Blog gratis
Reportar
Editar
¡Crea tu blog!
Compartir
¡Sorpréndeme!
EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO II
La segunda parte de la más extraña trilogía de la literatura fantástica, publicada por entregas.
11 de Noviembre, 2010    General

XXXII

XXXII

      Con las primeras horas de aquel día naciente, en medio de escenas de dolor a menudo terribles y rayanas en el derrumbe anímico, los habitantes de Drakenstadt acompañaron el cortejo fúnebre de Maarten Sygfriedson hasta el sitio donde, al menos provisoriamente, descansarían sus restos: la Catedral de Nuestra Señora, que ya albergaba los cuerpos de varios de los caídos en la guerra contra los Wurms. Maarten el Bravo, el León de Drakenstadt, en otro tiempo había sido muy vapuleado por la misma ciudad que ahora lo lloraba desconsoladamente, aquélla por la que en todo momento había luchado con un valor a toda prueba, que alcanzó su cénit en su increíble victoria sobre Talorcan el Negro el Día de la Gehenna. Por ende era inevitable que muchos creyeran que merecían verse privados de aquel decidido defensor, aunque el precio fuera quedar a merced de los Wurms.

      -Tienes que hablarle a la gente en la Catedral, cuando todos te escuchen; porque se están dando por vencidos-dijo Dunnarswrad a Edgardo de Rabenland.

      ¿Por qué tengo que ser yo quien les hable, y qué sentido tiene?, pensó Edgardo, pesimista. En algún momento caerán las murallas, lo que queda de nuestro coraje y nuestras últimas esperanzas. Es ridículo pensar que podemos ganar.

      -Tu voz es más potente-contestó.

      -Pero tú tienes más labia-replicó Dunnarswrad.

      -No para arengar.

      -Hoy sí.

      Había tenido lugar este diálogo antes de que los restos iniciaran su marcha hacia la Catedral. Edgardo prefirió no responder, en parte porque no quería seguir discutiendo y en parte porque ya era hora de partir. El era uno de los seis portaféretros junto a Dunnarswrad, Ignacio de Aralusia, Calímaco de Antilonia, Joseph de Urasoil y Roland de La Mö. Tomaron cada uno una argolla del ataúd, mucho más pesado que su contenido, y lo subieron a la carroza fúnebre que esperaba en el patio del Rökkersbjorg.

      También Gerthrud Svendsdutter, la novia del difunto Maarten, aguardaba allí. Aquella joven habíase vuelto en pocas horas, de algún modo, la Dama de todos los Caballeros: un símbolo de lo que había que proteger. A la vista del ataúd, bajó la mirada y empezó a llorar silenciosa y convulsivamente, y llevó su diestra al vientre en el que aún no se distinguía su embarazo de dos meses. Aquel llanto, por alguna razón, a Edgardo le produjo el duro efecto de un cachetazo.

      Varios Caballeros rodearon a la joven, solidarios pero sin saber cómo reconfortarla.

       -Gerthrud, querida, mi última promesa a Maarten fue que te entregaría sana y salva en sus brazos, y es lo que pretendo hacer, en esta vida o en la otra. Si te mueres de pena, habré faltado a esa promesa. Por favor, ayúdame-suplicó Dunnarswrad, impotente, en un hilillo de voz inhabitual en tal coloso.

      Edgardo sintió como si le hubieran dado otra bofetada. Una vez más, no supo por qué.

      Ayudaron a Gerthrud a subir a una yegua blanca que abriría la marecha escoltada por Edgardo de Rabenland y Dunnarswrad.

      -Si algún cura se atreve a hablar de uniones pecaminosas, lo mato-murmuró Roland de La Mö, viendo a Gerthrud llevarse una más la mano al vientre.

      -No te preocupes. Ya somos dos-coincidió Joseph de Urasoil.

       -No serán tan faltos de tacto...-opinó Calímaco de Antilonia.

      El cortejo se puso en marcha. Apenas traspasadas las puertas del Rökkersbjorg, un océano humano pareció salir al encuentro del séquito. Caras torvas, rostros arrasados en lágrimas, el día mismo, gris y oscuro, parecía llevar luto. Entre el gentío, Edgardo vio el rostro de Hodbrod Christianson y le sostuvo la mirada a éste, pese a que, para variar, tenía la sensación incomprensible de haber sido abofeteado por una mano invisible.

      Sabía que Hod y sus secuaces habían solicitado permiso para asistir a los funerales de Maarten. Ellos habían presenciado el sorprendente duelo entre Maarten y Talorcan el Negro y su inesperado, emocionante desenlace. Tal vez aquel combate no incidiera, después de todo, en la suerte final de Drakenstadt; pero lo que de verdad había salvado eran las almas de aquellos jóvenes delincuentes. El sacrificio de Maarten les había sido abrumador, y los había empujado, por una vez en su vida, en la dirección correcta. A su manera, Hod era tan responsable de la muerte de Talorcan como el propio Maarten; y tanto él como sus cómplices habían rescatado a mucha gente atrapada entre las ruinas provocadas por el avance Wurm en la ciudad.

      Y allí estaba ahora Hod junto a Andy Anderson, para rendir homenaje a uno de los pocos hombres que habían creído en él y sus amigos; uno de los pocos que habían visto, más que ellos mismos, que no estaban tan podridos como parecía superficialmente.

      El cortejo fúnebre llegó al fin a la Catedral. Los portaféretros desmontaron y ayudaron a Gerthrud a hacer otro tanto.

      -Fuimos unos tontos en no darnos cuenta antes-susurró Joseph de Urasoil a Roland de La Mö-. Ese tal Hrodward de Gälster no llegó ahora por casualidad. Estoy seguro de que el señor Thorstein Eyjolvson lo convocó a Drakenstadt antes de morir.

      -¿Y para qué?-preguntó Roland, escéptico.

      -Te olvidas de que ahí adentro está ese imbécil obispo que se ha hecho forjar una armadura, persuadido de que se le confiará el mando de las tropas, argumentando que los Wurms son criaturas de Satán... Si el regente es tan santurrón como se dice, estará de acuerdo; pero es mejor que entre un obispo sin experiencia militar y un monje guerrero prefiera a este último.

      -Esperemos...-murmuró Roland, antes de que él y Joseph se apresuraran a tomar el lugar que les correspondía como portaféretros.

      Las puertas de la Catedral se abrieron de par en par, y los seis portaféretros y su triste carga avanzaron por la nave principal en un ambiente que olía a mirra, incienso y otras fragancias similares, bajo la luz de cientos de cirios. Ignacio de Aralusia se echó a llorar y elevó durante unos segundos la mirada hacia el techo abovedado, sin dejar de avanzar con los otros hacia el altar mayor, tras el cual ya estaban dispuestos los chantres. La marea humana inundó el templo con rapidez asombrosa; los pasos y gemidos, los carraspeos y las tosesillas, resonaban en la magnífica construcción, concluida apenas cinco años atrás.

      El ataúd fue depositado sobre un catafalco dispuesto ad hoc. Dunnarswrad murmuró unas palabras al oído de Ignacio de Aralusia, y éste, secándose las lágrimas, asintió, y ayudó a Gerthrud a subir al atrio. Acto seguido, el medio ogro se volvió hacia Edgardo y lo miró sin decir nada, pero esa mirada pareció al pelirrojo un cachetazo más contundente que todos los anteriores juntos.

      Entonces Edgardo miró el ataúd, y luego a Gerthrud, intentando adivinar el embarazo tras los flotantes ropajes, y le saltaron lágrimas de negra e impotente rabia. En ese estado de ánimo, se acercó al púlpito. Abajo, la multitud se agolpaba tan apretujada en el enorme templo, que era dudoso que cupiera siquiera un alfiler.

      -Ciudadanos de Drakenstadt-comenzó mesuradamente, con su voz propagándose amplificada y multiplicada en infinitos ecos por las bóvedas, naves y cruceros de la catedral-: estamos aquí para rendir nuestro último homenaje a un grande, uno de los hombres más espléndidos que hayan nacido en esta ciudad; un guerrero cuyo valor hizo estremecer a los mismísimos Jarlewurms, que no habrían podido con él de no haber mediado una estúpida trampa para osos, invisible en medio de la oscuridad. Todos sabemos de su coraje, pero pocos tuvimos el privilegio y el honor de conocer el profundo sentido que él daba a la amistad. Drakenstadt ha perdido a uno de sus más grandes héroes; otros, yo entre ellos, perdimos a un amigo al que nadie podrá reemplazar.

      'No me alcanza la memoria para recordar en este momento a todos los que han muerto en lo que va de esta guerra. Todos ellos fueron hombres buenos, hombres y valientes, asesinados por unos monstruos incapaces de comprender y valorar la justicia y la misericordia. Vuestro príncipe, Gudjon Olavson; el señor Diego de Cernes Mortes, que cayó junto a él luchando frente a la Konniggeidur; Federico de Astrea, Leandro de Agnesia, Andrés de Morcosia, Gregorio de Enduria, Oskar de Pfaffensbjorg... Y recién empiezo. La Casa Ducal de Norcrest ha sido diezmada, de modo que hasta el Duque Olav está muerto; toda su esperanza de continuidad reside ahora en el joven Dagmar. ¿Y qué hay de quienes ni con cristiana sepultura contaron?  ¿De los que fueron devorados vivos por los Wurms? A veces los alaridos de la Matanza del Mar en Sangre desvelan mi sueño. Si hay algo peor que morir de forma tan horrible, es ver a otros morir así y no poder ayudarlos. Hace pocas semanas, el valiente Radurwulf Christianson sucumbió en las alcantarillas, sacrificándose para salvar a sus compañeros. Y luego los muertos el Día de la Gehenna: Guido de Flaurania... Vuestro Duque, el señor Olav, a quien ya he nombrado-su voz se quebró levemente-. Dios los tenga a todos en su santa Gloria.

      La multitud escuchaba atentamente y en silencio la atroz enumeración de cadáveres. Ante alguna alusión que les llegaba de manera personal, aquí y allá se veían reacciones de dolor; pero ninguno provocó tantas a la vez como el recuerdo de la Matanza del Mar en Sangre. Los que estaban al lado de alguien que estallaba en lágrimas buscaban sus manos y se las apretaban, o les daban palmaditas en la espalda.

      La mención de Oskar de Pfaffensborg hizo que Andy pensara en el hermano del difunto, Bruno, quien tenía por delante un buen tiempo en el hospital todavía. Agregó mentalmente a Wilfred a la lista de los caídos.

      Hod Christianson se santiguó al oir el nombre de Radurwulf, el que habiendo sido enviado junto a él a las alcantarillas para perderlo, sin darse cuenta había ayudado a salvarlo en más de un sentido.

      -Tras cada héroe muerto queda mucha gente llorándolo-prosiguió Edgardo-. Por desgracia, no hay mucho tiempo para el llanto, hay que ocuparse de los vivos. Maarten tenía una compañera y un hijo por nacer. Mis compañeros y yo haremos que la señora Gerthrud Svendsdutter, por todos conocida y aquí presente, no quede desamparada; haremos que se le conceda un palacio, un pequeño feudo y una renta. Nada demasiado ostentoso, quizás. Tampoco hay ánimos para ostentar demasiado. Pero alcanzará para que el hijo o la hija de Maarten pueda decirse noble de sangre. Es su derecho, pues su padre lo fue por el corazón. Esa es la primera promesa que arrancaremos al regente.

      'La espada de Maarten, Grönsunna, iba a ser colocada encima de su tumba. Hemos decidido que sea otro su destino. La conservará el señor Hjalmarson, que ha asumido el rol de protector de la señora Gerthrud. Si el hijo de Maarten fuera varón, la espada pasará a sus manos tan pronto adquiera la capacidad de comprender que su padre fue un héroe y que con ella mató a un monstruo temible. Se le enseñará que un arma así no debe empuñarse a la ligera. Una espada puede hacer a un hombre valiente como el león, reza la inscripción grabada en ella. Se enseñará al niño que su padre, Maarten el Bravo, sólo fue el León de Drakenstadt para con los malvados. Se lo instruirá para que sienta orgullo de su padre y para que su padre, desde el Cielo, se enorgullezca de él. Y si fuera niña, se procurará para ella un matrimonio con el mejor hombre que se le pueda encontrar; y entre la dote que recibirá su marido, estará Grönsunna.

       'Tal lo que hemos decidido respecto a Maarten; pero él no es el único que ha muerto en esta guerra. Cada hombre que haya ofrendado su vida en defensa de Drakenstadt es tan héroe como Maarten. Cada viuda, o sus huérfanos o, en fin, sus más cercanos parientes, recibirán una pensión que garantice su sustento. Los alcances de estas pensiones se determinarán cuando las mismas sean asignadas, una vez que termine la guerra. Será tarea de los deudos, un deber, diría yo, impedir que las hazañas de sus queridos muertos caigan en el olvido... Pero para que todo esto se haga realidad, primero es necesario subsanar un inconveniente: los Wurms. Debemos acabar con ellos. debemos destruir a esos monstruos que tanto dolor y muerte han traido a Andrusia Occidental.

      Progresivamente y sin darse cuenta, Edgardo abandonaba el tono comedido con que había iniciado su discurso. La muchedumbre lo escuchaba reprimiendo el aliento. Se notaba en él algo del mismo vigor oratorio de la vélebre arenga de Erlendur Ingolvson al inicio de la guerra; y también estaba presente el de aquella otra que, en Freyrstrande, pronunciaría su hermano Balduino Cabellos de Fuego ante sus Lemmings.

      -Pensamos, claro, que nos estamos haciendo estúpidas ilusiones; que no podemos hacer otra cosa que aplazar un poco más nuestro inexorable fin. Pero yo os digo que pensar de esa manera es un ultraje a la memoria de quienes cayeron luchando contra los Wurms; es escupir y mear sobre sus tumbas. Y no obstante, lo lógico sería pensar que sucumbiremos; pero los valientes lo son porque siguen luchando aun cuando todo está perdido, ¿y acaso era lógico que Maarten venciera a Talorcan? Sintió tal terror, que luego de ese combate estuvo tumbado en el lecho durante todo un día, aquejado de fiebre; a menos, por supuesto, que ésta fuera producto del venenoso ofistón del Wurm. De cualquier manera, lo enfrentó persuadido de que no saldría vivo de ese encuentro. Y venció. Fue el Jarlwurm quien sucumbió en la contienda, aunque hoy estemos llorando a quien esa vez fue vencedor.

      Hizo una pausa, preguntándose si, tal vez, debía concluir su discurso allí mismo. Después de todo, estaba en una iglesia, no en un cuartel. Pero por un lado, un vistazo a la audiencia lo convenció de que ésta se hallaba a gusto con lo que oía, y quería más. Y por otro lado, a él mismo lo embargaba el sentimiento; de modo que ya no intentó dominarse.

      -¡Ciudadanos de Drakenstadt!...-gritó, posesionado, anegado en lágrimas y aporreando el púlpito-. ¡Esta no es sólo la guerra de los Caballeros de la Doble Rosa o del Viento Negro!... ¡No es sólo la guerra de Dunnarswrad y sus soldados!... ¡Esta guerra es tan vuestra como nuestra!... ¡De los carpinteros que construyen y reparan las catapultas, de los que pican y acarrean las piedras que usamos como proyectiles y hasta de los niños que sólo pueden vitorear cada una de nuestras pequeñas victorias!-señaló el féretro-. ¡Nuestros héroes caídos exigen que no nos rindamos ni aun sintiéndonos hendidos en dos de dolor!-volvió a aporrear el púlpito-. ¡DRAKENSTADT SERÁ DEL WURM SÓLO CUANDO LOS PERROS MAÚLLEN, LOS GATOS TENGAN DIEZ PATAS Y LLUEVA DE ABAJO HACIA ARRIBA!-vociferó finalmente, enardecido.

       Ya no pudo continuar. Un rugido ensordecedor estremeció el templo hasta sus cimientos, el bramido jubiloso, vengativo y simultáneo de  cientos, quizás miles de gargantas tan emocionadas como él, que vivaban a Edgardo, a Dunnarswrad, a Ignacio y a todos y cada uno de los que se jugaban la vida en el frente durante cada ataque de los Wurms; gritaban muerte a los monstruos invasores.

      Alguien demasiado entusiasta se apoderó de un candelabro, blandiéndolo como si los Wurms hubieran invadido la Catedral y se dispusiera a combatirlos con la improvisada arma. Las campanas de la Catedral repicaban enloquecidas en impetuoso aleluya, destacando entre ellas el sonido de la mayor, La Gorda Adelia, eterna trasmisora de noticias funestas, ya que por lo general se la hacía repicar para anunciar la muerte en combate de alguien. Ahora parecía vaticinar desgracia a los mismísimos monstruos culpables de tanta tragedia.

      -¿Quién es este muchacho pelirrojo? Me parece vagamente conocido-preguntó Hrodward de Gälster a Landelino de Urifernia, que estaba a su lado. Y tras repetir la pregunta para hacerse escuchar por encima de los vítores, se esforzó a su vez por oír la respuesta:

       -El señor Edgardo de Rabenland, Caballero de la Doble Rosa... Magnífico guerrero y excelente persona, por cierto. ¿Por qué?

        -Ah, Rabenland... Con razón, ahora caigo-gruñó Hrodward-. Viniendo de Christendom hacia aquí, tuve un asuntillo con otro pelirrojo. Algunos gestos de vuestro amigo me lo recordaban. Era un tal Balduino de Rabenland; sin duda, un pariente suyo.

        -¡Balduino!-exclamó Landelino, riendo sarcásticamente-. Lo conozco... Un bastardo repugnante como no es posible hallar otro. Edgardo y él son hermanos, pero en carácter no se parecen en nada, son el día y la noche. ¿Y decís que tuvisteis un asuntillo con él? ¿Qué ha hecho ahora ese majadero, si puede saberse?

      -A mí, nada, en realidad-contestó Hrodward-, pero tuvimos un entredicho... por decirlo suavemente... del que acabamos, creo, en buenos términos. En realidad, tiene una mirada agradable...

      Landelino se quedó de una pieza. Balduino... ¿Nada menos que Balduino tenía mirada agradable? ¿Estaban hablando de la misma persona, o Hrodward habría conocido a Balduino hallándose totalmente embriagado?

      -...pero, por su bien, más vale que no lo pesque de nuevo maltratando a un animal. Tener mascotas no da derecho a descargar sobre ellas la propia frustración-concluyó Hrodward de Gälster, terminando de anonadar a su interlocutor.

      Este necesitó de unos segundos para reponerse antes de recuperar el habla.

      -Pero, un momento-dijo al fin, confuso-. Balduino no es así. Ni tiene mirada agradable, ni sería capaz de maltratar a un animal. De hecho, creo que su único punto a favor es, precisamente, su amor hacia los animales...

      -¿Sí?-preguntó Hrodward, con el aire distraído de quien sólo oye tonterías y trata de pensar en otra cosa para no discutir.

      Landelino estudió el semblante de Hrodward, hasta que éste se volvió para mirarlo, molesto por tal escrutinio. Hrodward parecía cuerdo y no entregado a la bebida; sin embargo, el retrato que hacía de Balduino de Rabenland no tenía pies ni cabeza, ni era explicable más que por la locura o la ebriedad... Súbitamente se estremeció: había una tercera posibilidad, y no le gustaba nada.

      -No mencionéis nada de esto a Edgardo, os lo ruego-dijo a Hrodward-. Empiezo a preguntarme si Balduino no habrá sido asesinado y suplantado por un impostor. Que hallase mal fin,  nada tendría de sorprendente: allá en Fristrande lo rodeaba una chusma peligrosa, ni más ni menos que el tal Sundeneschrackt y su banda entre otros, y él no era persona querible ni mucho menos. Lo que no entiendo es para qué alguien querría hacerse pasar por él, como por fuerza tendría que haber sucedido si tratasteis con alguien que dijo ser él y que tan poco se le parece. Por repugnante y soberbio que fuera Balduino, Edgardo lo recuerda con afecto; así que ahorrémosle tan dolorosas sospechas, al menos hasta saber exactamente qué pasó.

      -Como gustéis-concedió Hrodward, y no volvieron a cruzar palabra durante el resto de la ceremonia..

      Los seis portaféretros se disponían a bajar del atrio, junto con Gerthrud Svendsdutter. El clamor enardecido de los asistentes aún estaba lejos de extinguirse.

      -Vuestra enemistad con este joven pelirrojo es un error, Tancredo-señaló Evelio de Agnesia, Segundo Maestre de la Orden de la Doble Rosa desde la muerte de Guido de Flaurania el Día de la Gehenna.

      -Si lo es, lo ha cometido él, de todos modos-contestó Tancredo de Cernes Mortes, en apariencia sin alterarse.

      -No sé qué pasó entre vosotros dos, pero mirad qué carisma tiene, y el poder de sus palabras sobre las multitudes. Os digo que necesitamos a este muchacho entre nosotros.

      -No tanto como para que yo me rebaje a suplicarle, Evelio.

      -¿Ni tanto como para perdonarlo, si él os lo pidiera?

      -¡Ah, eso sí!... ¡Sin reparos!

       Extraña es a veces la gente. Edgardo le había faltado el respeto a Tancredo, y éste lo detestaba por ello; pero como el descomedimiento había tenido lugar en privado, nadie conocía el exacto alcance de la humillación, y en momentos como éste, el Gran Maestre podía engañarse a sí mismo y mostrar cierta condescendencia que lo hacía quedar como un gran señor afligido por la irreverencia de un subordinado, firme en su decisión de no ceder prontamente a la misericordia, pero en el fondo dispuesto a otorgarla. Era un papel agradable de representar.

       Evelio de Agnesia se volvió hacia el joven Caballero que tenía a su diestra.

      -Felipe, encargaos de que Edgardo de Rabenland se acerque a nosotros. Es demasiado valioso para dejarlo desperdiciarse-ordenó.

      Felipe de Flumbria, joven con el coraje de un águila y el hambre de carroña de un buitre, alzó su rostro de facciones privilegiadas, pero afeado por la soberbia, la ambición y la intriga que afloraban desde lo profundo de su alma.

      -Dadlo por hecho, señor-repuso.

      Y paseó la mirada por su entorno, lo que en su caso podía ser indicio tanto de profesionalismo en la carrera de las armas como de sigilo conspirador, cualidades ambas muy típicas del estrato más juvenil de la camarilla arribista que rodeaba a Tancredo de Cernes Mortes. Fue así que vio, cerca de las puertas de la Catedral, una mano que se alzaba una y otra vez por encima del gentío. Oteó un poco más, y distinguió un semblante conocido.

       -Dsipensadme-rogó a sus compañeros, retrocediendo hacia la entrada en la medida en que el gentío se lo permitía.

      El griterío se había acallado por fin, y en medio de una solemne atmósfera se iba a dar inicio a la misa de réquiem.

       -¿Quién es ése?...-preguntó en susurros a Andy un gentilhombre que le era desconocido, muy probablemente uno de los Caballeros venidos el pasado 22 de diciembre junto con el Senescal Mayor, Justiniano de Charmalles.

       Andy miró en la dirección indicada. Dio la impresión de que el ondular de una víbora venenosa le hubiera resultado más edificante.

      -Uf...-gruñó-. Es el señor Felipe "No-me-junto-con-el-populacho" de Flumbria. Para Su Distinguida Majestad, alojarse en el Rökkersbjorg como un Caballero común es ofensivo: se hospeda en el Palacio Ducal.

      -¿No deberías ser más respetuoso al referirte a un Caballero?-lo amonestó con suavidad el gentilhombre.

      -El señor Hjalmarson me enseñó que el respeto debe merecerse. Felipe de Flumbria hace exactamente lo contrario.

       Hodbrod Christianson se volvió hacia ambos, molesto por tanto diálogo en medio de una ceremonia fúnebre.

      -¿No podríais dejar cualquier discusión para después de la misa?-intervino; y Andy y el gentilhombre se callaron.

      Las bellas voces de los chantres colmaban la Catedral cuando Felipe de Flumbria alcanzó por fin la entrada, reuniéndose con su escudero, al que, estando todavía junto a Tancredo de Cernes Mortes y Evelio de Agnesia, había visto entrar al templo.

      -¿Qué novedades me traes?-preguntó, ansioso.

      -No las que esperáis, señor, pero creo que son importantes.

      -Habla.

       -Un forastero anduvo por el bosque ayer por la mañana, ofreciendo monedas de cobre a cuantos villanos encontraba, para que descendieran al abismo en el que se precipitaron los dos Wurms compañeros de Talorcan. Pretendía que los desollaran y le trajeran, no sólo la piel de los monstruos, sino también algo, no se qué, que encontrarían bajo sus cráneos. A los aldeanos les pareció demasiado trabajo, y el forastero tuvo que triplicar la paga para que aceptasen. Señor, no sé si habrá conexión entre una cosa y otra, pero el otro día, en la posada, vi una cara que me pareció conocida, aunque en ese momento no supe identificarla. Y ahora caigo en la cuenta de quién es: Robin, el sobrino de Tuerto Haraldssen, el panadero; pariente por lo tanto de los Haraldssen, los banqueros.

      -¡Ah... ése!-respondió Felipe de Flumbria, fingiendo indiferencia, aunque el corazón le había dado un vuelco ante el dato-. Bueno, tanto Robin como su tío pertenecen a una rama de ovejas negras de los Haraldssen, poco amantes de las riquezas. Tuerto fue muy aventurero en su juventud, según he oído decir. Se ve que el sobrino ha decidido ir tras los pasos del tío. En mi opinión, no es un dato relevante, Celso, pero te agradezco tu celo. Sigue alerta y firme en la misión que te encomendé.

      Celso hizo una inclinación de cabeza y dio media vuelta. Los ojos de Felipe de Flumbria centelleaban de codicia.
Palabras claves , , , ,
publicado por ekeledudu a las 13:17 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
Más sobre este tema ·  Participar
· CCXX
Comentarios (0) ·  Enviar comentario
Enviar comentario

Nombre:

E-Mail (no será publicado):

Sitio Web (opcional):

Recordar mis datos.
Escriba el código que visualiza en la imagen Escriba el código [Regenerar]:
Formato de texto permitido: <b>Negrita</b>, <i>Cursiva</i>, <u>Subrayado</u>,
<li>· Lista</li>
SOBRE MÍ
FOTO

Eduardo Esteban Ferreyra

Soy un escritor muy ambicioso en lo creativo, y de esa ambición nació EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO, novela fantástica en tres volúmenes bastante original, aunque no necesariamente bien escrita; eso deben decidirlo los lectores. El presente es el segundo volumen; al primero podrán acceder en el enlace EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO I: INICIO. Quedan invitados a sufrir esta singular ofensa a la literatura

» Ver perfil

CALENDARIO
Ver mes anterior Mayo 2024 Ver mes siguiente
DOLUMAMIJUVISA
1234
567891011
12131415161718
19202122232425
262728293031
BUSCADOR
Blog   Web
TÓPICOS
» General (270)
NUBE DE TAGS  [?]
SECCIONES
» Inicio
ENLACES
» EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO I: INICIO
FULLServices Network | Blog gratis | Privacidad