XXI
Con mucha cautela, Balduino y Osmund treparon hasta alcanzar el rellano frente a la madriguera de la hembra cuya búsqueda los había llevado hasta allí. La fiera no advirtió la presencia de los intrusos, indicios, o bien de que se hallaba fuera de su guarida o bien, por el contrario, de que la caverna era amplia y la bestia con su progenie se hallaban lejos de la entrada. machos adultos, por supuesto, no los había. Los grifos tienen un solo enemigo natural, el hombre, con el que al parecer tuvieron poco contacto en tiempos remotos, cuando ambas especies eran nuevas en el mundo; y desde aquellas épocas ancestrales, subsistió la costumbre de que macho y hembra se mantuvieran juntos sólo hasta el alumbramiento, luego del cual la flamante madre espanta a picotazos a su compañero, temiendo por instinto que éste sea una amenaza para las crías.
-La hembra está adentro-decidió Balduino.
-¿Cómo podéis estar tan seguro?-objetó Osmund.
-Lo sé, sencillamente.
Tal vez sonara como un tonto que trataba de hacerse el misterioso, pero Balduino prefería no recordarle a Osmund que nada obligaría a la hembra a abandonar su madriguera, disponiendo aún de restos de comida del día anterior.
-¿Estás seguro de que no prefieres que me ocupe yo solo de esto?-preguntó.
-Sí, señor Cabellos de Fuego-contestó Osmund.
-Como quieras-replicó Balduino, desprendiéndose del morral que traía consigo, y buscando entre las jabalinas que traía en él hasta encontrar una antorcha apagada, yesca y dos trozos de pedernal-. Sabes, no es conveniente dejarse cegar por el sentimiento, sea cual sea éste, y menos si se va al encuentro del enemigo. Fuiste muy descuidado, improvisaste demasiado en esto y aquí habrías muerto si no hubiéramos venido en tu ayuda.
-No preciso regaños-refunfuñó Osmund.
-Otra respuesta como ésa, y te encajo tal sopapo que tendrás que buscar tu mejilla en el acantilado de enfrente-dijo Balduino, sin alterarse-; porque no eres ni serás la única persona que pasa momentos de dolor, y por lo tanto no te asiste derecho a ser mal educado. Se supone que, ahora que tu padre no está, tu quedarás al cuidado de tu familia; pero qué vas a cuidar, si ni a ti mismo puedes protegerte-Osmund bajó la cabeza y susurró una disculpa-. No es nada, cualquiera se pone tonto a veces. Al admitir que lo has sido vas ya por buen camino... ¿Qué tal si ahora tomas tu jabalina y vigilas la entrada de la cueva mientras enciendo la antorcha? Una lástima no tener piedras piróbolas.
-¿Qué son piedras piróbolas, señor Cabellos de Fuego?
-Son dos piedras, una macho y otra hembra, que cuando están separadas parecen bastante vulgares. Las distingues porque el macho es un poco más oscuro que la hembra, pero apenas; de hecho, a veces es muy difícil distinguirlas. Las nombran en algunos bestiarios, de modo que yo creí que eran de origen natural; pero mi amigo Gabriel de Caudix, el Príncipe Leproso, supone que son invento de una especie de alquimistas atolondrados que él llama puffers.
-¿Y qué son alquimistas?
-Algo así como tipos medio chiflados que meten cosas a mezclar. Sustancias que manejadas indebidamente, pueden ser peligrosas.
-¿Como esa especie de sopa que, según Kurt, hicisteis el otro día?...
.Sí, ni me la recuerdes... Algo así. Pero bueno, Gabriel piensa que alguno de estos alquimistas descubrió por accidente las piedras piróbolas, tratando de encontrar en realidad otra piedra, la filosofal, que permite la trasmutación de todos los metales en oro. Te decía que a veces es difícil diferenciar al macho de la hembra. Ahora bien, tienes que tener mucho cuidado al tomar entre tus manos piedras piróbolas, porque al juntar un macho con una hembra empiezan a arder con una gran llama, y en menos de un minuto se consumen; y ni te digo cómo podrían quedar las palmas de tus manos.
-¿Y dónde hay de esas piedras, señor Cabellos de Fuego? Yo nunca vi ninguna.
-No vas a encontrarlas aquí. Las había en Rabenstadt: los Haraldssen las vendían... ¡Y a qué precio!... No son para pobres ratas como nosotros. Son una comodidad, pero las comodidades pueden ser inconvenientes cuando te habitúas a ellas y luego las pierdes. Cuando me fui de mi hogar, más o menos a tu edad, yo no conocía otra manera de hacer fuego que con piedras piróbolas; así que durante meses tuve que comer cruda la comida que encontraba. En cuanto a comodidades, fue la segunda que eché de menos. La primera fue la silla estercoraria. Dudo que hayas visto alguna: una silla con un agujero en el centro. Te sientas en ella y cagas sentado a tus anchas como un rey en su trono. Imagínate, pasar de eso a cagar en medio de un bosque, como un animal salvaje, a veces usando a veces retazos de tu propia capa para limpiarte el culo... ¡Hay que tener ganas!... Luego uno se acostumbra, como a todo. Pero sigo encontrando injusto que yo tenga que frotar como un estúpido dos trozos de pedernal en tanto que un Jarlwurm produce incendios con apenas un resoplido. Se ve que estar del lado de los malvados concede ventajas así... Aunque, pensándolo bien, también los Drakes pueden arrojar fuego.
Así hablaban los dos, más Balduino que Osmund, mientras este último vigilaba la entrada de la madriguera y el primero intentaba pacientemente hacer fuego. Finalmente, luego de mucho frotar y soplar, encendió primero la yesca y después la antorcha.
-Bueno, Osmund, llegó la hora... Estáte alerta-recomendó el pelirrojo, mientras precedía al adolescente en el ingreso a la caverna.