un sitio desolado como Freyrstrande? ¿Qué se traían entre manos aquellos tipos? Convenía averiguarlo. Más allá de su fama de ladrones, era dudoso que egipcios o cualesquiera otras gentes se detuvieran en comarcas como aquéllas expresamente para robar, ya que de lejos se veía que el botín sería magro.

       Todavía daba Balduino vueltas sobre el asunto, intrigado, cuando Anders, más misterioso aún que todos aquellos egipcios juntos, se lo llevó aparte.

      -Verás-susurró-. El Saltamontes se ha enterado de que soy el señor de estas tierras...

      -¿Ajá? ¿No me digas?-preguntó Balduino, sonriendo con falsa inocencia-. Qué cosa, ¿no? Y dime: ¿por qué medios crees que pudo tu amigo El Saltamontesenterarse tan rápido de tu vertiginoso ascenso a la baja nobleza?

       -Se lo dije yo-gruñó Anders a regañadientes, molesto por el tono burlón del pelirrojo.

      -Pero qué rápidos progresos haces. Qué pena que asumas tu condición de señor de estas tierras sólo cuando de darse aires ante tus amigos se trata, sin embargo.

      Anders se impacientó.

      -Balduino, quedamos en que me esforzaría por hacerme cargo de mis deberes, y estoy cumpliendo-dijo-. Que por ahora esos deberes no sean muy exigentes, no es culpa mía. Pero el caso es que El Saltamontes me pide ahora que lo lleve a recorrer mis dominios. Y nosotros estábamos trabajando en la nueva catapulta, así que no sé qué contestarle.

      -Pero mi señor, haced a vuestro antojo, que gente de nobilísima estirpe como la vuestra no debe mezclarse con gentuza de nuestra laya...

     -Balduino, ¡hablo en serio!...-exclamó Anders, enojado-. Sabes que jamás renegaría de ti, ni de nuestros hombres. Vengo a pedirte permiso, y tú...

      -Calma, Anders, calma. Sí, lo sé, sólo bromeo, pero tú mismo te lo buscas, si andas ufanándote de esa manera frente a tu amigo El Saltamontes... Por supuesto que puedes mostrarle tus dominios, Kvissensborg incluido; pero llévalo a visitar las mazmorras y haz mucho hincapié en que nadie que haya ingresado allí volvió a salir vivo, por más que esto último no sea cierto.

     -¿Y para qué?-preguntó Anders, asombrado; y cuando súbitamente se hizo la luz en su mente, añadió con enfado:-. Espera un momento. Tú quieres que le muestre las mazmorras como a modo de advertencia, ¿no?, para que sepa qué le espera si no se comporta debidamente. Pues déjame decirte que El Saltamontes es una persona decente, jamás traicionaría mi confianza. Y tú te dejas llevar por el prejuicio. Me encantaría saber qué pensaría el señor Ben Jakob si te oyera hablar así.

      -Anders... Pareces conocer muy bien a este tal Saltamontes, ¿no?... Dime, entonces: ¿durante cuántos años lo trataste, que confías tanto en su lealtad?

       -Oh, bien...-gruñó Anders-. Sólo una noche-añadió de mala gana.

      -Por supuesto...-sonrió Balduino-. Fue la noche que pasé velando mis armas. Cuando vino aquí, el señor Ben Jakob contó que te habías ido de jolgorio por ahí, y que ni enterarse prefería de dónde estuviste entonces. Había egipcios cerca de nuestro campamento por esos días; estos egipcios, de hecho. Así fue como conociste a este muchacho, El Saltamontes, ¿no?

       -Ufa, ¡sí!-admitió Anders-. Pasamos esa noche con unas chicas.

      -Viniendo de ti no me sorprende, galancete, pero lo que ahora importa es que por una noche que hayas pasado con una persona no puedes evaluar su carácter, aunque sí hacer deducciones al respecto. Y encima hace más de tres años de esto...Pero tranquilízate, que tu amigo El Saltamontes me cayó muy bien, y no encuentro motivos para recelar particularmente de él... Su padre, sin embargo, es otro cantar.

      -Explícate.

      Y Balduino entonces habló de todo lo que le había llamado la atención, fundamentando los motivos de su recelo. Y mientras tanto, Anders y él se paseaban de aquí para allá, a cierta distancia de los carromatos egipcios.

      -No sé, Balduino, ¿por qué dudar de la palabra de José? Si él dice ser conde, quizás lo sea-objetó Anders.

       -Incluso en el remoto caso de que alguna vez lo haya sido, puedes contar con que ya no lo es más. Con todos los años que debe llevar peregrinando lejos de su tierra natal, alguien le habría usurpado el título aprovechando su ausencia. Un barón lo es realmente cuando ejerce dignamente los deberes que implican su condición, es decir, quedarse en su sitio y gobernarlo sabiamente. Este José es más vulgar que todos los perros de Hundi juntos, te lo aseguro.

      -Aunque así sea, ¿qué? Tal vez sólo quiso impresionar.

      -Eso es posible, en efecto. Mi propio aspecto cuando le salí al cruce era más el de un malhechor que el de un Caballero. Ahora bien, ante un malhechor uno no se jacta de una posición ventajosa o elevada, no sea que se lo secuestre para exigir rescate. Pero puede que al confirmar yo mi condición de Caballero, José no haya  querido ser menos, y se haya conferido un título nobiliario que, en realidad, esté muy lejos de tenr. Santiago, su hermano, es muy orgulloso; tal vez José lo sea también, a su manera. Como sea, mejor sondear un poco a esta gente. Haz como te digo; tal vez El Saltamontes no necesite que nadie le muestre las mazmorras a modo de advertencia, pero quizás cuente lo que vio a otros que sí precisen ser llamados a obrar rectamente. De todos modos, invitaré a José a almorzar con nosotros... Si consigo que sea Ursula quien cocine, naturalmente, que tampoco es cuestión de exterminar a estos egipcios con ayuda de los mejunjes de Varg. Y durante el almuerzo veré qué puedo sonsacarle a nuestro Conde del Alto y Bajo Egipto.

      -Balduino, con todo respeto: haré lo que ordenes, pero ¡qué ganas de preocuparte por nada!...-exclamó Anders, meneando la cabeza-. Pese a su mala fama, los egipcios son un pueblo amable, ¡y tendrías que ver a sus mujeres!... ¡Las más bellas y dulces que puedas imaginar!...

      Intenta recordar que ahora estás casado, iba a decir Balduino. pero no hubo tiempo: en ese momento, de uno de los carromatos salió una vieja horrible, gritando malhumorada quién sabía qué herejías en su idioma, y acercándose a uno de varios niños que jugaban juntos, lo tomó por el brazo y lo zamarreó con entusiasmo digno de mejor causa.

       -Las más bellas y dulces que pueda imaginar... Ya veo-concluyó Balduino, risueño.
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publicado por ekeledudu a las 15:01 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
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SOBRE MÍ
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Eduardo Esteban Ferreyra

Soy un escritor muy ambicioso en lo creativo, y de esa ambición nació EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO, novela fantástica en tres volúmenes bastante original, aunque no necesariamente bien escrita; eso deben decidirlo los lectores. El presente es el segundo volumen; al primero podrán acceder en el enlace EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO I: INICIO. Quedan invitados a sufrir esta singular ofensa a la literatura

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