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EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO II
La segunda parte de la más extraña trilogía de la literatura fantástica, publicada por entregas.
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23 de Noviembre, 2010    General

XXXIII

XXXIII

      Al término de la misa, unos cuantos Caballeros volvieron al Rökkersbjorg para desayunar; pero Edgardo, cansado y sin ánimo, vagó sin rumbo por la ciudad durante un buen rato. No estaba de humor para hacer sociales ese día.

      -¡Qué éxito!-lo había felicitado Joseph de Urasoil, luego de la arenga en la Catedral-. Creo que hasta Dios te aclama en este momento.

      -Pues a El no lo oigo-fue la respuesta de Edgardo; pero era dudoso que Joseph lo hubiese escuchado por encima del estruendo desatado por el discurso.

      Era como si las energías puestas en la arenga hubieran dejado débil al pelirrojo.

      Volvió al Rökkersbjorg sólo cuando calculó que los demás ya se habrían ido, cada cual a lo suyo: a tomar una guardia, a dormir si volvían de ella, o adonde fuera. Para su sorpresa, Maese Ulrikson lo estaba esperando. El viejecillo estaba cada día más lacónico y más esmirriado; la edad lo consumía. Su entendimiento a veces parecía igualmente consumido pero, por extraño que sonara, en momentos críticos demostraba extraordinaria lucidez: el día anterior había hecho las veces de paño de lágrimas para muchos Caballeros desconsolados por las muertes de Maarten Sygfriedson y Thorstein Eyjolvson.

      -¡Hum!-gruñó al ver a Edgardo, para llamar la atención de éste; y en cuanto la obtuvo, le hizo señas de que lo siguiera.

      Al ritmo en extremo lento que la edad imponía al paso de Maese Ulrikson, llegaron juntos al comedor. El anciano le hizo gestos de que se sentara. Edgardo comprendió que quería servirle un desayuno; de modo que, para complacerlo, tomó asiento a la mesa, aunque no tenía hambre. Quedó maravillado y aturdido cuando el viejecillo regresó trayendo en una bandeja un tazón lleno de leche fresca rebosante de crema y unas cuantas tostadas untadas con miel. A Edgardo le encantaba la leche con mucha crema, tanto como la miel; pero rara vez se servían en el desayuno debido a la escasez y el encarecimiento provocados por la guerra.

      Edgardo estaba confuso. Nunca había hablado con Maese Ulrikson acerca de las preferencias de su estómago, y no entendía como podía haberse enterado de las mismas, sino siendo lo que Ignacio muchas veces decía creer que era el anciano, una especie de misterioso ángel de la guarda enviado por los Cielos para proteger y consolar a los Caballeros.

      -Yo... Maese Ulrikson...-balbuceó tontamente Edgardo, mirándolo.

       El anciano le guiñó un ojo, y Edgardo se sintió emocionado; porque sintió como si, a través de Maese Ulrikson, Dios mismo le hiciera un guiño cómplice y silencioso, diciéndole sin palabras que no había motivo para perder las esperanzas, pero que eso debía quedar, por el momento, como un secreto entre ellos dos. Luego, el viejo se inclinó sobre el pelirrojo, le besó la frente con ternura, como a un nieto muy amado, y se marchó, siempre en el más absoluto silencio.

      Todavía no se había recobrado Edgardo de aquel instante de afecto que valía para él más que todo el oro del mundo, y se disponía por fin a saborear sus tostadas con miel y su tazón de leche con crema, cuando escuchó una voz a sus espaldas:

      -¡Ah, ahora te encuentro por fin! Vine antes, pero no estabas.

      Edgardo volvió la cabeza y lo asaltó una oleada de irrefrenable disgusto al ver a Felipe de Flumbria. Este era la antítesis de Maese Ulrikson: joven y apuesto, pero también frío y repulsivo 

      El pelirrojo se sintió tan chocado por el cambio como si del Cielo lo hubieran arrojado al Infierno.

       -Te has equivocado de dirección-ironizó-. El Palacio Ducal está hacia allá-señaló hacia el Norte-. Aquí sólo se reúne la plebe.

      -No seas sarcástico. He venido a hablar contigo por más de un asunto-repuso Felipe.

      -Bueno, aquí me tienes. Habla-contestó Edgardo, malhumorado y con la boca llena. Pero ni sueñes, siquiera por un instante, con que te convidaré de  MI leche con crema y MIS tostadas con miel, pensó.

      Sin que se lo invitara a ello, Felipe se sentó a la mesa y apoyó los brazos sobre ella. Su imagen era la de una fiera lista para lanzarse al ataque.

      -Robin Haraldssen está en la ciudad-declaró.

      -¿Y quién rayos es Robin Haraldssen? ¿Algo que ver con los banqueros?-preguntó Edgardo.

     -Exacto. Es sobrino de Tuerto Haraldssen, para más datos. A ti tal vez ese nombre no te diga nada, pero Tuerto es un personaje muy conocido en Cernes Mortes. Su padre fue en su momento la oveja negra de la familia; y el hijo siguió por ese camino, pero todavía peor que el padre. Tuerto se sumó durante un tiempo a las Milicias de San leonardo cuando su amigo Federico de Knummerkamp era Gran maestre. Federico tal vez haya sido hijo del Rey Federico III, pero como la Reina le puso los cuernos a éste, sobre el señor de Knummerkamp recayeron sospechas de bastardía... Bueno, todo eso no viene al caso...

      -Demuestras un impresionante talento para el chisme, Felipe, te felicito.

      -Sigues con los sarcasmos. No importa. Sé de buena fuente que Robin, el sobrino de Tuerto, está en la ciudad. Estoy casi seguro de que no es tan oveja negra como su tío. Ha venido a Drakenstadt para hacer fortuna.

      -¿Por qué crees eso, y en qué nos concierne a nosotros?

      -Porque se rumorea de un forastero que ofreció dinero a unos villanos para que le consiguiesen el cuero de esos Jarlewurms muertos anteanoche... El cuero y algo más, una cosa que habría estado oculta bajo el cráneo de cada uno de esos monstruos-Felipe bajó la voz y sonrió con desagradable avidez-: draconita. Una gema de valor incalculable que los dragones tienen incrustada en sus cerebros.

      Edgardo lo miró perplejo.

      -En mi vida oí hablar de ello-dijo-. Pero, ¿y?...

      -Tengo mis razones para sospechar que Bermudo todavía anda por los alrededores-contestó Felipe-. ¿Por qué habría de retroceder, después de todo? El hecho de haber remontado el río le da una ventaja sobre los otros Jarlewurms. Nada ni nadie me convencerá de que ese reptil desperdiciaría una ocasión de conseguir poder sobre sus congéneres. Estoy seguro de que anda por allí, esperando su momento de caer por sorpresa sobre Drakenstadt. Te seré sincero: la gloria que a Maarten Sygfriedson le deparó su combate contra Talorcan me da envidia. Me propongo superarlo, o al menos igualarlo venciendo a Bermudo. Iba a hacerlo solo; pero la ayuda de un valiente como tú sería bienvenida. Si aceptas, reclamaremos como nuestro el cuerpo de Bermudo y, por supuesto, la draconita incrustada en sus sesos. La venderemos y dividiremos ganancias por partes iguales... ¿Qué respondes?

      -Para empezar, que no confío en ti. No es nada personal, al menos en este asunto. Sencillamente, las sociedades creadas para ir en pos de riquezas valiosas no me inspiran confianza. Considero que la codicia hace que una de las partes involucradas acabe traicionando a la otra.

      -Ahora estás siendo insultante. Veremos si sigues siéndolo por mucho tiempo más. Si no quieres ayudarme en esto, lo haré solo o con la ayuda de otro, y asunto terminado. Pero otro tema me trae aquí. Sé que el señor Tancredo de Cernes Mortes y tú estáis enemistados, distanciados o como quieras llamarlo. Ignoro qué sucedió ahí exactamente, pero se rumorea, y corrígeme si me equivoco, que fue a causa de Calímaco de Antilonia. De ser así...

       -Lo de Calímaco fue la gota que rebasó el vaso-interrumpió Edgardo-. Tancredo me cae mal a todo nivel, comenzando por esa separación ostensible que hace entre las dos Ordenes de Caballería.

      -Corrección: entre Caballeros verdaderos y falsos-dijo Felipe-. Calímaco es de nuestra Orden, pero a él el señor Tancredo no lo apañó cuando demostró tanta cobardía durante el último ataque de los Wurms.

      -Si la cobardía es lo que separa a un Caballero auténtico de uno falso, ¿debo entender que Maarten Sygfriedson era uno de los verdaderos?

      -Tampoco. El auténtico valiente desconoce lo que es el miedo. El propio Maarten reconoció que, mientras luchaba contra Talorcan, se aterró como nunca en su vida. Pero no nos vayamos por las ramas. El señor Tancredo de Cernes Mortes ha dicho que te concedería el perdón si se lo solicitabas. Aclaro que él no me ha enviado aquí, sino que yo mismo, por mi cuenta, he venido a hacerte entrar en razones. Anteriormente, cuando te ofrecí matar juntos a Bermudo compartiendo beneficios, insinuaste temer que yo te traicionara. Cree lo que quieras, y yo mismo no estoy seguro, a priori, de ser totalmente impermeable a la traición; pero jamás le jugaría sucio o abandonaría a uno de mis pares. Y tú eres uno de ellos. Enorgulleces a nuestra Orden. Esta mañana, tu discurso reafirmó una vez más tus dotes de liderazgo. Y no olvido cómo desafiabas a la muerte, encaramado en lo alto de las murallas de Drakenstadt, expuesto a los fuegos de los Jarlewurms. Tu intrepidez despertó mucha admiración. Tienes cualidades valiosas, y estoy aquí para persuadirte de que no las desperdicies. Temo que no eliges a tus amigos con buen tino.

      -¿Y cuál sería la elección acertada? ¿Tú? Imagino que habrás bailado en una pata cuando murió Maarten... No necesito amigos así.

      -Si vuelves a ofenderme una vez más, me obligarás a desafiarte a duelo, cosa que no quiero hacer-advirtió severamente Felipe de Flumbria-. No, claro que no me alegró la muerte de tu amigo Maarten. Tampoco me entristeció en particular, eso debo admitirlo. Me resultaba demasiado insignificante para tenerle odio pero, pese a esa insignificancia, lo habría salvado de haber estado junto a él. ¿Puedes decir lo mismo de Ignacio de Aralusia? ¿Nada menos que de Ignacio de Aralusia, el gran amigo de Maarten, a quien sin embargo abandonó cobardemente a la hora del peligro? ¡Sí, sí, no pongas esa cara: uno se entera de las cosas, por mucho que se empeñe el gran Dunnarswrad en ocultarlas como mugra debajo de la alfombra! Ya ves la ayuda que puedes esperar de Ignacio, de Calímaco o de cualquier otro de tus actuales amigos, si tú mismo te vieras en una situación de riesgo... Te repito, creo que con la muerte de Maarten no se perdió gran cosa; y no obstante, yo lo habría salvado. ¿Qué no haría entonces por ti, a quien considero mi igual? Sé que tienes, digamos, cierta inclinación por la así llamada Orden del Viento Negro, sin duda porque es entre sus filas que milita tu hermano...

      -Ni hablar-cortó Edgardo-. Tengo amistad con algunos de ellos, pero no con todos. Cipriano de Hestondrig, por ejemplo, me cae mal. Pero no hago diferencias entre los Caballeros de una u otra Orden por el sólo hecho de pertenecer a una de ellas. Y Balduino nada tiene que ver en esto. Pero entre los Caballeros del Viento Negro que están luchando aquí y los tantos de nuestra Orden que quedaron atrás y nos dejaron solos, mi elección es obvia. De que Balduino estaba en Andrusia y en qué Orden militaba, me enteré más tarde.

      -Eres demasiado rápido para juzgar a los ausentes, sin detenerte primero a indagar los motivos de su ausencia; pero no discutiré eso. Lo que me interesa ahora es que entiendas que en la Orden del Viento Negro los únicos que valen algo, o lo valieron, son nobles: el príncipe Gudjon de Drakenstadt, Thorstein Eyjolvson, quizás Abelardo de Hallustig, muy posiblemente tu hermano. El resto son villanos fingiendo que no lo son. Míralos: ¿qué tienes en común con David Ben Najmani, ese judío? Cuando termine la guerra, ¿irás con él a la sinagoga? ¿O prefieres hacerte hereje, como ese imbécil de Roland de La Mö?... ¿O...?

      -Ya sé que con muchos de ellos no tengo gran afinidad-interrumpió ásperamente Edgardo, que empezaba a hartarse de aquel diálogo inconducente y superfluo-. Cuando la guerra haya concluido, cada cual volverá a sus asuntos, eso es todo. Pero si sobrevivo, jamás los olvidaré, y me dará inmensa alegría cruzármelos de tanto en tanto y saber que sus asuntos marchan bien o, si van mal, tratar de ayudarlos.

      -Pues empieza; porque marcharán mal-replicó Felipe, con voz dura y siniestra-. A menos, claro, que el judío abrace la fe cristiana y el hereje abjure de sus creencias erróneas. Y quienes sean sus aliados caerán con ellos. Deseo que no sea ése tu destino. Por tu hermano no te preocupes. La Caballería se lleva en la sangre; es imposible que estando emparentado con un valiente como tú no sea un Caballero de los de verdad.

      Edgardo estaba a punto de perder los estribos; lamentaba que aquel sujeto viniera a arruinarle el desayuno.

      -Pues por muchas razones prefiero quedarme donde y como estoy ahora-dijo.

      -Enuméralas.

      -En primer lugar, yo no soy valiente, al menos según tu criterio, y no quiero serlo, aunque sí me gustaría superar mi miedo. Dices que me viste encaramado en lo alto de los muros de Drakenstadt. Es cierto. Pero te falta saber que para entonces yo ya me había dado cuenta de que el peligro había pasado, y los Wurms se retiraban. Tal vez hubiera algo de riesgo, pero mínimo, ya que me asomaba para ver por qué todo estaba tan calmo a sabiendas de que algunos indicios parecían demostrar que los Jarlewurms desaparecían en el horizonte, como efectivamente sucedía. Mi mérito era la astucia, no el coraje. No obstante, por tal pasaba; y yo no desengañaba a nadie, porque en ese tiempo anhelaba fama de valiente. Es lo que todos queremos al principio. Pero en mi caso, no si el valor es desconocer el miedo, como tú dices. Hace unos años, sí que me habría gustado, tal vez incluso hace menos de un año. Pero no ahora. Te creo si dices que no sabes lo que es el miedo, aunque nunca lo demostraste en la práctica: sólo así se explica que pienses como lo haces. Pero a mí el miedo me ha hecho valorar más a mis compañeros. Siento por ellos un afecto que no cambiaría ni por todo el coraje del mundo. De modo que no soy valiente y, por lo tanto, no soy digno de ingresar en tu selecto grupo; tan selecto, de hecho, que sois tres o cuatro gatos locos y nada más.

      -Es la calidad y no la cantidad lo que importa-respondió Felipe de Flumbria con abierto desdén.

       -No veo calidad en ti ni en tus amigos, si así podemos llamarlos. Os creeis una élite, pero sois sólo una camarilla de baja estofa. Dices que habrías salvado a Maarten. Puede ser, pero por suerte fue Ignacio quien estuvo ahí, y no tú. Ignacio perdió el valor, y ahora llora y se odia a sí mismo por no haber hallado coraje para rescatar a su amigo o morir con él; en tanto que tú hubieras salvado a Maarten como quien corre a salvar un fardo de grano durante un incendio, o peor. Ese es el valor que le das a la vida humana. Maarten luchó contra Talorcan y lo venció para salvar a la mujer que amaba, su hijo por nacer, sus amigos; Drakenstadt, en suma. Tú ahora buscas matar a Bermudo sólo para superar la hazaña y enriquecerte con tu dichosa draconita... Sí, Felipe, si Ignacio, Calímaco y Maarten son o fueron cobardes, yo también lo soy y quiero seguir siéndolo, además. Mi lugar está junto a ellos, no con tu élite. Y ahora, esfúmate. Me repugnas.

      Felipe se puso de pie, sonriendo burlonamente.

      -Oh, ahora que te conozco un poco mejor, el sentimiento es mutuo. No era posible que disintiéramos en todo, ¿no?-dijo-. Pero yo en tu lugar reflexionaría. Puede que yo sea sólo un espejo bruñido, y que lo que dices que te repugna de mí sea algo que en realidad no sea mío, sino el reflejo de lo que odias en ti.

      -Eso es válido para ambos, Felipe, pero no te preocupes. No importa que seas o no un espejo. Con que nos mantengamos lejos uno del otro, no tendré que ver eso que tanto me asquea.

      -He oído que tu hermano tiene más dignidad que tú. Tal vez él sí sepa apreciar el honor que ahora tú rechazas-dijo Felipe, como con indiferencia.

      Pero distaba de ser un comentario hecho al paso. Quienes se creen el centro del Universo soportan mal a quienes no giran alrededor de ellos. Edgardo venía pregonando mucho sus anhelos de reencontrarse con Balduino, y a Felipe le parecía buen desquite hacerle ver que, tal vez, cuando ambos se reencontraran al fin,  en el fondo siguieran tan separados como hasta entonces.

      Edgardo sonrió con tristeza.

      -Sí, yo también he oído algo de eso-admitió, demasiado dolido para refutar nada-. Será lo que tenga que ser. Lo importante es que cada uno encuentre su lugar en la vida. Yo sé dónde está el mío. Será bueno saber dónde está el de Balduino, aunque no sea el que yo desee.

      Voz y gestos denotaban que el pelirrojo había sido herido, pero no enteramente vencido. Sin embargo, Felipe de Flumbria ya no tenía más argumentos: de modo que se retiró deseándole a Edgardo, en voz alta, que disfrutara de su desayuno. Más bien hubiese querido que se indigestara con él, pero la cortesía obliga a veces a estos arrebatos de insinceridad.


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publicado por ekeledudu a las 11:44 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
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SOBRE MÍ
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Eduardo Esteban Ferreyra

Soy un escritor muy ambicioso en lo creativo, y de esa ambición nació EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO, novela fantástica en tres volúmenes bastante original, aunque no necesariamente bien escrita; eso deben decidirlo los lectores. El presente es el segundo volumen; al primero podrán acceder en el enlace EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO I: INICIO. Quedan invitados a sufrir esta singular ofensa a la literatura

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