XX
Balduino notó que Osmund se hallaba en una situación delicada y apresuró el ascenso tanto como pudo; pero, sabiendo que para salvar al adolescente tenía primero que mantenerse vivo él, evitó que la prisa lo empujara a las imprudencias.
Osmund estaba desesperado de veras. Todo su cuerpo contracturado, acalambrado y lleno de raspones pendía ahora sólo de sus dos manos, una de las cuales se hallaba casi convertida en garra para poder arañar la saliente ridículamente pequeña a la que sus dedos se sujetaban como garfios. Sus pies no hallaban dónde apoyarse. Tanteando en busca de suelo firme, piso una piedra afortunadamente menuda que cayó desviándose una y otra vez de su trayectoria a medida que hallaba obstáculos en su descenso. Subestimando la capacidad de las cosas para salir mal, Balduino consideró que la piedra estaba lejos de él, y no se inquietó por ella. En eso, la piedra chocó contra una gran roca y se desvió una vez más, impactando con sublime puntería en la mejilla del pelirrojo, quien soltó un quejido, pese a su intención de no hacer ruidos que pudieran sobresaltar a Osmund. Ahí notó éste que alguien venía tras él, y no supo quién; pero no le costó intuirlo.
-¡Ayúdame!-suplicó, tuteando a Balduino, a quien en ese momento sentía como un hermano.
-¡En eso estoy, cálmate!-contestó Balduino, ignorando la sangre que fluía por su mejilla-. ¡Aguanta, que ya llego!
Trepó todavía más de prisa, ya sin preocuparse demasiado de su propia integridad física. La pedrada, ciertamente, la había demostrado de qué poco valían a veces todos los esfuerzos por resguardarla; pero ante todo le había enseñado la Ley de Murphy alrededor de un milenio antes de que se la formulase oficialmente. Y con ácido y negro sentido del humor, se le ocurrió que, si él seguía demorándose, Osmund terminaría cayendo y matándose, tal vez arrastrando a su frustrado rescatista; de modo que mejor llegar hasta él y sostenerlo, así directamente caían juntos. Hallándose con sueño y frío, obligado a ignorar ambas cosas, malhumorado y herido en la cabeza de una absurda e involuntaria pedrada, que no le pidieran que, encima, entonase un Aleluya.
-Te tengo-dijo, alcanzando a Osmund y rodeándolo con su brazo. La cintura del adolescente estaba en ese momento a la altura de los hombros del pelirrojo-. Voy a aflojar un poco el abrazo. Ve deslizándote de a poco hacia abajo, buscando afirmarte con manos y pies. Cuando estés seguro, me avisas y te suelto, pero no te apresures. Puedo sostenerte todavía un buen rato, y es mejor tomarse las cosas con calma antes que arruinarlas con una metida de pata que podría ser la última, ¿de acuerdo?
-Sí, señor Cabellos de Fuego.
-Otra cosa-continuó Balduino, mientras empezaban a poner en práctica el plan-: si lo deseas, puedes matar al grifo que se llevó a tu padre, no te arrebataré el desquite; pero iré contigo. Piensa bien, además, si deseas hacerlo. El caso es que en la madriguera encontraremos los restos de tu padre... en un estado inenarrable. Puede que ésa sea la parte más terrible; de modo que, si no quieres, no sigas adelante. Yo haré el resto por ti.
Osmund tragó saliva.
-¿En un estado inenarrable, señor Cabellos de Fuego?
-Medio devorado por el grifo... Y por su prole, si es que se trata del ejemplar que creemos: una hembra que quedó preñada fuera de época y que ya debe haber parido. La preñez la había vuelto una cazadora mediocre, subsistiendo a base de carroña y presas fáciles. Ahora, hambrienta y con crías que alimentar, será peligrosísima.
-Ya está, podéis soltarme-informó Osmund, al sentirse firmemente a la pared rocosa-. No es que yo quiera hacer esto, señor; pero creo que debo hacerlo.
Entonces iremos juntos-contestó Balduino, soltándolo-. Algo más, Osmund: mata a la madre, pero respeta las vidas de las crías. No son monstruos, sino seres que luchan para subsistir, como tú o como yo. Y las necesito: trataré de domesticarlas.
-¡Domesticarlas!-exclamó Osmund. Sabía que al señor Cabellos de Fuego le gustaban los animales, pero aquello parecía demasiado-. Como digáis, señor-concluyó humildemente. Aquel hombre tal vez tuviera murciélagos en la azotea, pero acababa de salvarle la vida, a pesar de sus buenas razones para ni siquiera venir.
-En la lucha por la supervivencia, a veces es bueno convertir a los enemigos en aliados frente a un adversario aun peor. Y de esto se trata, de la lucha por la supervivencia-dijo Balduino; y no estando muy seguro de no haber dicho una gansada descomunal, prefirió no añadir nada más.