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¡Sorpréndeme!
EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO II
La segunda parte de la más extraña trilogía de la literatura fantástica, publicada por entregas.
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06 de Noviembre, 2010    General

XXIX

XXIX

      El camino de Drakenstadt a Ramtala avanzaba por territorio casi llano en su totalidad. A Ignacio de Aralusia le pareció una planicie helada y, salvando los cuervos que graznaban entre las ramas calvas de los árboles, muerta. Aquí y allá había casuchas e incluso grupos de casuchas de cuyas chimeneas salían serpenteantes estelas de humo, y en cuyos alrededores se veía gente trabajando, niños jugando en la nieve y perros brincando en torno a ellos. Había vida, en suma; pero el ánimo es muy selectivo, según su estado, con lo que advierte en su entorno; y a Ignacio el mundo parecíale haberse vuelto un cementerio sin fronteras. El día, frío, oscuro y ventoso, hacía pocos méritos para que fuese de otro modo; pero cuando más tarde hubo algo de sol, imprimiendo al firmamento la impresión de un épico campo de batalla donde contendieran luz y oscuridad, los sentimientos de Ignacio no variaron.

      Cabalgó al frente de sus hombres escoltando la carroza que portaba los restos de Thorstein Eyjolvson, hasta que vio una comitiva similar avanzando hacia ellos, pero que no llevaba féretro alguno. Ambos grupos se detuvieron a cierta distancia uno del otro, pero Ignacio adelantó su caballo y el líder de la partida de Ramtala hizo otro tanto.

      -Ignacio de Aralusia-se presentó éste, inclinando la cabeza.

      -Erlendur Ingolvson-respondió el otro, imitándolo.

       Ignacio lo miró. El de Erlendur era un rostro agraciado, pero tan lleno de contrastes como el día mismo, de tal modo que parecía un retazo de cielo hecho carne: su lacia melena castaña y la adustez de su expresión le conferían los matices sombríos de los más tétricos nubarrones, pero la mirada limpia y noble de sus ojos azules y la palidez de su semblante hacían pensar en atmósferas despejadas con sólo algunas nubes albas iluminadas por el sol. Daba la impresión de ser solitario como el águila que vuela demasiado alto.

      Recordó que éste era quien, al frente de una flota de guerra, había fustigado a los piratas de las Kveisungersholmene hasta su sorpresivo encuentro con los Wurms, siendo el primero en reportar la presencia de éstos frente a las costas del continente.

      -Es un honor conocerte. Lamento que tenga que ser en estas circunstancias-dijo.

      -El honor es mío-contestó Erlendur.

      Se miraron a los ojos un momento, cada uno de ellos deseando estar en el lugar del otro.

      -Fue culpa mía que el señor Eyjolvson muriera. Lo lamento-dijo Ignacio.

      -Estoy seguro de que no fue culpa de nadie-discutió Erlendur-. Estas cosas pasan, eso es todo.

      -Gracias por tus palabras, pero el hecho es que los abandoné como un cobarde, a él y a Maarten Sygfriedson.

      -No sé qué hubiera hecho yo en tu lugar.  Criticar es fácil. No seas tan duro contigo mismo. He oído hablar de ti: comandaste el rescate de las dotaciones de Vestwardsbjorg y Östwardsbjorg, de modo que nadie puede negar tu coraje y voluntad. En todo caso, si tienes culpas, puedes expiarlas salvando a otros. No eres el primero ni serás el último al que le flaquee el valor en el peor momento. Yo, en vez de temer cada vez menos a los Wurms, cada día les temo más. Paga a otros cualquier duda que tengas con Maarten y el señor Eyjolvson; es lo que ellos hubieran querido.

      Ignacio no respondió; algo en el cielo, a espaldas de Erlendur, atraía su atención.

      -¿Ese no es Méntor?-preguntó al cabo de un rato.

      Erlendur se volvió. Algo volaba en el horizonte, pero no resultaba sencillo discernir si se trataba de algo grande que se hallaba a mucha distancia o de algo pequeño y cercano.

       -Qué raro... Parecería que sí-murmuró.

      Aquello le daba mala espina. Dagoberto de Mortissend se hallaba en Ramtala al enterarse de la noticia de la muerte de su amigo Thorstein Eyjolvson. Erlendur había quedado con él en escoltar los restos hasta las afueras de Ramtala, adonde Méntor daría su último adiós a Thorstein. Aquel cambio de planes significaba que algo iba mal. ¿Estarían los Wurms atacando Ramtala?

      -Traigo un mensaje para entregar al señor Ben Jakob-dijo Ignacio-. El señor Eyjolvson quería que lo llevara el señor Dagoberto de Mortissend.

      -Bueno, si ése es Méntor, el señor de Mortissend vendrá jineteándolo; de modo que tú mismo podrás dárselo-contestó Erlendur.

       Ignacio ordenó adelantar que transportaba los restos del difunto Gran Maestre del Viento Negro. Erlendur. Erlendur hizo entonces ademán de levantar la tapa del ataúd.

      -No lo hagas. No mires-aconsejó sabiamente Ignacio.

       Pero la necesidad de saber, o simplemente la mera curiosidad, pudieron más en Erlendur. Entreabrió el féretro, miró el interior y rápidamente volvió a cerrarlo con un golpe seco. Apoyó sus brazos en el ataúd y hundió el rostro entre ellos, horripilado. Ignacio no tuvo suficiente presencia de ánimo para recalcarle que se lo había advertido.

      -¿Murió enseguida?-preguntó.

      Ignacio no supo qué contestar, tanto por no saber qué era enseguida como por debatirse entre la disyuntiva de ser desoladoramente franco o mentir de manera piadosa.

      -Ninguno de los dos llegó vivo a Drakenstadt-respondió al fin.

      -Pero no murieron instantáneamente, ¿no?

      Traicionado por sus vacilaciones, Ignacio optó por la sinceridad, pero endulzándola de la única manera que se le ocurrió:

      -No, Erlendur. Murieron mientras intentábamos llevarlos a la ciudad para que recibieran mejor atención médica, aunque creo que nada habría podido hacerse. Murieron como vivieron: valientemente, exhortándonos a no rendirnos y dándose mutuos ánimos.

       Tal vez fuera cierto, tal vez el señor Eyjolvson y su antiguo escudero hubieran muerto como lo que habían sido en vida, como héroes... Pero, ¡qué difícil era ver un héroe en aquella cosa que había en el féretro! Erlendur se preguntó si todos y cada uno de los que aún resistían en el frente de batalla encontrarían el mismo final horrible.

      En ese momento una gran sombra se proyectó sobre ellos, deformada, desde lo alto. Méntor había llegado, siempre con Dagoberto de Mortissend jineteándolo. Era la primera vez que éste no vestía de negro, o la primera, al menos, que Erlendur e Ignacio lo veían usando ropas de otro color. De alguna manera, esto pareció una nueva anomalía. No era el ataque Wurm temido por Erlendur pero, de todos modos, algo terrible estaba ocurriendo o iba a ocurrir.

       El gran reptil volador descendió con la misma ingrávida majestuosidad de siempre y plegó sus alas. Dagoberto de Mortissend, más ágil y desembarazado sin la armadura, bajó deslizándose en tobogán por el anca de la criatura. Tanto él como Méntor se veían sombríos.

      Ante ambos, los hombres presentaron armas. Erlendur intentó hablar con Dagoberto, pero éste lo detuvo con un gesto de la mano.

      Méntor avanzó hacia el ataúd, con su característico andar señorial, seguido por su jinete. Contra lo esperado, ninguno de los dos lloró a la vista del féretro, ni se detuvieron ante él más de un minuto. Asintieron con la cabeza. como si recién ahora tomaran nota de la pérdida; y luego de apartaron rápidamente.

      -¡Hombres de Nerdelkrag!...-exclamó Dagoberto, alzando la voz para que todos los presentes lo oyeran, y pasando la mirada entre los guerreros-. Pretender que un perro defienda la casa si se ha vivido moliéndolo a palos es demasiado. Tenedlo en cuenta, ya sea que os toque hacer de perro o de amo-y aunque nada más dijo, fue palpable la rabia envenenando tan breve discurso.

      Méntor tomó la palabra. El no necesitó gritar. Su hermosa voz, grave y potente como el trueno y a la vez diáfana y agradable como el murmullo del arroyo, era audible para todos:

      -Haced de cuenta que ese féretro está vacío-dijo-. Había prometido a Thorstein... al señor Eyjolvson... que un día lo llevaría sobre mi lomo para que supiera cómo se ven las cosas desde allá arriba. Ya no debo cumplir mi promesa. El ascendió a los cielos por su cuenta; hacia allí arriba, y hacia ninguna otra parte, deberéis mirar cuando su ausencia os sea penosa. Ahí lo encontraréis, protegiéndoos y amandoos más que cuando lo teníais ante vosotros, prisionero de la carne; pues desde lo alto, las maldades y pecados se empequeñecen demasiado para no sentir compasión por los seres humanos, cualesquiera sean éstos; y hasta el más encendido encono se trueca en amor cuando se está allí.

       El discurso había emocionado a los hombres, que permanecieron unos segundos en silencio antes de estallar, espontáneamente, en una larga y estruendosa ovación, dedicada lo mismo a Méntor que a Thorstein Eyjolvson. Erlendur e Ignacio no se unieron a ella: no pudieron. Algo en las palabras de Dagoberto y Méntor tenía sabor a última despedida. Los dos jóvenes oficiales lo captaron a la vez, y se miraron entre el terror y el desconsuelo: pero fue Erlendur quien miró a Méntor y formuló la pregunta en voz alta:

       -Vais a dejarnos, ¿verdad?

       -Sí, lo lamento-murmuró Méntor; y los últimos vítores ahogaron su respuesta, pero tampoco era preciso oírla.

       -Pero, ¿por qué?-preguntó Ignacio, casi al borde de la desesperación-. ¿En qué os hemos ofendido?

       Dagoberto y Méntor podían ser muy buenos líderes. Ignacio lo sabía, y no podía entender que abandonaran la lucha en un momento tan delicado.

       -En nada-replicó Méntor-, pero temo que ya hice por la Humanidad cuanto podía hacer.

       -¿Y...vos?-preguntó Ignacio, volviéndose hacia Dagoberto de Mortissend-. Seréis muy criticado si os vais ahora. Dirán de vos que sois cobarde; y lo parecerá, aunque no sea cierto.

       -Sabes, muchacho, no me interesa la opinión que tenga de mí gente a la que a mí no me interesa, si me permites el juego de palabras.

       -Al menos decidnos qué pasó... Porque algo ha pasado, estoy seguro, para que toméis semejante decisión justo ahora.

      -Sí, algo ha pasado, es verdad-contestó bruscamente Dagoberto de Mortissend-. Ha pasado que ni bien me asomé a la calle, en Ramtala, recibí abucheos. La gente considera a Méntor indirectamente responsable de lo que pasó. Opina que él debió persuadir a los de su especie para que nos apoyaran contra los Wurms, y que yo debería haberlo incitado a ello. Me dijeron de todo. Piensan de mí que soy un hipócrita por deplorar una muerte de la que nos creen responsable a Méntor y a mí.

       -Os abuchearon, decís; pero ¿y los vítores que acabáis de oír ahora?-arguyó Erlendur-. ¿No cuentan para nada?

       -Nos gustarían menos vítores y abucheos, y más comprensión-replicó tranquilamente Méntor-. Fui vitoreado por decir las palabras que todos querían escuchar, y abucheado porque no hice lo que se esperaba de mí. En suma, mientras sea complaciente, todo irá bien, pero que ni se me ocurra dejar de serlo, porque lo pagaré caro.

       -Muy poco derecho tiene la estirpe humana a exigir nada a los Drakes, ¡muy poco!-intervino Dagoberto de Mortissend, iracundo-. Bastante suerte tenemos ya de que éstos no sean agresivos, de que odien la violencia; pues, si así no fuera, los tendríamos del lado de los Wurms, no del nuestro. Y merecido lo tendríamos, por la crueldad e injusticia con que los hemos tratado siempre. Con que no tomen parte a favor nuestro, pero tampoco en contra, deberíamos darnos por conformes; pues bien, parece que no basta.

       -Más de una vez, al mirar hacia abajo en pleno vuelo, veía la actividad humana, y pensaba en hormiguitas industriosas-dijo Méntor, sonriendo en forma añorante, sus ojos sin pupila brillando con mucha intensidad-. Desde allí arriba os veis conmovedores... Pero como toda hormiga, tenéis aguijones, y vuestras picaduras duelen.

       -También los Wurms nos ven como hormigas, pero tendrán mucho menos miramiento que los Drakes para pisotearnos como a tales-comentó sarcásticamente Dagoberto de Mortissend-. Ojalá que en la hora de su total ruina recuerde al menos el ser humano que fue el principal artífice de su desgracia, y se arrepienta de corazón, y no sólo por miedo... A los veinte años se está lleno de energía, ímpetu y ganas de cambiar el mundo. Yo ya no tengo veinte años, ni la paciencia que tenía a esa edad, tal vez ni entonces mucha, pero sin duda más que ahora. Peor todavía: me van quedando pocos amigos con quienes compartir decepciones. Méntor es uno de esos pocos; su compañía me es más grata que la de la mayoría de mis congéneres humanos. Así que, por mí, que éstos se vayan al Infierno, que ellos se lo buscan. Si Méntor se cansó y se va, yo me voy con él.

       -¿Y el señor Ben Jakob?-preguntó Erlendur.

       -Precisamente iremos a verlo para comunicarle nuestra decisión e invitarlo a que se nos una-contestó Dagoberto-. Ya no está el Narigón al frente de la Orden, sino sólo el imbécil de Cipriano de Hestondrig, que es manejable y complaciente. Esto significa que cuando termine la guerra, si los Wurms no nos hacen el favor de ganar, los judíos, Caballeros o no, volverán a ser perseguidos o marginados. Gane quien gane, ellos perderán... Amén de muchas otras injusticias a las que la Orden consentirá también, por supuesto. No sé en realidad si a los judíos les conviene apoyar a uno u otro bando; pero creo que hasta bajo los Wurms la pasarían mejor que bajo el régimen de sus congéneres cristianos. Al menos con ellos su fin sería más rápido.

       Ante las desgracias que se les anunciaba, Ignacio y Erlendur se sintieron aún más desanimados. Méntor lo notó, y trató de cambiar de tema:

        -Benjamin no vendrá con nosotros-dijo-. Se lo propondremos, pero no vendrá. El seguirá apostando por la Humanidad.

      Ignacio echó mano de una bolsita de cuero que traía atada a la cintura y sacó de ella un rollo de pergamino.

      -Esto es para el señor Ben Jakob-dijo al dárselo a Dagoberto de Mortissend-. De parte del señor Eyjolvson. El quería que vosotros se lo llevarais, y que estuvierais presentes para que el señor Ben Jakob leyera su contenido en voz alta, ante vosotros.

      Dagoberto y Méntor se miraron. Que Thorstein hubiera dejado aquellas instrucciones expresas resultaba llamativo. El Narigón sabía que le había llegado su hora, pensaron.

       -¿Qué será de nosotros cuando nos dejéis?-preguntó Erlendur.

       Lo mismo pensaba Ignacio. Pero qué derecho tengo a objetarles, nada menos que yo. Es por mi culpa que Maarten y el señor Eyjolvson están muertos. Si Méntor y el señor de Mortissend son cobardes, yo soy el Rey de los Cobardes, pensó amargamente.

       -El destino de la Orden del Viento Negro, si a eso te refieres, está en manos de Dios. El decidirá su fin o su supervivencia.

       -Hay cosas más importantes en juego-respondió Erlendur.

        -Y también están en manos de Dios; en las mejores manos, de hecho-sonrió Méntor-. El también os verá desde arriba y se conmoverá. Ganaréis la guerra, lo que, tal vez, no sea demasiado justo: el Narigón estará intercediendo ante vosotros ante el Señor, pero los Wurms no tienen quien los represente ante El-dijo humorísticamente-. Eso es hacer trampa.

       Erlendur meneó la cabeza, pesimista.

       -No, no ganaremos-dijo-. No podemos ganar. Junto a los Wurms, somos simplemente insectos.

      Méntor soltó una carcajada.

      -¡Pues como si eso fuera poco!... ¡Qué aguijones tienen estos insectos, señor!

       Volvió a reír. Dagoberto no entendía que aún le quedaran ganas de ello; pero vio complacido que Erlendur e Ignacio sonreían por contagio, más animados en medio de su dolor. Se alegró por ellos: eran buenos muchachos.

       -¿Sois amigos desde hace mucho tiempo?-preguntó Méntor.

       -No somos amigos-aclaró Ignacio.

      -Nunca nos habíamos visto antes-añadió Erlendur.

     -Cuando la guerra haya terminado, no temeréis ir al Infierno, pues ya habréis visto cómo es, aunque lógicamente anheléis el Cielo. Eso os hará distintos de la mayoría de la gente, que no os comprenderá y a la que tampoco entenderéis-dijo Dagoberto-. Cuando eso suceda, buscaos aunque más no sea para tomaros al menos una hora de vuestro tiempo a fin de conoceros un poco. Aunque nunca más os veáis, el recuerdo de ese encuentro os acompañará durante toda la vida, como el más fiel de los sirvientes, y os sentiréis juntos y reconfortados cuando más solos y atribulados estéis.

       .-Así se hará, señor, si sobrevivimos-respondió Erlendur, como si  aquélla fuera otra orden a cumplir.

      -Sobreviviréis-aseguró Méntor.

       -¿Cómo podéis estar seguro?-preguntó Ignacio.

      -A veces a los Drakes nos llegan premoniciones, y éstas muy rara vez fallan. Creedme: ganaréis la guerra... Y sobreviviréis ambos-dijo Méntor.

       -Pero no tenía premonición alguna, ni era cierta la pretendida clarividencia de los Drakes. Dagoberto lo supo enseguida. Comprendió que sólo trataba de fortalecer a ambos jóvenes infundiéndoles esperanza. Nos sigue amando. A pesar de todo, sigue amando a nuestra maldita especie, pensó. Conocía de sobra a Méntor para saberlo capaz todavía de compadecerse del género humano, y que le  dolía su propia decisión de esquivarlo de allí en más. Incluso era posible que acabara quedándose si Ignacio o Erlendur se lo pidieran. Dagoberto, adivinándolo, apuró el adiós. No quería que convenciesen a Méntor: el Drake merecía que se lo dejara en paz.

      Estrechó las manos de Erlendur e Ignacio, de quienes Méntor se despidió con corteses incliaciones de cabeza que le fueron correspondidas por ambos jóvenes; y luego el reptil volador permitió que Dagoberto lo montara, para luego desaparecer juntos en los cielos, tras la habitual carrera para tomar envión.

       Erlendur e Ignacio quedaron con una amarga sensación de orfandad, de historia trunca, de final. Sin embargo, la vida continuaba, y por desgracia, el trecho restante del resto de sus vidas debía iniciarse con un feo trámite burocrático: el traspaso de manos de un cadáver. Así que el féretro cambio de una carroza a otra tan pronto como fue posible.

       Los dos muchachos se acercaron el uno al otro para saludarse. Mirarse a los ojos fue un poco como verse en el espejo, tan similares eran por su juventud y gracia, pero mucho más por la nobleza y sufrimiento que trasuntaban sus semblantes y que los embellecían mucho más que cualquier apostura física.

       Entonces, antes de que pudieran intercambiar palabra, algo que se acercaba a lo lejos, en el camino atrajo la atención de Ignacio.

       -Mira-dijo a Erlendur, señalando hacia el Este, por donde se habían ido Méntor y Dagoberto de Mortissend.

      Las miradas de los dos pequeños grupos armados bajo su mando convergieron también en la dirección señalada por Ignacio. El dragón volador y su jinete se empequeñecían en el firmamento, pero en cambio otra figura, la de un hombre a caballo que venía en dirección opuesta, se iba haciendo cada vez más grande, aunque muy lentamente. No era un correo de postas: los mensajeros generalmente iban a todo galope, tanto en aras de la celeridad del servicio como por temor a los bandidos y en especial a los Landskveisunger. En realidad, ciertos destellos del sol reflejados en una superficie metálica sugerían que se trataba de un hombre revestido de armadura; y cuando se vio que lo seguía un segundo jinete, quedaron pocas dudas de que se trataba de un Caballero seguido de su escudero.

      -¿De mi Orden, o de la tuya?-preguntó Erlendur.

     -No lo sé-contestó Ignacio-; pero viene del Este y refulgiendo, como el sol al despuntar el alba.

      Era un poeta, y quería ver en tales detalles un augurio favorable. Colocó amistosamente una mano en el hombro de Erlendur. Este apreció aquel gesto de camaradería. De lejos, todo puede parecer bueno e inofensivo; ¿o acaso él mismo no había confundido a los Wurms con  Drakkars, naves de guerra algo pasadas de moda, al verlos por primera vez a la distancia al doblar el Jotunviken? ¿Y no había confiado luego en que León de Cernia, alto Capitán de la Orden de la Doble Rosa en Ramtala, sería su más sólido aliado, siendo así que desde hacía tiempo le retaceaba abierta o solapadamente su colaboración?

      El jinete que iba adelante resultó ser, efectivamente, un Caballero; sin embargo, su sobrevesta escarlata con una cruz bordada en hilo dorado en su centro delataba que no pertenecía ni a la Orden de la Doble Rosa ni a la del Viento Negro, sino a las Milicias de San leonardo: era un monje guerrero. Mantenía baja la visera de su casco, y en la distra enarbolaba, a modo de ruda advertencia, una pesada lanza, con tal facilidad que se hubiera dicho que era más bien un mondadientes. Montaba un flumbio tinto y lo seguía su escudero en un tordo mosqueado.

       Al llegar junto a Erlendur e Ignacio, ambos se detuvieron, y la siniestra del Caballero de San Leonardo alzó la visera, descubriendo un rostro de barba chivesca y cabello corto, negros ambos, igual que sus ojos. No resultaba guapo, pero sí interesante, tal vez por el carácter que exhudaba su semblante.

       -Buenas tardes-saludó-. Soy Hrodward de Gälster, lugarteniente del señor Fabián de Trívonis, Gran Maestre de las Milicias de San Leonardo. Esta ruta lleva a Drakenstadt, ¿no?

       -A Drakenstadt lleva en efecto, señor-contestó Ignacio-; y si me esperáis un momento, podremos recorrerla juntos.

       -Cómo no. Será un gusto. Os espero, entonces-dijo amablemente Hrodward de Gälster.

       Ignacio y Erlendur, más animados ahora que sentían que venía una nueva esperanza cuando otra se esfumaba en el horizonte, se estrecharon la mano.

       -Ganemos esta guerra-dijo Erlendur.

       -Y tomemos una copa juntos, cuando todo haya pasado-respondió Ignacio, tratando de sonreír-. Seguramente ya lo sabes, pero mi amigo León de Cernia, que está en Ramtala, es Caballero leal y valiente. Puedes contar con él para lo que necesites.

      Erlendur mantuvo, exteriormente, su semblante imperturbable; pero para sus adentros, ya no sonreía.

      -Lo tendré en cuenta-respondió. 

      ¿Qué otra cosa podía decir? Ignacio parecía tan convencido de lo que decía, que tal vez fuera un crimen desengañarlo refiriéndole ciertas acciones dudosas del hipotético Caballero leal y valiente.

      Y tras decirse adiós, cada uno se colocó a la vanguardia de su respectiva y pequeña hueste, y se pusieron en marcha, con el señor Hrodward de Gälster cabalgando a la par de Ignacio.
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publicado por ekeledudu a las 12:57 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
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SOBRE MÍ
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Eduardo Esteban Ferreyra

Soy un escritor muy ambicioso en lo creativo, y de esa ambición nació EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO, novela fantástica en tres volúmenes bastante original, aunque no necesariamente bien escrita; eso deben decidirlo los lectores. El presente es el segundo volumen; al primero podrán acceder en el enlace EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO I: INICIO. Quedan invitados a sufrir esta singular ofensa a la literatura

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